Jacques Dupuis - No apaguéis el espíritu. Conversaciones con Jacques Dupuis

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No apaguéis el espíritu. Conversaciones con Jacques Dupuis: краткое содержание, описание и аннотация

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Este libro-entrevista es el último testamento del P. Jacques Dupuis, el reconocido teólogo y pionero jesuita de origen belga que murió hace quince años en Roma. Según el vaticanista Gerard O'Connell, este trabajo podría reabrir o, al menos, contribuir significativamente a la reapertura del debate teológico sobre un tema de gran relevancia en el que todavía queda mucho por comprender: el diálogo interreligioso. Esta es una larga y sustanciosa conversación con el prestigioso jesuita cuya obra principal, 'Hacia una teología cristiana del pluralismo religioso', suscitó un vivo debate que incluso le llevó a un «proceso» por parte de la Congregación para la Doctrina de la Fe, a cuya cabeza se encontraba entonces Joseph Ratzinger…

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–¿Era usted muy religioso cuando era un niño? ¿Cuándo pensó por primera vez en hacerse sacerdote? ¿Qué le dijeron sus padres cuando se lo dijo? ¿Por qué se hizo jesuita?

–Fui un niño lleno de vida, muy activo, más inclinado al deporte –el tenis, la natación–, que practicaba diariamente, y a recorrer largas distancias en bicicleta. Yo no tenía en absoluto un temperamento tranquilo o introspectivo, sino que, por el contrario, era emprendedor y siempre en movimiento. Por tanto, no era especialmente pío o «religioso»; no más, diría, que lo que podría esperarse de un niño de mi condición. Sin embargo, desde muy temprana edad era monaguillo y comulgaba en la misa diaria. Nuestra casa estaba solo a cinco minutos del colegio jesuita al que iba y de la iglesia aledaña. Mi madre y yo íbamos diariamente a misa a las 7 de la mañana. Mi madre asistía a la misa en la que yo hacía de monaguillo a alguno de los Padres. Volvíamos al colegio juntos después de la misa y, después del desayuno, me iba al colegio. La distancia de casa al colegio era tan corta que podía salir de casa cuando sonaba el timbre de clase y llegar a tiempo, porque caminaba bastante deprisa.

Mencioné antes el estrecho contacto que había en nuestro colegio entre los Padres y los estudiantes: contacto en clase, donde recibíamos una educación alternativa, especialmente durante los últimos años, y en las materias más importantes para la vida, como las clases de Religión; pero también contacto fuera de clase, donde participábamos en actividades deportivas o culturales con los Padres en las instalaciones del colegio. Muchas horas de actividad física y cultural pasadas en un ambiente muy amable y viril.

A la pregunta de cuándo y cómo pensé en la posibilidad de hacerme sacerdote, mi respuesta es que no hubo un momento especial en el que tuviera una especial gracia de iluminación. Vino por sí mismo, como por ósmosis, a través de la influencia intelectual y espiritual que los Padres ejercían en mí, aunque jamás hubiera la más mínima presión de ningún tipo. El tipo de vida que llevaban, profundamente comprometidos como estaban en el servicio a través de la educación y profundamente sinceros en su compromiso religioso, me impresionaban hondamente, sin ser yo completamente consciente, y convirtiéndose gradualmente para mí en un ejemplo a seguir y en un ideal que realizar en mi propia vida.

No era yo el único impresionado así. De la treintena de alumnos que formábamos la clase a la que pertenecía, seis entramos en la Compañía de Jesús, dos al clero diocesano y uno a la Orden benedictina. Personalmente, creo que en mí se desarrollaron a la vez la vocación al sacerdocio y a la Compañía de la manera más natural. Debería quedar claro que, dadas las circunstancias, no separé la vocación sacerdotal y la religiosa; ambas vinieron juntas y fueron prácticamente inseparables. A esta influencia recibida de mis profesores debo añadir, con un sentimiento de profunda gratitud, y sin que yo lo supiera en ese momento, que mi querida madre, desde el mismo momento en que empezó a tener hijos, empezó a rezar para que uno de ellos se hiciera sacerdote. Esto explica, tal vez, el sentimiento que siempre he tenido de haber sido objeto de especial cariño por su parte. Probablemente, ella tenía el presentimiento de que ese sería yo. Años más tarde, cuando en el invierno de 1944 estaba ingresada en una clínica de Lovaina para ser sometida a una operación de cáncer, fui a visitarla antes de la intervención, cuyo resultado era incierto. Con gran emoción me dijo entonces que mi vocación había sido la mayor alegría y gracia de su vida, y que la había estado pidiendo a Dios durante muchos años. Finalmente, ella murió de cáncer el 7 de mayo de 1945, el mismo día en que todas las campanas de la ciudad estaban tocando para celebrar el final de la guerra. Ella había ofrecido su vida para que todos nosotros pudiéramos sobrevivir a las penurias de la guerra. No me cabe duda de que debo mi vocación a mi madre, a su ejemplo y oraciones.

