—No te preocupes. La mili es una etapa dura, pero se hacen buenos amigos y cuando te des cuenta ya estarás aquí de permiso.
Tomás asintió con la cabeza. No era tan fácil como su padre creía.
El martes estuvo lloviendo todo el día, lo que dificultó que se pudieran ver. Tomás estuvo todo el día en su alcoba, nervioso y sin poder estudiar ni concentrarse en nada. Carmela cuando volvió del trabajo no salió de su casa, aunque no dejaba de mirar por la ventana por si lo veía. Una gran angustia les invadía a ambos y tendrían que esconderla, pues la tarde empeoró y no pudieron salir fuera ni verse.
El miércoles amaneció despejado. Casi al mediodía apareció un Land Rover de la Guardia Civil en la hacienda, con dos agentes. Pidieron a la asistenta que avisase al señor y al señorito.
Ambos estaban en los campos, supervisando la recolección tras la lluvia. Habían salido a caballo junto con Gregorio. Tomás había acompañado a su padre; necesitaba tomar aire fresco y distraer la mente. El peso de su conciencia lo estaba volviendo loco. El jornalero que arreglaba los establos les avisó de la llegada de la Benemérita.
Tomás al enterarse sintió una brusca sacudida en su interior. De repente una dura batalla estalló dentro de su ser. ¿Venían a detenerlo? Se sintió mareado. Tuvo que agarrarse bien a la montura para no caer del caballo. Un vendaval de ideas e inquietudes se apoderó de él mientras acudían con prontitud a la casona. En solo unos minutos su vida estaría en juego. ¿Culpable o inocente?
—Buenas tardes, agentes. Les ruego que pasen a mi despacho y tomen asiento —los invitó el señor, cediéndoles el paso y mostrándoles el camino.
—Buenas tardes, señores. Sí, aquí estaremos más tranquilos para tratar este asunto.
—¿Desean tomar algo? —preguntó el señor a los agentes.
—No, gracias por su ofrecimiento. Estamos de servicio.
—Díganme, ¿se sabe ya algo? ¿Tienen algún sospechoso? Como comprenderán, pasó en mis tierras y deseo saber todo lo que ocurrió esa noche.
—Nos ponemos en su lugar. Por eso nada más llegarnos el informe pericial y del forense hemos venido a informarles del dictamen.
Tomás respiró hondo; percibió que debido a los nervios tenía la boca tan seca como el esparto. Si los demás no escuchaban los fuertes latidos de su corazón en ese instante, probablemente es que eran sordos, pues parecía que se le iba a salir del pecho. Los segundos de silencio se le hicieron eternos.
—Los exámenes realizados corroboran que el difunto había ingerido una cantidad muy alta de alcohol. Seguramente, se alejó hacia los árboles para orinar, pues tenía la bragueta abierta. Al estudiar el lugar de los hechos comprobamos que en una zona un poco más alejada había un surco grande y algunas gotas de sangre del fallecido. Allí pudimos apreciar varias pisadas de otros zapatos, entre los cuales uno era de mujer. —En esos momentos Tomás se empezó a sentir mal. Estaba lívido, sudoroso y le costaba respirar. ¡Ay, su vida se desmoronaba! No obstante, sin apenas fuerzas, disimuló como pudo. Temía con angustia el veredicto final—. Creemos que debido a su embriaguez debió de caerse de frente, dado que tenía toda la cara magullada y la nariz rota. En un primer momento, íbamos a investigar esas huellas más a fondo. ¿Por qué casualmente estaban en el mismo lugar donde cayó la víctima? ¿Alguien se reunió allí con él y pelearon? Podría ser. No obstante, en ese lugar no fue donde se encontró el cuerpo inerte, por lo que esas huellas podrían estar ahí de antes del suceso.
—¿Cómo que no fue allí? —repitió sobresaltado Tomás en un susurro de incertidumbre, creyendo que hablaba para sí mismo. Sin embargo, el guardia lo escuchó y se volvió hacia él.
