Jacques Dupuis - No apaguéis el espíritu. Conversaciones con Jacques Dupuis

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No apaguéis el espíritu. Conversaciones con Jacques Dupuis: краткое содержание, описание и аннотация

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Este libro-entrevista es el último testamento del P. Jacques Dupuis, el reconocido teólogo y pionero jesuita de origen belga que murió hace quince años en Roma. Según el vaticanista Gerard O'Connell, este trabajo podría reabrir o, al menos, contribuir significativamente a la reapertura del debate teológico sobre un tema de gran relevancia en el que todavía queda mucho por comprender: el diálogo interreligioso. Esta es una larga y sustanciosa conversación con el prestigioso jesuita cuya obra principal, 'Hacia una teología cristiana del pluralismo religioso', suscitó un vivo debate que incluso le llevó a un «proceso» por parte de la Congregación para la Doctrina de la Fe, a cuya cabeza se encontraba entonces Joseph Ratzinger…

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–Usted estaba en Roma cuando murió el papa Pío XII y fue elegido Juan XXIII. ¿Qué recuerda de todo aquello?

–Volví a Roma de unas vacaciones en Bélgica el 9 de octubre de 1958, día de la muerte de Pío XII, y asistí al funeral solemne. Estuve allí para la elección de Juan XXIII el 28 de octubre. Recuerdo muy bien la emoción que acompañó a tal evento. Vivía en el colegio internacional San Roberto Bellarmino. Solíamos subir a la terraza de la casa para ver si el humo proveniente de la Capilla Sixtina era negro o blanco. De hecho, era imposible distinguir con certeza de qué color era, y teníamos que bajar cada vez a la radio para obtener la información correcta. Finalmente, el humo pasó a ser claramente blanco, y la radio confirmó la noticia de que la elección había tenido lugar. Recuerdo las prisas que siguieron, ya que la ciudad de Roma corrió literalmente hacia el Vaticano; el tráfico se interrumpió por completo para dejar espacio a la gente que corría por las calles. Cuando llegué a la plaza de San Pedro, ya estaba abarrotada. Esperamos bastante tiempo antes de que sucediera algo. La emoción de la multitud creció. Finalmente, el cardenal Ottaviani apareció en el balcón de la basílica y pronunció en voz alta: «Habemus papam, su eminencia, el cardenal Giuseppe Roncalli, que ha elegido el nombre de Juan XXIII». En ese momento, muchos cuchicheos recorrieron la plaza, porque la gente no había entendido el nombre con claridad y además porque el nombre pronunciando era una sorpresa para muchos. La gente preguntaba sobre la identidad del nuevo papa e intercambiaba información y reacciones. Para los italianos, que componían la mayoría de la multitud asistente, una cosa importaba mucho, a saber, que había sido elegido un cardenal italiano. Y así era. La multitud se iba entusiasmando cada vez más, hasta el momento en que el papa Juan XXIII apareció en el balcón de la basílica. El entusiasmo de la multitud que abarrotaba la plaza hasta la via della Conciliazione alcanzó su apogeo y se convirtió en un frenesí de alegría. El papa apareció sonriendo y saludando a la multitud, y la multitud le respondió con aplausos y brazos extendidos. Su aparición fue breve y terminó con la primera bendición papal a la gente. A medida que la multitud comenzó a dispersarse, los periódicos ya estaban a la venta con la foto del nuevo papa y un relato de su vida en la portada. Solo faltaba la vestimenta papal, ya que la foto mostraba al nuevo papa vestido de cardenal. Todos compraban un ejemplar del periódico en el camino de vuelta a casa.

–Mientras sucedía todo esto, usted estaba investigando y escribiendo su tesis, ¿cuál era el tema?

–Como tema de mi tesis elegí la antropología religiosa de Orígenes, el teólogo griego del siglo III, indudablemente una de las mayores luminarias de los Padres de la Iglesia. En aquellos siglos, los Padres se enfrentaron al enorme problema de insertar el mensaje cristiano en el contexto de la cultura griega; de ese mismo modo, nosotros, los teólogos, nos enfrentábamos al problema de insertarlo en las grandes culturas de Oriente. ¡No era en absoluto una tarea menor que la de aquellos! Podía aprender mucho de la forma en que un genio intelectual como Orígenes lo había hecho. Ciertamente, aprendí muchísimo, aun cuando tuviera que trabajar a marchas forzadas para terminar la tesis dentro de los dieciocho meses que me habían concedido para estar fuera de la India y no perder mi permiso de residencia. Aterricé en Bombay en febrero de 1959, un día antes de que expirara mi visado. Cuando pasé por el puesto de control policial, el oficial miró mi pasaporte y comentó: «Justo a tiempo». Respondí: «Sí, pero a tiempo».

–Después de completar sus estudios de doctorado en Roma regresó a Kurseong para comenzar su carrera docente. Mientras tanto se estaba preparando el Concilio Vaticano II, que comenzó oficialmente en 1962, coincidiendo todo esto con sus primeros años como profesor. ¿Pudo seguir el Concilio desde la India? ¿Qué impacto tuvo en usted, en su pensamiento y en su docencia? ¿Cómo se podían hacer efectivas las tendencias y decisiones conciliares allí donde usted enseñaba y trabajaba pastoralmente?

