Frederick A. Kirkpatrick - Los conquistadores españoles

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Entre la abundante bibliografía sobre historia de América destaca este libro-guion, que abarca en un solo volumen el relato de la conquista. Es celebrado como un clásico, y contribuye a la comprensión de ese fenómeno como un gran movimiento unitario.
El autor consigue una narración fascinante y objetiva de las vicisitudes de todos aquellos descubridores y colonizadores, que en el transcurso de medio siglo penetraron en un mundo desconocido y fantástico; sometieron a dos extensas y ricas monarquías; atravesaron bosques, desiertos, montañas y ríos de una magnitud hasta entonces desconocida, y establecieron un imperio casi dos veces mayor que Europa. Y lo lograron con una rapidez y una audacia que sorprende por su esfuerzo, su sufrimiento, su ambición y su coraje.

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Colón, aunque expansivo en la conversación y en los escritos, se mostraba reservado acerca de su vida anterior. Así era también su encomiador biógrafo Fernando, hijo suyo. Pero tanto el padre como el hijo abundan en anécdotas y alusiones —que fueron amplificadas por Las Casas, su segundo biógrafo admirador—; alusiones a sus nobles antepasados, a imaginarios estudios universitarios, a servicios prestados a un «ilustre pariente», almirante francés; a Colón como comandante de un buque de guerra, conduciendo a la lucha a una tripulación temerosa mediante una extraordinaria proeza náutica; a Colón saltando de un barco pirata incendiado («que llevaba quizá a cargo», dice Las Casas) y nadando dos leguas hasta tierra, exhausto por «algunas heridas que había recibido en la batalla».

Cuando Colón, al escribir sus recuerdos, habla de cuarenta años en el mar, de viajes por donde quiera que los buques habían navegado, de enseñanza científica e intercambio con hombres cultos, debemos recordar que el hombre que de esta manera vio su vida anterior a través de una bruma colorida y magnificadora, era el mismo que más tarde sugirió que el Orinoco era uno de los cuatro ríos que fluían del Paraíso terrenal, y prometió preparar, con el oro de las Indias, 100.000 soldados de infantería y 100.000 de a caballo para recobrar el Santo Sepulcro.

La vida aventurera de Colón, trágica y triunfante a la vez, supera en rareza a cualquier fábula y no necesita ser hermoseada.

Nació en 1451, hijo de un tejedor de Génova, que durante algún tiempo había tenido una taberna. Practicó el comercio de su padre, pero también verificó algunos viajes mediterráneos desde el antiguo puerto de Génova, como marinero o al cuidado de las mercancías. A los veinticinco años se unió a una expedición más larga y más atrevida, a Inglaterra. Apenas habían pasado los cinco barcos genoveses al oeste del estrecho de Gibraltar, cuando los atacó, a la altura del cabo de San Vicente, un corsario francés. Dos naves genovesas fueron incendiadas; tres escaparon a Cádiz. Los hombres que se arrojaron de los barcos en llamas fueron salvados por unos botes portugueses. Colón fue uno de los genoveses que se libraron, aunque no se puede saber si fue uno de los nadadores; pero cuando, poco antes de su muerte, habló de su llegada «milagrosa» a la Península, recordaba con ésta la extraña aventura que le llevó allá y que constituyó el primer paso inopinado en su concepción de un viaje hacia Poniente a través del Atlántico.

Tras haber completado, a principios de 1477, a bordo de un buque genovés, el interrumpido viaje a Inglaterra, Colón se instaló en Lisboa y colaboró con su hermano Bartolomé en el trazo de cartas marítimas. También se ocupó en el comercio y en la vida del mar haciendo un viaje a Génova y uno o más a la Guinea portuguesa, donde entró en contacto con los negros habitantes de extrañas tierras, realizando provechosas transacciones comerciales por trueque y un lucrativo tráfico de esclavos.

Asistiendo a la misma iglesia, conoció a una dama portuguesa que luego tomó como esposa, Isabel de Moñiz, cuyo padre —el primer gobernador de la isla de Porto Santo, próxima a Madeira— había dejado recuerdos de viajes atlánticos, que fueron releídos ávidamente por Colón. En Lisboa y en Madeira, donde residió algún tiempo, se vio envuelto en el movimiento de los descubrimientos oceánicos que durante sesenta años dimanaron de Portugal. Año tras año, los portugueses se abrían paso más hacia el Sur a lo largo de la costa occidental de África. Al Oeste habían ocupado las islas Azores y se habían esforzado por lograr descubrimientos aún más remotos. Colón llegó a la conclusión, según dice su hijo, de que debían existir muchas tierras al Oeste, y esperaba encontrar en el camino de la India alguna isla o tierra firme desde la cual pudiera realizar su principal designio, al estar convencido que entre la costa de España y el límite conocido de India debía haber muchas otras islas y tierras firmes. Oyó hablar de trozos de madera labrada que flotaban en el Océano, de enormes cañas y árboles raros arrastrados hasta la playa en Porto Santo o en las Azores, así como botes; y una vez hasta dos cadáveres de anchos rostros, diferentes en su aspecto a los cristianos. Corrían historias de Antilia, de la isla de San Brandón, de la isla de las Siete Ciudades y de las islas descubiertas por los marineros, que no perdían de vista el Oeste.