—No, señorito. El individuo cayó primero ahí, pero, según indican las huellas de sus zapatos, se levantó y tambaleándose se encaminó hacia la fiesta. Debido a la oscuridad, el efecto del alcohol y lo abrupto del terreno, debió de tropezar de nuevo y cayó mal, dándose con una piedra en la sien y muriendo en el acto, según nos revelan el informe de la autopsia y las pruebas encontradas en el lugar. No había señales de que lo hubiesen arrastrado ni dejado allí. En ese sitio solo hemos encontrado las pisadas del difunto y las del capataz, que son más frescas, de cuando lo encontró horas después. Por tanto, no ha sido asesinado, como al principio pensamos, sino un desgraciado accidente fortuito.
En ese momento Tomás sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas de alegría. ¡Él no lo había matado! Su vida seguiría como estaba previsto. Respiró con fuerza, intentando serenarse. Uno de los guardias lo miró sorprendido por su reacción.
—Señorito, se le nota afectado. ¿Tenía mucha amistad con el difunto?
—Si he de serle sincero, no mucha. Mas no me negará usted que una tragedia de esta índole nos tenía en vilo a todos, sin saber qué había podido suceder —contestó Tomás, sintiendo que la tensión de su cuerpo se iba relajando poco a poco.
—Pobre hombre, qué triste final ha tenido. Dios lo tenga en su gloria —afirmó el señor Andrés afligido, pues él sí tenía amistad con el fallecido—. ¿¡Quién nos iba a decir que un día de alegría y festejo iba a terminar en tragedia!? Menos mal que ha sido un accidente. No me hacía a la idea de que entre mis invitados hubiese un asesino. —Tomás tragó saliva para bajar el nudo que se le había formado en la garganta al escuchar a su padre pronunciar esas palabras.
—Por supuesto, es comprensible su preocupación. Ya pueden quedarse tranquilos, pues el caso se ha resuelto y está cerrado. La familia hoy trasladará el cuerpo a Jerez para darle santa sepultura. —Los agentes se empezaron a levantar. El señor Andrés y Tomás los imitaron—. Bueno, poco queda ya que decir. Gracias por todo, señores. ¡Que tengan un buen día!
—Gracias a ustedes por su exhaustivo trabajo. Esta tarde marcharé hacia Jerez para acompañar a la viuda y asistir al sepelio. Buen servicio, agentes. Les acompaño a la salida.
Tomás les estrechó la mano y se retiró a su habitación. Necesitaba estar solo. Quería gritar, saltar, contarle todos los detalles a Carmela. «Soy inocente. ¡Gracias, Dios mío! No he matado a nadie y mi vida seguirá adelante», susurraba con los ojos anegados por la alegría.
Carmela llegó del trabajo y se encontró con el coche de la Guardia Civil. Quiso morirse de repente. ¿Sabían ya algo? ¿Dudaban de Tomás? ¿Venían a detenerlo? Nerviosa, se dirigió a la casona y escuchó voces en el despacho. Sentía que el corazón le iba a estallar. Fue a la cocina un momento y cuando volvió el despacho estaba en silencio. No había nadie por ningún lado. No sabía qué hacer. Sabía que Anita estaba en la cocina con su madre, así que, sin dudarlo, subió la escalera y fue hacia la alcoba de Tomás. Llamó a la puerta con golpes suaves para que no lo escuchasen abajo. La puerta se abrió de par en par, mostrando a un hombre sorprendido, con los ojos como platos al verla allí plantada ante él.
—Pasa, ven, no te vaya a ver alguien. —Con rapidez la agarró de la mano y tiró de ella hacia dentro.
—Tomás, he visto a los guardias. Me volvía loca sin saber a qué venían. —Mientras hablaba, él le puso el brazo sobre los hombros y la dirigió a la cama, donde se sentaron—. ¿Qué han dicho? ¿Saben algo ya?
Él no le contestó. Simplemente, la besó con dulzura para transmitirle tranquilidad.
—¡No lo maté! ¡Soy inocente! Fue un accidente. —Sus ojos desprendían destellos de alegría. Le detalló todo lo sucedido; ella lo escuchaba atenta y comenzó a llorar de felicidad—. No quiero que llores. Ya nada va a pasarme. Sé que me voy en dos días, pero volveré pronto. ¿Me esperarás?
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