En su petición al rey portugués, Colón reclamó para sí, caso de triunfar su empresa, dignidades, poder y emolumentos en gran escala. El rey portugués, después de consultar a los peritos, rechazó la propuesta.
Esta repulsa y la muerte de su mujer desligaron a Colón de Portugal. Su hermano Bartolomé, un marino rudo, decidido y enérgico, se embarcó para Inglaterra, fue apresado por los piratas, se fugó, y en febrero de 1488 presentó el plan a Enrique VIII, el cual lo rechazó. Entonces se trasladó Bartolomé a la corte de Francia, pero no tuvo allí mejor acogida. Las idas y venidas de Bartolomé no son del todo ciertas y no conciernen a la presente narración. Hay algunas pruebas de que se encontraba en la expedición portuguesa que descubrió el cabo de Buena Esperanza en 1487. No regresó de Francia a la Península hasta fines de 1493, cuando Colón había partido en su segundo viaje. Entretanto Cristóbal, finalizando el 1484, navegó secretamente de Lisboa a Palos, en el suroeste de España. El cercano convento de La Rábida le brindó hospitalidad. Sus frailes se ocuparon de Diego, el hijo pequeño de Colón, mientras éste marchaba a Sevilla en busca de ayuda, sin conseguir nada en un principio. Pero el conde (después duque) de Medinaceli, hombre de fortuna y autoridad principesca, señor feudal del Puerto de Santa María, cerca de Cádiz, escuchó a aquel extranjero pobre, le alojó casi un año en su propia casa y se dispuso a proveerlo de barcos. Sin embargo, estimando que tal empresa era propia tan sólo de la realeza, escribió el conde a la reina Isabel, la cual, en mayo de 1486, hizo venir a Colón a Córdoba, le recibió en audiencia y le confió al cuidado de Quintanilla, tesorero de Castilla, que lo patrocinó. Gradualmente fue obteniendo la protección de otros magnates de la corte, especialmente de Santángel, valenciano descendiente de judíos, tesorero-adjunto de la Santa Hermandad y también inspector y contable de la Real Casa, a quien había proporcionado este puesto una estrecha relación con Isabel. Santángel había servido a Fernando en algunos asuntos financieros, incluso con préstamos. Dice mucho en favor de Colón el que lograse el eficaz apoyo de este práctico y calculador hombre de negocios.
Pero pedir barcos, hombres y dinero parecía una locura cuando Fernando e Isabel, cuyo matrimonio había unido las coronas de Castilla y Aragón, se esforzaban en regir un país perturbado por el desorden y dedicaban todos los recursos a la guerra de Granada, que había de terminar con el dominio árabe en España. Este pobre pretendiente extranjero sólo tenía a su favor la fortaleza de su carácter, su tenaz ambición, la impresionante fuerza de su personalidad y la fe en su idea, una fe que se convirtió en la conciencia de una misión divina, y que halló persuasiva expresión en charlas y escritos en los que brillaba la imaginación y, a veces, las facultades inventivas. «Era —dice Oviedo, que lo conoció— hombre de buena estatura y aspecto, más alto que mediano y de recios miembros, los ojos vivos y las otras partes del rostro de buena proporción, el cabello muy bermejo y la cara algo encendida y pecosa...; gracioso cuando quería; iracundo cuando se enojaba»; un hombre cuyo porte digno e imponente, excepto en ocasionales estallidos de cólera, le ayudó a ganar su reputación de erudito y geógrafo, escasamente merecida.
Durante cinco años, mientras una comisión real examinaba el proyecto, Colón llevó la insoportable vida, llena de humillaciones, de un pretendiente pobre en la corte, ofreciendo dominio y gloria a la corona, conquistas espirituales a la Iglesia y pidiendo para sí prerrogativas y riquezas inauditas[2].
A principios de 1491 surge el navegante de esta época oscura que espera en Santa Fe —medio campamento militar, media ciudad construida a la ligera—, levantada por los Soberanos Católicos a la vista de las torres moras de la Alhambra. La comisión dio a conocer su informe contrario a Colón. Marchó entonces de Santa Fe, dispuesto a llevar su propuesta a Francia.
