Jacques Dupuis - No apaguéis el espíritu. Conversaciones con Jacques Dupuis

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No apaguéis el espíritu. Conversaciones con Jacques Dupuis: краткое содержание, описание и аннотация

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Este libro-entrevista es el último testamento del P. Jacques Dupuis, el reconocido teólogo y pionero jesuita de origen belga que murió hace quince años en Roma. Según el vaticanista Gerard O'Connell, este trabajo podría reabrir o, al menos, contribuir significativamente a la reapertura del debate teológico sobre un tema de gran relevancia en el que todavía queda mucho por comprender: el diálogo interreligioso. Esta es una larga y sustanciosa conversación con el prestigioso jesuita cuya obra principal, 'Hacia una teología cristiana del pluralismo religioso', suscitó un vivo debate que incluso le llevó a un «proceso» por parte de la Congregación para la Doctrina de la Fe, a cuya cabeza se encontraba entonces Joseph Ratzinger…

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Por mi parte, solo quisiera dar gracias a Dios por el don de la vida humana y por la llamada a compartir su propia vida divina en su Hijo Jesús; también quisiera darle gracias por la vida tan llena que, sin mérito alguno por mi parte, me ha regalado a mí, su siervo indigno, y por las muchas oportunidades que me ha dado para aprender a amarle y servirle.

Confío en que el Señor, que conoce los secretos del corazón, sabrá que mi intención al escribir lo que he escrito y al decir lo que he dicho ha sido solo para expresar lo mejor que he podido mi profunda fe en él y mi total dedicación a él.

Más que tender a hablar yo, cuando nos encontremos, espero oír del Señor, en lugar de mis fallos y deficiencias, una palabra de consuelo y aliento. Rezo para que el Señor me invite a entrar en su gloria para cantar sus alabanzas por siempre. Ojalá pueda escucharle diciéndome: «Muy bien, siervo honrado y cumplidor; has sido fiel en lo poco, te pongo al frente de lo importante. Entra en la fiesta de tu Señor» (Mt 25,21).

Amén.

GERARD O’CONNELL

Roma, Italia

PRIMERA PARTE

A VISTA DE PÁJARO

1

LOS ANTECEDENTES

–P. Dupuis, déjeme comenzar dándole las gracias por haber aceptado mantener estas conversaciones. Estoy seguro de que ayudarán a un gran público a familiarizarse con su persona y su trabajo. Me gustaría empezar haciéndole algunas preguntas sobre los primeros años de su vida. Tal vez podría usted comenzar hablándome de sus padres, su familia, el lugar donde nació en Bélgica y donde pasó usted sus primeros años, donde fue al colegio, y sobre el ambiente cultural en el que creció.

–Nací el 5 de diciembre de 1923 en Huppaye, en la provincia de Brabante, en Bélgica. Vengo de una familia acomodada con una larga tradición de profesiones liberales. Mi padre, Fernand, era ingeniero y se convirtió en el gerente general de una importante fábrica de metalurgia pesada. Mi madre, Lucie, venía de una tradición de profesionales de la notaría. En su vida profesional, mi padre era muy exigente consigo mismo y con los demás; era un perfeccionista que no toleraba la mediocridad. Pero, al mismo tiempo, era muy humano en el trato con sus más de mil subordinados y un ejemplo para ellos de honestidad profesional y seriedad. Era extremadamente justo en el trato con todos, y, a pesar de lo exigente que era, se las arregló para hacerse querer por todos los que estaban bajo su dirección.

Mi madre era nada menos que una santa. Su mansedumbre, atención por los otros y generosidad sin límites hacían que fuese una madre ideal. Siempre he pensado que mis padres se complementaban uno al otro maravillosamente bien. Somos cuatro hermanos, siendo yo el tercero de los hijos, con un hermano, Michel, y una hermana, Monique, por delante de mí, y un hermano, André, por detrás. Los tres primeros nacimos muy seguidos y fuimos educados juntos. Esta cercanía de edad entre los tres tejió fuertes lazos entre nosotros que perduran hasta hoy, a pesar de haber perdido a mi única hermana a causa de su muerte en 1997, una pérdida que siento profundamente cada día.

