Jacques Dupuis - No apaguéis el espíritu. Conversaciones con Jacques Dupuis

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No apaguéis el espíritu. Conversaciones con Jacques Dupuis: краткое содержание, описание и аннотация

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Este libro-entrevista es el último testamento del P. Jacques Dupuis, el reconocido teólogo y pionero jesuita de origen belga que murió hace quince años en Roma. Según el vaticanista Gerard O'Connell, este trabajo podría reabrir o, al menos, contribuir significativamente a la reapertura del debate teológico sobre un tema de gran relevancia en el que todavía queda mucho por comprender: el diálogo interreligioso. Esta es una larga y sustanciosa conversación con el prestigioso jesuita cuya obra principal, 'Hacia una teología cristiana del pluralismo religioso', suscitó un vivo debate que incluso le llevó a un «proceso» por parte de la Congregación para la Doctrina de la Fe, a cuya cabeza se encontraba entonces Joseph Ratzinger…

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El segundo período se llamaba «juniorado». Consistía en dos años de estudios académicos de latín, griego y, por supuesto, literatura francesa, principalmente en la Facultad de Notre Dame de la Paix, en Namur. Aquí también tuvimos que vivir en dos lugares distintos. Estuvimos unos cuantos meses en nuestro colegio de Wepion, junto al río Mosa, cerca de Namur, cuando la misma historia se repitió otra vez. Las fuerzas de ocupación –estábamos en 1944– nos obligaron a desalojar la casa en un corto plazo de tiempo y la convirtieron en el cuartel de oficiales del ejército alemán. En ese momento nos fuimos a nuestra granja en el campo, situada en un pueblito llamado Suarie, donde las condiciones materiales y el montaje del campamento eran considerablemente más duros que los que habíamos tenido en Clairfontaine. Allí teníamos que vivir y dormir en el suelo de unos establos donde anteriormente había habido ganado. Blanqueamos los establos con rapidez para convertirlos en espacios donde poder vivir, estudiar y dormir. En ese tiempo no tuvimos sillas ni mesas, usábamos pacas de paja. Incluso el altar donde se decía misa cada mañana estaba hecho de pacas de paja. A pesar de esas condiciones, continuamos nuestros estudios y preparamos los exámenes anuales oficiales, que todos aprobamos. También había trabajo que hacer en los campos y en la granja –sin mencionar que había que vigilar los campos durante la noche para evitar robos– para poder tener algo que comer y de lo que vivir. Pero aquí más que en ningún otro lugar o en ningún otro momento durante toda mi vida en la Compañía experimenté un espíritu comunitario tan profundo, hecho de preocupación mutua, donde cada uno se olvidaba de sí mismo y pensaba primero en los demás. Eso no habría sido posible sin la guía del gran jesuita que era nuestro rector –cuyo nombre era Clement Paquet–, que consiguió crear entre nosotros un extraordinario espíritu de caridad fraterna, ayuda mutua y colaboración. A esas condiciones materiales tan precarias en que vivíamos se añadían los peligros de los bombardeos; también corríamos el riesgo de arrestos y represalias por parte de los ocupantes nazis. En aquellos días se vivía completamente al día, sin garantía alguna de estar vivo al día siguiente. Y fue en esas circunstancias como viví lo que seguirían siendo los años más trágicos de mi vida.

–Usted ha hablado del peligro constante para sus vidas durante la guerra. ¿Podría explicar a qué se refiere? ¿Qué experiencias tuvo en las que se sintiera realmente en peligro?

–Algunos recuerdos de esos años son especialmente vívidos en mi mente. Uno de ellos es el del bombardeo de Namur en 1944. El puente ferroviario sobre el río Mosa fue un importante punto estratégico utilizado por los alemanes para la retirada de sus tropas. El ejército estadounidense quería volar el puente. En un brillante día soleado, grandes aviones estadounidenses sobrevolaron la ciudad y desde una gran altura arrojaron hasta diez o más bombas. Desde Suarie, donde estábamos acampando, a unos cinco kilómetros de la ciudad, podíamos ver las bombas brillando al sol cuando caían de los aviones en posición horizontal e iban tomando gradualmente la posición vertical al descender. El silbido que emitían al caer era ensordecedor. Siguió una explosión enorme, cuando todas las bombas golpearon el corazón de la ciudad. Más de cuatro mil civiles murieron, mientras que el puente permaneció intacto. Al día siguiente, dos avionetas de la Royal Air Force británica (RAF) se lanzaron sobre el puente, arrojaron algunas bombas pequeñas y rompieron el puente sin causar ninguna víctima. Mientras tanto se organizaban trabajos de ayuda en la ciudad. La autoridad municipal hizo un llamamiento a los voluntarios para ayudar a rescatar a las víctimas y desenterrar a los muertos. Toda nuestra comunidad de jóvenes jesuitas se comprometió durante semanas en los trabajos de socorro, sacando a los heridos y a los cadáveres de entre las ruinas. El trabajo era interrumpido regularmente debido a las repetidas alarmas de ataque aéreo; cada vez que eso sucedía teníamos que ir a los refugios subterráneos para salvar nuestras vidas.

