Isabel Cristina Jaramillo Sierra - Sexo, violencia y castigo
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No es difícil aliarse a este proyecto, especialmente a la luz de lo que sabemos ahora sobre las dificultades de denunciar única o principalmente la penetración como acto lesivo. Si bien es la penetración la que se asocia con el embarazo, una situación de violencia interpersonal demostrada debería ser suficiente para entender que se está ante una situación en la que ninguna relación sexual puede ser consentida. A favor del argumento de las autoras está también el texto mismo del Código Penal que ahora indica que se entenderá que hay violación cuando hay coerción y no solamente violencia directa (Código Penal colombiano, 2000, art. 212A). Pero tampoco podemos dejar pasar la invitación que nos hace Hacking (1991) a reflexionar sobre el costo de ampliar las definiciones, sobre todo las encaminadas al castigo, de manera que cada vez hay más actuaciones que resultan reprochables. Esto, no por el daño que pueda causar a los agresores, sino por el daño mismo que involucra para las víctimas el aumentar las fuentes de daños y la sensación de la ineficacia de la movilización y reforma. En este caso, la interpretación adecuada y precisa del tipo penal de aborto encuentra apoyo en una reforma con unos efectos de ampliación significativa del espectro de penalización de la penetración sexual. ¿Es esto también lo que querían las autoras? ¿Incluir el trabajo sexual en el mundo de la explotación por la vía de sexo no consentido? ¿Entregar a las mujeres armas para mostrar que toda penetración es en efecto una violación? ¿No será este un costo muy alto para pagar por algo que deberíamos poder conseguir por otras vías –me refiero a la liberalización del aborto–?
María Camila Correa Flórez en su capítulo “Los delitos de violencia sexual en el marco del conflicto armado en la legislación penal colombiana. Un análisis a la luz de la doctrina y la jurisprudencia nacionales e internacionales”, ofrece una herramienta para la interpretación y aplicación de los tipos penales introducidos en la legislación colombiana con el fin de sancionar diferentes manifestaciones de violencia sexual en el marco del conflicto armado. Este trabajo integra elementos doctrinales y de la jurisprudencia nacional e internacional para permitir a los lectores una mirada técnica de la normatividad existente. La autora propone, en contraposición a Picasso y Bohórquez, limitar el alcance de la violencia sexual como concepto a través de las convenciones internacionales y una interpretación sistemática de los bienes jurídicos lesionados. En su concepto esta restricción en la interpretación en lugar de dañar a las mujeres les ofrece un “lugar seguro” en una doctrina que logra superar los estándares de coherencia y lesividad que se exige de otros tipos penales. En línea con Hacking (1991), sugiere que es mejor una herramienta diseñada para hacer lo que se necesita que redefinir constantemente la herramienta para demostrar que no funciona.
Finalmente, Marcela Abadía en su capítulo “El delito de acoso sexual en Colombia, discusiones entre feminismos del castigo y feminismos críticos” aborda la manera en la que quedó incluido el acoso sexual en la legislación penal en 2008 y, en el mismo sentido de Hacking (1991) bastante cerca, se pregunta si al ampliar tanto la definición de acoso sexual no se producen más efectos negativos para las mujeres. En efecto, la ley nº 1257 de 2008 introdujo por primera vez en la legislación penal colombiana el delito de acoso sexual. La peculiaridad de la definición es que incluye como sancionables por vía de una responsabilidad casi objetiva, todos los avances sexuales no bienvenidos de superiores en relación con subordinados. De esta manera, basta que el sujeto activo sea un hombre en una posición de poder en relación con una mujer, para que ella pueda indicar que los avances sexuales realizados constituyen acoso sexual. Abadía sugiere que esta extensión de la responsabilidad en el campo del derecho penal termina quitando todo efecto a la reforma, pero además enfatiza la prueba del consentimiento de la mujer, en lugar de resaltar la violencia desplegada por el hombre.
La segunda parte incluye reflexiones sobre la reforma legal feminista en materia de violencia sexual. Contamos con el privilegio de traducir un texto nuevo de Sharon Marcus, quien en 1992 escribió uno de los artículos más influyentes en la crítica del movimiento por la penalización de la violencia sexual. En “Fighting Bodies, Fighting Words”, la joven académica proponía que, en lugar de enfocarnos en la victimización de las mujeres, debíamos tomarnos en serio el poder que tenemos para resistir y prevenir la violación. Marcus introdujo la noción de un “guion de la violación”, a partir de la idea de la performatividad de Butler, para indicar que las posiciones de violador y violada no están nunca completamente definidas y que las mujeres no necesitamos resignarnos a estar en la posición del perdedor. En 2018, más de 25 años después, Marcus reflexiona sobre qué haría distinto si tuviera que volver a escribir sobre el tema, abandonado hace mucho a favor de reflexiones ubicadas en la literatura comparada. La Marcus madura es igualmente combativa, si no más, y optimista sobre lo que hemos vivido en los últimos dos años. Los tres capítulos que acompañan la reflexión de Marcus se refieren a reformas legales que han intentado las feministas o que se han introducido en nombre de las mujeres, para mostrar algunas de sus limitaciones, por exceso o defecto.
