Charo Vela - Carmela, la hija del capataz

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Carmela, la hija del capataz: краткое содержание, описание и аннотация

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Tras ocho años aislada del mundo, Carmela vuelve junto a su familia y su hijo. Vuelve más madura, más profesional y con muchas ganas de venganza. El odio hacia la familia De Robles se ha instalado en sus entrañas y ha ido creciendo durante estos años. Nunca podrá olvidar todo lo que ha tenido que sufrir por culpa de ellos. Le tendieron una trampa, una vil artimaña, que la apartó de los que más quería y le rompieron el corazón. Pero ¿quién iba a creerla a ella? ¿Cómo podía, sin dinero, defenderse de las injurias de los señores? Una chica con dieciocho años, hija del capataz, pobre y sin recursos. ¿Cómo iba a imaginar que el hombre que más amaba la iba a abandonar, cuando más lo necesitaba? Tras volver, a su mente acuden recuerdos de cómo comenzó toda su historia y la firme decisión de resarcirse del daño sufrido. La traición, el amor, el odio y la venganza, reina a lo largo de su corta vida. ¿Podrá algún día desquitarse? ¿Despertará su corazón de nuevo al amor o seguirá odiando a muerte al padre de su hijo? Lo que Carmela no imagina son las sorpresas que la vida le deparará y la harán tambalear de su firme propósito.

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—Buenos días, señorito Tomás. ¿Recuerda a la víctima? ¿Sabe si tuvo algún altercado con algún invitado?

—Buenos días, agentes. Mi padre me estaba informando de su identidad. —Tomás tuvo que hacer un enorme esfuerzo para que nadie notase su inquietud. Le temblaban las piernas y todo el cuerpo—. En algún momento de la velada nos saludamos. Recuerdo después haberlo visto bebiendo. No obstante, no tuve apenas conversación con él. Cruzamos solo algunas breves palabras. Agente, ¿cuál ha sido la causa de su muerte?

—Joven, eso aún no puedo confirmárselo. Habrá que esperar a ver lo que nos desvela la autopsia. Sin embargo, según los primeros indicios de los que nos ha informado la policía judicial, el cadáver tiene la cara magullada, una brecha en la cabeza y huele bastante a alcohol. Al parecer, la causa podría haber sido una pelea. Parece que ha recibido un fuerte golpe en el cráneo.

Se acercó a ellos otro guardia y les comunicó:

—Cuando terminen los compañeros de tomar las huellas de la zona haremos el levantamiento del cadáver y se trasladará el cuerpo a la capital para que le hagan la autopsia. —Se dirigió al señor y le manifestó—: Por favor, debe facilitarnos la lista de todos los invitados a la ceremonia. Ahora mismo todos son sospechosos. También necesitamos la dirección de la familia del fallecido para avisarla del terrible desenlace. Hemos acordonado la zona donde se ha encontrado el cadáver. Señor De Robles, debe informar de que nadie puede cruzar el cerco. Hay huellas que seguramente tendremos que volver a estudiar. —Tomás palideció de golpe al escucharlo—. Señores, en unos días tendremos todos los resultados y les comunicaremos el dictamen final.

—¿Quién iba a decirnos que la boda de mi hija iba a terminar de esta forma? —exclamó el señor Andrés apesadumbrado—. Agente, voy a mi despacho por la lista de asistentes. En un momento se la entrego.

El señor y el hijo se dirigieron a la casona, los dos caminaban en silencio. Tomás volvió a su alcoba. Quería llorar, gritar, borrar todo de su mente. Como un animal enjaulado daba vueltas por la estancia, desesperado. ¿Era un asesino? ¿Cómo había podido pasar? ¡Qué locura! Terminó sentándose en la cama, sollozando. Un pellizco en el corazón no lo dejaba respirar.

Carmela, en su casa, estaba presa del pánico. Todo había sucedido por defenderla a ella. ¿Y si descubrían la verdad? Lo encerrarían de por vida en la cárcel. Las lágrimas caían por sus mejillas sin remisión. Necesitaba verlo y abrazarlo, pero no podía a la luz del día. Lo había visto dirigirse a la casona con el señor. Debía tener paciencia, él pronto se pondría en contacto con ella.

Dos horas después la ambulancia se llevó el cuerpo exánime y los agentes de la Guardia Civil también se despidieron. El cortijo quedó en silencio, con la sombra de la duda del crimen sobre la cabeza de todos.

Tomás bajó a la hora del almuerzo, no porque le apeteciese comer, pues tenía un nudo en el estómago que se lo impedía, sino para que su padre no sospechase nada.

Después salió a dar un paseo por los jardines con la mera intención de ver a Carmela. Sabía que debía de estar angustiada por él. Ella, para calmar los nervios y controlar si él salía, se había puesto a bordar en la puerta de su casa, si bien no daba ni una puntada derecha.