Otro recuerdo trágico pertenece a la época en que Bélgica fue liberada por el ejército estadounidense. Los soldados estadounidenses habían llegado a Namur con sus tanques y patrullaban por todas partes en busca de soldados alemanes que trataban de escapar hacia el bosque, donde habían quedado para reagruparse. Las autoridades municipales habían pedido a nuestros superiores que enviaran en bote a un grupo de jóvenes jesuitas a través del Mosa para enterrar a los soldados alemanes que yacían muertos en el campo. Era pleno verano, y la temperatura era excepcionalmente alta para la época, con el resultado de que los cadáveres de esos pobres alemanes se estaban deteriorando rápidamente. Era urgente enterrarlos allí mismo, sin identificar. Mientras estábamos ocupados haciendo ese trabajo macabro, otros soldados alemanes estaban caminando detrás de una valla con sus armas apuntando hacia nosotros, con la esperanza de llegar a su punto de reagrupación en el bosque. Los estadounidenses querían dispararles dese el otro lado del río, pero se abstuvieron de hacerlo porque nosotros estábamos en medio, haciendo nuestro miserable trabajo. Enviaron a una niña para decirnos que cruzáramos inmediatamente al otro lado del río, para que ellos pudieran disparar a los soldados alemanes que se escondían detrás de la cerca con la esperanza de escapar. Apenas habíamos cruzado el río cuando los estadounidenses dispararon sobre ellos y pudimos ver cómo los hombres caían del otro lado.

Aparte de esos trágicos acontecimientos, la vida cotidiana se vivía en total inseguridad. Los alemanes llegaban repetida e inesperadamente en busca de personas. Nos ponían en fila y nos apuntaban con sus pistolas mientras buscaban en nuestras habitaciones huellas de actividades relacionadas con la «resistencia». En caso de hallar alguna evidencia comprometedora, el presunto culpable era llevado inmediatamente a un campo de concentración. Los alemanes también buscaron jóvenes de Luxemburgo, a quienes alistaban por la fuerza en el ejército alemán. Como en nuestra comunidad había algunos escolares –jóvenes jesuitas en formación– de Luxemburgo, tuvimos que mantenerlos escondidos en un refugio dentro de nuestro propio bosque, allí permanecían escondidos y les llevábamos comida tres veces al día.

–¿Alguno de sus familiares cercanos sufrió y murió en la guerra?

–He señalado ya que mi madre rezaba y ofrecía su propia vida –murió el día del alto el fuego, el 7 de mayo de 1945– para que todos nosotros pudiéramos escapar y salir vivos después de la guerra. Y así sucedió por lo que se refiere a mi padre, mis hermanos y mi hermana. Durante la ocupación alemana, mi padre vivió bajo continuas amenazas, dada su condición de gerente de una gran fábrica que antes de la guerra había producido material bélico. Los alemanes lo acosaban constantemente para que produjera el mismo material para ellos. Él alegaba siempre la imposibilidad de hacer que la fábrica funcionase en aquellas circunstancias. A pesar del hostigamiento constante sobrevivió tras haber soportado durante años una presión inhumana. Tan pronto como los estadounidenses liberaron Bélgica de la ocupación alemana, la fábrica se puso nuevamente en funcionamiento y produjo las armas que le solicitaba el ejército norteamericano, por lo que después de la guerra mi padre recibió un premio del ejército estadounidense.

Un tío mío, Robert Lemaitre, hermano de mi madre, fue el único miembro de la familia que pagó su actividad patriótica con la vida. Había sido voluntario durante la Primera Guerra Mundial y había luchado en las trincheras. Después de la guerra recibió muchas medallas del ejército belga por su comportamiento ejemplar como soldado. Se convirtió en notario en Châtelineau, cerca de Charleroi. Tenía una casa muy grande en la que había construido un escondite para albergar a los pilotos y oficiales británicos de la RAF cuyos aviones habían sido derribados por los alemanes. Fue denunciado por actividades anti-alemanas. Su casa fue exhaustivamente registrada por los alemanes, que no encontraron nada, aunque los aviadores británicos estaban ocultos allí. Sin embargo, llevaron a mi tío a la prisión de Bochum, en Alemania. Esto fue en noviembre de 1941. Mi tío murió allí, después de sufrir grandes penurias, en diciembre de 1942. Hasta después de la guerra nunca supimos qué había sucedido tras su arresto. En mayo de 1945, un sacerdote belga que había sido encarcelado con él en Bochum y lo había ayudado en sus últimos momentos vino a comunicar a la familia la muerte de mi tío.

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