Frederick A. Kirkpatrick - Los conquistadores españoles

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Entre la abundante bibliografía sobre historia de América destaca este libro-guion, que abarca en un solo volumen el relato de la conquista. Es celebrado como un clásico, y contribuye a la comprensión de ese fenómeno como un gran movimiento unitario.
El autor consigue una narración fascinante y objetiva de las vicisitudes de todos aquellos descubridores y colonizadores, que en el transcurso de medio siglo penetraron en un mundo desconocido y fantástico; sometieron a dos extensas y ricas monarquías; atravesaron bosques, desiertos, montañas y ríos de una magnitud hasta entonces desconocida, y establecieron un imperio casi dos veces mayor que Europa. Y lo lograron con una rapidez y una audacia que sorprende por su esfuerzo, su sufrimiento, su ambición y su coraje.

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Se redactó un convenio o capitulación que garantizaba, en caso de éxito, a Colón y sus herederos, distinción nobiliaria, el título de almirante, con todas las prerrogativas disfrutadas por el almirante de Castilla, en todas «aquellas islas y tierras firmes[3] que por su mano e industria se descobrieren o ganaren en las dichas mares océanas», así como que él y sus herederos tendrían vitaliciamente el cargo de virrey y gobernador de las islas y tierras firmes descubiertas o conquistadas por él, concediéndosele poder para juzgar en todos los casos que dependiera de sus funciones, infligir castigos y facultad de nombrar tres personas por cada magistratura vacante, de las cuales la corona escogería una. El almirante participaría de un diezmo en cuantos beneficios obtuviera dentro de su jurisdicción la corona, mientras que contribuiría a su vez con una octava parte al coste de cada expedición enviada a aquellas tierras, recibiendo, en cambio, un octavo de los beneficios. No se menciona Asia, la India ni el Extremo Oriente. Pero, además de un pasaporte o carta abierta dirigida a todos los reyes y príncipes, se entregó a Colón una carta de los Soberanos Católicos dirigida al Gran Kan, «porque siempre creyó —dice Las Casas— que allendo de hallar tierras firmes e islas, por ellas había de topar con los reinos del Gran Khan y las tierras riquísimas del Catay».

Debemos fijarnos en que la colonización —el establecimiento de hogares en ultramar con las familias españolas emigradas a aquellas tierras libres— no era lo que se pretendía. El objetivo era el comercio, especialmente el lucrativo tráfico de especias con los ricos países civilizados, y la adquisición de tierras en las que el descubridor pudiera gobernar como virrey sobre vasallos recién ganados para la corona de Castilla y neófitos para la Iglesia católica. Pero, lógicamente, todo esto no podía definirse con claridad hasta que se conociera el resultado de la empresa. Colón no era sólo un mercader marino y un aventurero vigoroso y decidido, sino también un soñador y un visionario; no podía esperarse de él una exacta precisión al definir sus propósitos y pronosticar el resultado. De todos modos, sus esperanzas, su ambición y sus promesas eran grandiosas y se justificaron con resultados que la muerte le impidió ver.

[1]Véase LÓPEZ DE GÓMARA: Historia general de las Indias. Colección de Viajes Clásicos. Espasa-Calpe, Madrid.

[2]Es una fábula lo que se cuenta de que Colón defendió su idea ante unos ingenuos doctores de la Universidad de Salamanca. Lo que ocurrió fue que la comisión se reunió durante algún tiempo en Salamanca mientras la corte estuvo allí, y Colón tuvo de su parte al sabio y excelente Deza, después arzobispo de Sevilla, tutor del príncipe Juan y poderoso abogado de Colón en la corte. Bernáldez, secretario del arzobispo, nos ha dejado un valioso relato de los hechos colombinos en su Historia de los Reyes Católicos.

[3]Se usa el plural, tierras firmes. En el título expedid o pocos días después se usa el singular, tierra firme. En un párrafo posterior de la capitulación y también en el título subsiguiente se dice «que se ganaren e descubriesen». Los privilegios del almirante de Castilla eran: la jurisdicción civil y criminal en el mar, en los ríos navegables y en todos los puertos; decidir en cualquier litigio; nombrar magistrados, alguaciles, notarios, oficiales y otorgar indemnizaciones.

II.