–Exacto, por aquel entonces comenzaba mi carrera como teólogo y profesor en el Saint Mary’s College, en Kurseong. En 1959, el papa Juan XXIII anunció su decisión de convocar un nuevo concilio ecuménico, el Vaticano II. No es este el lugar para describir las reacciones contrastantes con que se recibió el anuncio, especialmente en Roma, pasando del entusiasmo al escepticismo o a la pura consternación. Pero en el contexto de la Iglesia india, que estaba en proceso de convertirse en una Iglesia local, el nuevo Pentecostés convocado por el papa apareció como un precioso regalo de Dios y una oportunidad única, en el contexto de la India, para replantear a fondo las formas tradicionales y abrir nuevas perspectivas. Seguimos la preparación del Concilio desde 1959 hasta 1961 y luego, con el mayor interés, por no decir con pasión, sus cuatro sesiones y períodos de descanso desde 1962 a 1965. A pesar de lo lejos que estaba Roma, estábamos bastante bien informados sobre lo que sucedía en el Concilio, especialmente cuando el Concilio se puso en marcha, a través de crónicas diarias, semanales y mensuales que aparecían en La Croix, The Tablet, Informations Catholiques Internationales y otras publicaciones que recibíamos por correo aéreo.

Comenzar la carrera docente en este contexto, con las animadas discusiones del Concilio sobre preguntas candentes para la vida de la Iglesia, era poco menos que emocionante y, como pensaba entonces, una gracia muy especial. Me obligó a hacer un replanteamiento exhaustivo de algunos puntos de vista teológicos recibidos y a abrirme a nuevos horizontes y perspectivas de las que mi enseñanza solo podría beneficiarse. Podía tomar distancia crítica de algunas formas tradicionales y aparentemente intocables de hacer las cosas. Te pongo un ejemplo bastante común. El medio intocable de enseñanza en teología había sido el latín, una tradición venerable que parecía inamovible, que incluso el papa Juan XXIII parecía confirmar con la Constitución apostólica Veterum sapientia (1962). En Kurseong, la práctica consistía en que un profesor dijera una frase en latín y luego la tradujera al inglés para hacerse comprender por los alumnos. Pensé sobre eso y llegué a la conclusión de que este modo de proceder era una gran pérdida de tiempo. Además, me habían encargado que enseñara y me hiciera entender, en lugar de hablar en latín. Así que fui el primer profesor en comenzar mi carrera docente directamente en inglés, lo que despertó algunas sospechas en la Facultad.

El Concilio supuso un desafío enorme en todas las esferas relacionadas con la formación teológica y la enseñanza, comenzando por la reforma litúrgica que se estaba iniciando, pasando por el desarrollo de una nueva noción de Iglesia: de la «sociedad perfecta» al «pueblo de Dios», hasta llegar a una inversión de la perspectiva sobre el misterio de la Iglesia: de una concepción piramidal y jerárquica a otra comunitaria y sacramental. Más importante aún: en el contexto de la India había una nueva actitud hacia las otras tradiciones religiosas, que recomendaba el diálogo y la colaboración. Llevaría tiempo asimilar todos estos nuevos conocimientos y decidir las aplicaciones concretas. Sin embargo, existía el deseo de no perder tiempo en comenzar, sino de avanzar con determinación y coraje. Aquí se pueden mencionar los primeros pasos en la puesta en práctica tanto del espíritu como de la letra del Concilio que se dieron en el limitado contexto de la Facultad teológica de Kurseong. Estos modestos pasos son sintomáticos del entusiasmo con el que el Concilio fue seguido y recibido.

La capilla de la comunidad de Saint Mary’s College se remodeló a fondo para adaptarla a la liturgia conciliar renovada después de la promulgación de la Constitución Sacrosanctum Concilium, del 4 de diciembre de 1963. La idea y realización del proyecto provino de los estudiantes, que ellos mismos planificaron y ejecutaron con los talentos y medios de que disponían. Para cubrir el presupuesto de la transformación, que con los medios a nuestra disposición no era demasiado alto, escribí algunos artículos para una revista teológica estadounidense. El presupuesto se completó y los superiores nos dieron permiso para continuar. Con un equipo de cuatro estudiantes especialmente dotados para la artesanía y la pintura, trabajamos día y noche durante las vacaciones, al final del curso académico de 1967. El resultado fue una transformación profunda de la capilla según la nueva liturgia. El altar frente a la pared fue reemplazado por una mesa de altar frente a la gente. Alrededor del presbiterio había puestos para los concelebrantes. El espacio estaba dominado, en medio del crucero, por un impresionante icono de Cristo pantocrátor pintado al estilo indio. Los dos altares laterales, a los lados derecho e izquierdo del templo, habían desaparecido y fueron reemplazados, en el lado derecho, por la mesa para la preparación de las ofrendas durante la celebración eucarística, coronada por una pintura muy fina de la Virgen María, también en estilo indio; y, a la izquierda, por el órgano, que habíamos bajado del coro. El hermoso sagrario, engarzado con piedras preciosas –lo único que quedaba de la capilla anterior– estaba ubicado en el lado derecho, contra la pared, entre la mesa del altar y la mesa para la preparación de los dones; en el lado opuesto, a la izquierda, estaba el ambón para la proclamación de la Palabra de Dios, tallado en madera en forma de loto y coronado por el om sagrado, el símbolo indio de la Palabra de Dios. El coro de la capilla tenía no menos de seis altares para las misas privadas, tres a la izquierda y tres a la derecha. Los hicimos desaparecer.

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