Terminé el colegio en julio de 1941 y entré al noviciado en septiembre. Cuando le conté a mis padres y a mi familia mi decisión de entrar en la Compañía, su primera reacción fue la de pedirme que esperara hasta el final de la guerra para irme de casa. Las condiciones durante la ocupación nazi eran, de hecho, muy duras, y parecía mejor posponer mi decisión hasta el momento en que, acabada la guerra, mi vida ya no corriera peligro y las condiciones hubieran mejorado. Mi respuesta fue que no se sabía cuánto duraría la guerra y que creía que no debía posponer mi decisión. Parece que eso tenía sentido para mis padres. Los demás, sin embargo, reaccionaron cada cual a su modo. Mi madre vio en mi vocación la realización de sus aspiraciones más profundas, aunque, por supuesto, la separación fuera especialmente dolorosa; pero ella sabía cómo aceptar sacrificios y haría este por mí. Para mi padre fue más difícil de entender y de aceptar. Alimentaba grandes esperanzas para mi futuro, como también para mi hermano mayor, en otra dirección bastante diferente, en la vida profesional. Sin embargo, nunca trató de disuadirme o de interferir en lo que yo pensaba que era mi vocación, aun cuando la llamada no siempre fuera fácil de explicar racionalmente. Me insistía una y otra vez en que, si alguna vez yo me arrepentía de mi decisión y descubría que me había equivocado, no dudara en volver a casa, donde siempre sería bienvenido. Gracias a Dios, eso no sucedió, y mi familia ha permanecido más apegada a mí desde entonces.

–¿Dónde hizo el noviciado y las primeras etapas de la formación en la Compañía? ¿Podría hacernos un breve resumen de estos primeros años de formación? ¿Cuándo y por qué eligió usted ir a la India?

–Habría mucho que decir sobre aquellos siete años de las primeras etapas de formación jesuita antes de ir a la India a finales de 1948. Los primeros años fueron aún bajo la ocupación alemana, y los años siguientes aún llevaban las cicatrices de todas las dificultades sufridas por el país y su gente. Nosotros afrontábamos aquellas dificultades como jóvenes jesuitas con un profundo espíritu de solidaridad. Para hacerse una idea de cómo pasamos esos años de dificultades diría que ese tiempo se podría dividir en tres partes: dos años de noviciado, dos años de estudios clásicos para la obtención de una licenciatura en Letras y tres años de filosofía. Por tanto, debería haber conocido solamente tres residencias durante ese tiempo; sin embargo, estuve en siete. Entré al noviciado en Arlon, en la provincia luxemburguesa de Bélgica. Menos de seis meses después, las fuerzas alemanas requisaron nuestra casa y nos dieron veinticuatro horas para desalojar. Incluso la biblioteca tenía que ser vaciada; finalmente encontró refugio en el desván de la iglesia que estaba junto a la casa, que era muy espaciosa. Tuvimos que mudarnos a nuestra casa de campo, en un pequeño lugar llamado Clairfontaine, muy cerca de la frontera con Luxemburgo. El campo era muy hermoso, pero el alojamiento era de pura acampada. Con todo, continuamos nuestra formación profundizando nuestra vida espiritual, nuestra vida de oración y el estudio de la Fórmula del Instituto, de la Compañía de Jesús, así como también hacíamos trabajo manual y realizábamos distintas experiencias para probar nuestra vocación. Sin embargo, cuando llegó el invierno –que en esas latitudes puede ser muy severo–, fue imposible continuar acampando sin ningún tipo de calefacción. Entonces nos fuimos aún más cerca de la frontera con Luxemburgo, a un pequeño lugar llamado Guirsch, y fuimos alojados en un pequeño convento de monjas. Solo quedaban tres monjas ancianas, cuyas edades juntas sumarían unos doscientos cincuenta años. Ya por entonces experimenté el hecho de que las dificultades físicas y las circunstancias adversas de la vida ayudan a formar el carácter, y doy gracias a Dios por la sólida formación que recibí durante mis primeros años como jesuita.

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