LOS CUATRO VIAJES (1492-1504)[1]

Ahora ya era cosa hecha. La corona ordenó a la villa de Palos que equipara tres carabelas; pero esta labor estuvo a cargo, principalmente, de los tres hermanos Pinzón, ricos navegantes y personas principales de Palos, sobre todo el primogénito, Martín Alonso, «el mayor hombre y más determinado por la mar que por aquel tiempo había en esta tierra», el cual confiaba en el éxito con tanta fe como el mismo Colón, y cuya intención era encontrar Cipango. Martín Alonso reclutó gente, con la esperanza, sin duda, de obtener para sí grandes beneficios, aunque no se sabe qué convino con él Colón ni qué promesas le hizo. Sin la ayuda de Martín Alonso no hubiera logrado Colón encontrar en Palos una tripulación dispuesta a la travesía del Atlántico. Sin embargo, ni Colón ni su hijo mencionan esta ayuda indispensable, plenamente comprobada por otras fuentes. Las Casas supone, sin tener pruebas de ello, que Pinzón prestó el dinero con que Colón estaba obligado a contribuir al coste de la expedición.

El viernes 2 de agosto de 1942 tres carabelas atravesaron la barra de Palos (o Saltés). Los tripulantes eran 90, y 30 más entre criados, oficiales y otros pasajeros. Colón se embarcó en la carabela mayor, la Santa María, que era también la más lenta, llevando como piloto al famoso navegante Juan de la Cosa. Martín Alonso Pinzón capitaneaba la Pinta, cuyo piloto era su hermano Francisco. El tercero de los hermanos Pinzón, Vicente Yáñez, mandaba la Niña —la más pequeña—, pilotada por su propietario, Pedro Alonso («Peralonso») Niño. Al principio navegaban por aguas que les eran familiares, pues pusieron rumbo a las islas Canarias, que en su mayoría habían sido sometidas a la Corona de Castilla. La verdadera aventura comenzó el 6 de septiembre, cuando la pequeña escuadra, saliendo de Gomera, la más occidental de las citadas islas, emprendió el viaje que iba a marcar una nueva dirección a la historia del mundo. Se dieron órdenes de que, después de navegadas 700 leguas, se detuvieran las naves durante la noche, ya que para entonces estarían aproximándose a tierra.

Colón escribió años después, recordando la intensa ansiedad de aquellas semanas, que durante treinta y tres días no probó el sueño. Navegaron sin cesar con rumbo a Poniente, llevados por el viento perenne del Noroeste, a través de aires templados, y en un mar tranquilo; un viaje magnífico. Pero la incertidumbre, la alarma que causó la variación de la brújula, repetidas y falsas señales de tierra próxima, el descontento entre los tripulantes, las amenazas de motín por el miedo a que no fuera posible regresar, todo ello se registró en el diario que llevó Colón hasta su regreso a España, y que se conserva a través de un resumen de Las Casas, en el que se salva, sin embargo, la directa aportación personal de Colón, dándonos a menudo sus mismas palabras.

Pasados quince días —a 400 leguas de las Canarias—, Colón y Pinzón coincidieron en opinar que se estaban aproximando a las islas señaladas en la carta de navegar de Colón, la cual pasó de barco a barco y fue ávidamente estudiada. Pero, en realidad, aún quedaban quince días para alcanzar tierra. El 7 de octubre se puso rumbo al Suroeste, pues las aves volaban en aquella dirección hacia tierra, según parecía. El día 10, los tripulantes, alarmados por la distancia, cada vez mayor, que les separaba de su país, se negaron a seguir adelante; pero Colón, prometiéndoles grandes recompensas, siguió firme en sus propósitos. Al día siguiente eran ya ciertas las señales de tierra. Colón, después de la habitual oración de la tarde, habló amablemente con la tripulación. El viernes 12 de octubre de 1492, al alba, anclaron cerca de una pequeña isla, una de las Bahamas. Colón fue a tierra con los otros dos capitanes y un notario. Blandiendo el estandarte real, y mientras los desnudos e imberbes isleños se agolpaban a su alrededor, hizo testigos a sus compañeros de que tomaba posesión de esta isla para Fernando e Isabel. Una isla de «árboles muy verdes y aguas muchas y frutas de diversas maneras... Es el arbolado en maravilla, aquí y en toda la isla son todos verdes y las hierbas como el abril en Andalucía; y el cantar de los pajaritos que parece que el hombre nunca se querría partir de aquí, y las manadas de los papagayos que oscurecen el sol y aves y pajaritos de tantas maneras y tan diversas de las nuestras, que es maravilla». Sobre los habitantes, dice Colón que eran «gente muy pobre de todo» —aunque algunos llevaban piezas de oro colgando de sus narices perforadas—. «Nos traían papagayos e hilo de algodón en ovillos y azagayas y otras muchas cosas, y nos las trocaban por muchas otras cosas que nos les dábamos, como cuentecillas de vidrios y cascabeles.» Gente agradable, según Colón, desconocedora de las armas: «Ellos no tienen armas ni las cognoscen, porque les amostré espadas y las tomaban por el filo y se cortaban por ignorancia; buenos siervos y fáciles conversos.»

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