El capítulo de Elena Beltrán “Sin una habitación propia: los derechos de las mujeres entre la violencia patriarcal y la dignidad grupal”, discute el uso de la noción de “dignidad humana” para avanzar en la igualdad. Luego de atravesar varias eras históricas y jurisdicciones, la autora muestra lo importante que ha sido la “dignidad” en el debate de los derechos de las mujeres y los costos que ha tenido y sigue teniendo que sea este el enfoque que se usa y no otro. La autora reconoce, claro, la polisemia e historia intelectual de la expresión. Sin embargo, resalta cómo la tendencia a poner la autonomía individual al servicio del grupo ha sido una constante cuando la dignidad se utiliza para proteger los derechos de los menos favorecidos. Así, aunque en las raíces kantianas de la expresión hay una dimensión clara de autonomía individual, esta autonomía se define en relación con el estatus como “miembro de la humanidad”, y la deja atada a una heteronomía más general o de nivel más alto. La crítica invita a tomar distancia de las historias religiosas y aristocráticas de la igualdad que se nos ha ofrecido a las mujeres y puede entenderse en varios sentidos como un llamado a la resistencia similar al de Marcus: no tenemos que resignarnos a ser dignas cuando podemos ser libres. Pero también de la mano de Marcus podríamos decir que hay mucha confianza en el texto legal y el performance institucional en esta crítica. La repetición aparece con mucha frecuencia y hay poca consideración por los significados de las variaciones: ¿qué ganamos cuando dejamos de ver las formas en las que los tribunales han manipulado la noción de dignidad para introducir cambios que parecían imposibles? ¿No será que las mujeres podemos abrazar la dignidad en las formas paradójicas que los gais y las lesbianas han abrazado el orgullo, como si al mismo tiempo fuera lo que más nos quitan, pero lo que nosotros mismos podemos entregarnos constantemente para derrotar al enemigo?
Los capítulos de María Luisa Maqueda y Cecilia Hopp se refieren a las reformas legales relacionadas con la trata de mujeres. Aunque parten de diagnósticos algo distintos del “problema”, con María Luisa cuando señala que las reformas han tenido poca eficacia y Cecilia al mostrar niveles importantes de aplicación, coinciden en que las mujeres parecen estar perdiendo más de lo que ganan. En “La trata y la esclavitud sexual de las mujeres: entre mistificaciones discursivas y sórd(id)as realidades”, María Luisa se propone dar razón de la reducidísima aplicación del tipo penal de trata en el contexto europeo, frente a una realidad avasalladora de violación de derechos. Sugiere dos argumentos principales. Por una parte, la importancia que los flujos migratorios han adquirido en el capitalismo global. No es casualidad, expone, que el fenómeno de la trata de mujeres hubiese aparecido también en la expansión capitalista asociada a la revolución industrial. Por otra parte, acusa a las definiciones de ser inoperantes para referirse a la realidad de la que se trata. Su vaguedad, resultado del interés de incluir más conductas, ha llevado a que los operadores no se sientan confiados en su aplicación. Cecilia Hopp, en “La lucha contra la trata de mujeres: la criminalización de las “malas víctimas” como consecuencia no deseada”, encuentra alternativamente que el castigo derivado de esta reforma ha sido significativo, pero especialmente y casi paradójicamente, ha afectado más a las mujeres. Las mujeres, nos muestra Cecilia, han llegado a ocupar lugares importantes en las estructuras criminales de la trata como históricamente han llegado a ser las dueñas de los burdeles. Es el paso “natural” en la profesión al envejecer y adquirir experiencia y conocimiento para la administración del trabajo de las demás. Las mujeres también han sido perseguidas bajo la rúbrica de la trata y el interés de protegerlas en aquellos países en los que está criminalizada la prostitución. María Luisa y Cecilia, pues, reflexionan sobre lo difícil que es hacer que las “buenas intenciones” produzcan resultados: perdemos frente a la ingenuidad del contexto y las estructuras subyacentes, perdemos por entregar los textos que habrían funcionado, perdemos porque inevitablemente hemos aprendido a lucrarnos del sistema que nos oprime. En los “guiones” de la trata de personas hay mucha coerción, pero pocos lugares fijos.
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