Su corazón lo sintió y empezó a palpitar acelerado, pues sin verlo siquiera supo que venía hacia ella. Se acercó con disimulo y la miró a los ojos, notó que había llorado. Casi en un susurro le dijo:

—A las siete, cuando anochezca, te espero en la bodega.

Y sin más se marchó hacia el establo. Allí ensilló su caballo y salió a galopar. Necesitaba relajar los nervios, pues su conciencia no encontraba la calma. Le pareció haber madurado en solo unas horas. Sentía que el castillo de naipes de su vida estaba a punto de derrumbarse llevándose su juventud, su carrera y todas sus ilusiones por delante. Se veía entre rejas de por vida.

Estuvo galopando bastante tiempo, durante el cual las lágrimas caían por sus mejillas a la par que el viento danzaba salvaje por su cara. Tras un buen rato cabalgando se sentó cerca del arroyo. Necesitaba pensar, mas por muchas vueltas que le daba nada le tranquilizaba. Se veía entre rejas durante años y la angustia le partía el alma.

Al atardecer se dirigió de nuevo a las caballerizas. Consultó su reloj de bolsillo; eran casi las siete. Había oscurecido y todo estaba tranquilo. Se dirigió hacia la bodega con sigilo para no ser visto. Unos minutos después llegó Carmela a su encuentro. Se miraron, pero no hablaron. Tan solo se fundieron en un fuerte abrazo. Necesitaban darse apoyo y fuerza. Lloraron los dos en silencio, asustados por los acontecimientos. Tomás la besaba con dulzura. En esos instantes recordó cuánto se habían peleado en todos esos años por niñerías y ahora, en estos difíciles momentos, ella era su único apoyo, su amiga fiel y constante.

—Tomás, amor mío, no sufras. Nadie vio nada. No pueden culparte —le consolaba Carmela mientras le acariciaba la cara.

—¿Y si encuentran mis huellas? Lo mejor será borrar nuestras pisadas.

—No, Tomás. Se darían cuenta y sería peor. Entonces sí dudarían de alguien de la casa. Nos investigarán a todos y al final tendremos que confesar. No cometas ninguna tontería, te lo ruego.

—Carmela, me avergüenza confesarlo, pues soy un hombre, pero tengo miedo de que se arruine mi vida.

—Yo también. Sin embargo, no vamos a preocuparnos antes de tiempo. Si te acusan, yo declararé. Contaré lo que pasó y que me defendiste de su ataque. Fue en defensa propia.

—No creo que tengan muy en cuenta tu declaración —manifestó con desánimo.

—¿Por qué no? ¿¡Por ser mujer o por ser pobre!? —exclamó Carmela molesta. Mostró su carácter altanero, como siempre que creía que algo era injusto.

—No, no me refiero a eso. Si encuentran pruebas que me inculpen va a ser complicado. Ni tú ni nadie me va a librar de la cárcel. Y para colmo en unos días debo incorporarme al servicio militar. Me estoy volviendo loco de tanto pensar. Todo esto es una horrible pesadilla.

—Sí, es verdad. No sé cómo voy a estar tanto tiempo sin ti. Me estáis dejando completamente sola.

—¡Dios quiera que todo se arregle! Si voy a la mili, es en un pueblo de Córdoba, a unas tres horas de aquí. Estaré unos meses sin salir, pero cuando jure bandera me darán una semana de permiso, que pienso pasarla aquí. Claro que, si me detienen, mi existencia se vendrá abajo y me encerrarán casi de por vida.

—Dejemos que Dios y el destino nos ayuden. Bésame y abrázame, que necesito sentir tu corazón junto al mío —le ordenó melosa mientras se acurrucaba en sus brazos como un pajarillo desamparado, temerosa de lo que les podía deparar el destino.

Ya no volvieron a hablar del asunto, solo saborearon sus labios bajo la tenue luz de un quinqué. Él paseó sus manos por su cuerpo, la acariciaba por encima de la ropa sin dejar de besarla. Carmela pensó que, si aquello era pecado, que Dios la perdonase, pues no se arrepentía de pecar. Un rato después salieron por separado y cada uno se fue a su hogar.

El día siguiente, lunes, fue una jornada de recolección normal en la finca, con el trasiego de los jornaleros y los tractores cargados de aceitunas. Cuando Carmela llegó de trabajar vio a Tomás varias veces, aunque apenas pudieron hablar en privado.

Esa noche su padre en la cena lo observaba.

—Hijo, llevas dos días que no comes apenas. Tomás, ¿qué te pasa?

—Padre, estoy desganado. Deben de ser los nervios del viaje —le engañó. No podía confesarle lo que le tenía en vilo. Desde hacía dos días apenas comía ni dormía.

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