En una disposición legal de veintitrés años después, Maldonado, uno de los de la comisión, afirmaba que ellos, «con sabios y letrados y marineros, platicaron con el dicho Almirante sobre su ida a las dichas islas... y todos ellos acordaron que era imposible ser verdad lo que el dicho Almirante decía». Quizá pueda considerarse en parte al mismo Colón responsable de haber sido rechazado, pues, según su propio hijo, sólo les ofreció débiles pruebas, no queriendo comunicar totalmente sus propósitos para evitar así que alguien pudiera anticipársele. Un hombre que siempre se reserva algo no puede esperar hacerse acreedor de una confianza ilimitada.
Colón, según iba a embarcarse para Francia, volvió a visitar La Rábida. Allí encontró un entusiasta abogado en el fraile Juan Pérez, que había sido confesor de la reina Isabel. Después de la conveniente deliberación, fray Juan escribió una carta a la reina; a los quince días su mensajero regresó con una citación a la corte. Fray Juan alquiló una mula y partió a medianoche para Santa Fe, volviendo con buenas noticias. La reina envió dinero a Colón para que pudiera presentarse en la corte convenientemente vestido y se le proporcionara una mula para el camino. Lleno de esperanza hizo el viaje a Santa Fe, donde su propuesta fue sometida a un comité de grandes consejeros. Hubo encontradas opiniones, y la propuesta fue rechazada, marchándose Colón de nuevo. Apenas había corrido dos leguas cuando un mensajero real le dio alcance y le hizo volver. La reina Isabel había decidido atender todas sus peticiones, pues Santángel había prometido prestar los fondos necesarios y apremiado para que fuera aceptado el plan, haciendo ver que Colón, caso de fracasar, no iba a ganar nada.
La intervención decisiva de Juan Pérez y de Santángel ha sido puesta en duda, considerándosela improbable. Pero hay que desechar toda noción de probabilidad cuando se trata de historia de España, que nos sobresalta constantemente con sorpresa. «En España todo ocurre accidentalmente», escribió Richard Ford. Colón tenía otros partidarios, pero la intervención de estos dos está demostrada, y se explica tanto por las estrechas relaciones de ambos con los soberanos como por la inquebrantable fe que ambos tenían en la idea de Colón.
Santángel, que había de ocupar un señalado lugar en la Historia por el eficaz papel que representó en la crisis de la vida de Co ló n, venía siendo una figura confusa y enigmática hasta que el señor Serrano y Sanz trazó e ilustró con documentos su biografía e historia familiar en un libro titulado Orígenes de la dominación española en América. Es la biografía de un astuto y próspero hombre de negocios. Santángel había sido recaudador de impuestos reales en Valencia, su ciudad natal; había explotado la aduana de este puerto tan activo y había prestado sumas al rey Fernando. Éstas y otras transacciones financieras le pusieron en íntima relación con el rey, mientras que su posición de mayordomo real le brindaba frecuentes ocasiones de tratar a la reina. Serrano y Sanz explica cómo obtenía Santángel los fondos, pero los detalles que da son de difícil comprensión para un lego en finanzas. Sin embargo, está claro que el dinero no provenía del bolsillo de Santángel, sino de los fondos de la Santa Hermandad, y aunque tenía el título de tesorero de esta corporación, lo que parece haber sido en realidad es recaudador adjunto de las rentas de la Santa Hermandad. El momento era propicio. «Vide poner —escribió Colón un año después— las banderas reales de Vuestras Altezas en las torres de Alfambra... y vide salir al Rey Moro a las puertas de la ciudad y besar las reales manos de Vuestras Altezas.» Granada había capitulado; la larga y valerosa epopeya de la Reconquista se terminaba triunfalmente, y España estaba dispuesta a dilatarse en su segundo ciclo épico, una aventura que ceñiría al globo y por la cual todas las naciones habrían de envidiarla. No es simple fantasía el considerar la conquista de América como una continuación de la reconquista de España, como una nueva aventura de dominio expansivo, de fervor religioso y de ánimo lucrativo. Los estandartes reales, izados ahora en las torres de la Alhambra, iban a ondear, al cabo de medio siglo, en los palacios de Moctezuma y Atahualpa, pues la guerra contra los infieles de la Península había de continuarse en la guerra contra los gentiles, más allá del Océano. Pero el resultado no podía preverse. La empresa estipulada por Isabel frente a las torres de la Alhambra era un gran acto de fe de la reina de Castilla y su pueblo.
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