Aunque nací en Huppaye, pasé toda mi juventud en Charleroi, en la provincia de Hainaut, que en aquellos días era uno de los mayores centros industriales de Bélgica, llamado «el país negro» debido a las muchas minas de carbón y a las fábricas, con sus montañas de residuos de carbón y los altos hornos que forman su horizonte. Aquí es donde mi padre ejerció su profesión. Aquí es donde, en 1929, cuando tenía cinco años, entré en el colegio de los jesuitas del Sagrado Corazón y donde pasaría los doce años de la vida escolar, seis en la escuela de primaria y seis en la escuela de humanidades o escuela secundaria. Todo lo que sé lo he aprendido de los jesuitas. Me alegra decir que tuve una educación exquisita en el colegio de los jesuitas, que habría sido difícil encontrar en otros lugares, incluso entre otros colegios jesuitas. Especialmente los seis años de humanidades grecolatinas, que fueron emocionantes. Se establecían profundas amistades entre los estudiantes del mismo año de clase, y entre ellos y sus profesores. Reinaba entre nosotros un clima de emulación para alcanzar la excelencia académica, por lo que la educación que recibí en casa –con las altas exigencias de mi padre hacia sus hijos– me fue muy útil. También disfrutábamos de un alto nivel de formación cultural en las artes, incluyendo la música y las artes gráficas. Lo que más mejoraba la formación recibida era el contacto continuo con los Padres en clase, pues cinco de los seis años de humanidades teníamos a un sacerdote jesuita como profesor «titular». Debo decir que los hombres con los que tratábamos durante seis años, y que nos proporcionaban una base diaria en las humanidades, fueron bastante notables. Más tarde he pensado a menudo que tal vez la primera razón por la que las vocaciones han caído drásticamente en las últimas décadas se debe al hecho de que los estudiantes ya no disfrutan, por falta de personal, de este profundo y continuado contacto con los Padres. Esto, me temo, funciona como un círculo vicioso, pues, al reducirse el número de vocaciones, se reducen a la vez las oportunidades de tener contactos continuados similares.

La educación ideal que estábamos recibiendo se vio abruptamente interrumpida cuando, el 7 de mayo de 1940, durante mi penúltimo año de escuela, llamado «Poesía», Bélgica fue invadida por el ejército alemán. Con dieciséis años me ofrecí voluntario para el ejército, pero fui rechazado por ser demasiado joven. Como director de una gran fábrica que estaba produciendo también material de guerra, mi padre recibió órdenes de destruir las máquinas, que producían un material que no debería caer en manos del enemigo, y de abandonar el país. Así es como mi familia entera se fue a Francia. Primero desembarcamos en Normandía, en la playa, en un lugar llamado Rivabella, que era más un lugar de vacaciones que un refugio de exiliados; pero los alemanes avanzaban deprisa en la invasión de Francia, y pronto habrían llegado hasta nosotros. Por eso, tras dos semanas en Rivabella nos desplazamos hacia el sur, y esta vez desembarcamos en Vandée, en un lugar pequeño y bastante atrasado llamado Aiguillon-sur-Mer, frente a la isla de Ré. Esa, me atrevería a decir, fue mi primera experiencia en un entorno de Tercer Mundo, a pesar de que la expresión era desconocida entonces. Los suelos estaban hechos de barro, y el combustible, de estiércol de vaca; lo vería mucho más tarde en las aldeas de la India. El lugar en que estábamos parecía más un campamento que una casa; pero las dificultades tuvieron la ventaja de profundizar unos lazos ya de por sí profundos, y experimentamos una enorme solidaridad entre nosotros. A mi padre le preocupaba que yo pasara todo el tiempo de exilio sin que prosiguiera mis estudios. Por eso entré en el liceo francés, que no estaba muy lejos de ese lugar, y asistí al segundo año de colegio, que preparaba para el francés «Bacho». La atmósfera no era demasiado amistosa hacia Bélgica, a la que se acusaba de haber traicionado a los aliados al capitular ante Alemania. Yo me defendía enérgicamente, y estoy orgulloso de decir que en el rendimiento académico podía competir fácilmente con los estudiantes franceses de la clase. Lo que sucedió después fue que los alemanes ocuparon incluso el olvidado lugar en que habíamos desembarcado y no tenía sentido quedarse allí más tiempo. La ocupación alemana en casa sería mejor que en tierra extranjera. Así que emprendimos nuestro viaje a casa en agosto de 1940 afrontando las dificultades de la ocupación alemana, que durarían hasta la liberación de Bélgica por el ejército alemán en 1944.

De vuelta a casa reanudé mis estudios en el colegio con los Padres y con todos los compañeros del grupo que se habían quedado en Bélgica o que, felizmente, habían retornado. El último año de colegio, llamado «Retórica», fue especialmente rico y fructuoso. Tenía unos años difíciles por delante, sin embargo formaron mi carácter y me fueron preparando para afrontar las realidades de la vida. Una vez más, deseo mencionar –porque la educación en el hogar es incluso más fundamental que la recibida en la escuela– cuánto recibí a lo largo de esos años de mis padres y mi familia. Estoy especialmente agradecido a mi padre por el sentido de excelencia que transmitió a sus hijos a través del ejemplo de su propia vida y trabajo, así como las grandes expectativas que él depositó en nosotros. A él le debo la ambición por la perfección que yo mismo he tratado de cultivar, y que me ayudó tanto cuando entré en la Compañía de Jesús para seguir el ideal de san Ignacio de buscar siempre el mayor servicio y la mayor gloria de Dios. Las virtudes naturales aprendidas en la juventud pueden ser transformadas por la gracia de Dios en dones sobrenaturales. Con mi madre estoy aún más en deuda, si cabe, por su profundo amor y su cariño, su preocupación por mi bienestar y las esperanzas que ella mantuvo en secreto para mi futuro.

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