Más tarde, en el convento de La Rábida escuchó los relatos de los marineros sobre señales de tierra (y hasta tierra misma) que habían sido vistas a occidente de Irlanda. Desde luego, muchos mapas señalaban islas muy al Oeste en el Océano inexplorado.

Tanto Fernando como Las Casas cuentan que Colón, por medio de un florentino residente en Lisboa, consultó a Toscanelli, famoso geógrafo de Florencia. Éste contestó enviándole una copia de una carta en latín que había escrito a un sacerdote portugués en 1474. Esta carta, que ha sido conservada, habla «del muy breve camino que hay de aquí a las Indias, donde nace la especiería». Y a Catay (China septentrional), país del Gran Kan. El mapa que iba junto a esta carta no se conserva, pero las notas sobre el mapa, que están unidas a la carta, añaden que desde Lisboa a la ciudad de Quinsay (Kwang Chow) hay 1.625 leguas, «de la isla de Antilia, vobis nota, hasta la novilísima isla de Cipango... son 2.500 millas... la cual isla es fertilísima de oro y de perlas y de piedras preciosas: sabed que de oro puro cobijan los templos y las casas reales». Las cifras de Toscanelli reducen la circunferencia terrestre en un tercio y exageran la extensión oriental de Asia.

Las Casas, sin salir garante de la verdad de su aserto, nos refiere como cosa probable un relato que era creído generalmente tanto por los primeros acompañantes de Colón como por los habitantes de Haití (Española) cuando Las Casas se instaló allí después del descubrimiento de la isla por Colón. Cuenta que un barco, navegando desde la Península a Inglaterra o Flandes, desviado a Occidente por las tormentas, llegó a aquellas islas (las Antillas) ; después de un desastroso viaje de regreso, llegó a Madeira con unos cuantos supervivientes moribundos. El piloto, que fue recibido y atendido en casa de Colón, reveló antes de morir a su anfitrión, escribiéndoselo y con un mapa, la posición de la nueva isla que había hallado.

Oviedo (1478-1557) también relata esta historia, pero no la cree. Gómara (1510-1560), historiador honrado, pero carente de sentido crítico, cuyo libro apareció en 1552, lo cuenta como un hecho, añadiendo que, aunque los detalles habían sido relatados de modo diverso[1], concuerdan todos en que falleció aquel piloto en casa de Cristóbal Colón, «en cuyo poder quedaron las escrituras de la carabela y la relación de todo aquel luengo viaje, con la marea y altura de las tierras nuevamente vistas y halladas». Por lo general, esta historia no ha encontrado crédito.

A fines de 1483, Colón pidió al rey Juan II de Portugal tres carabelas aprovisionadas para un año y provistas de quincalla para el trueque, «cascabeles, bacinetas de latón, hojas del mismo latón, sartas de cuentas, vidrio de varios colores, espejuelas, tijeras, cuchillos, agujas, alfileres, camisas de lienzo, paño basto de colores, bonetejos colorados, y otras cosas semejantes, que todas son de poco precio y valor, aunque para entre gentes dellas ignorantes, de mucha estima». Así se expresa Las Casas, copiando, por lo visto, de un documento. No debe de haber inventado esa lista, pues va contra su parecer de que la principal intención de Colón era llegar a «las ricas tierras de Catay ».

Se ha discutido mucho sobre si Fernando y Las Casas tenían razón al afirmar que el principal objetivo de Colón era, navegando a Occidente, alcanzar el Extremo Oriente, designado vagamente con la palabra «India», o si más bien esperaba encontrar tierras desconocidas. Sus dos biógrafos afirman claramente que se propuso ambos fines. Estaba seguro de encontrar tierra, pero no hubiera sido razonable atribuir a Colón, como excepción entre los descubridores, una certeza inconmovible en cuanto al carácter de las tierras que podía descubrir. Por otra parte, Cipango, que tanto significaba en sus planes, era un eslabón entre sus dos objetivos. Barros, el cronista portugués, dice que Colón esperó hallar Cipango y otras tierras desconocidas. Cipango, que aún no estaba sometida al Gran Kan, sin haber sido visitada por ningún europeo y que, según Marco Polo, se encontraba a 375 leguas del Continente asiático, estaba remotamente unida al Extremo Oriente, pero era a la vez una tierra «desconocida», que había de encontrarse en algún lugar del Océano. Fernando, al escribir sobre el descubrimiento, reclama implícitamente el éxito para su padre al declarar que la Española (Haití) es «Antilla y Cipango». Y en su prefacio habla del descubrimiento por Colón «del Nuevo Mundo y de las Indias» como si ambos propósitos se hubieran realizado, aunque Fernando sabía que su padre no había alcanzado el Extremo Oriente. Esta materia está confusa por haber dado los españoles, hasta el siglo XIX, el nombre de las Indias a la América hispana. En vista de que Colón sólo nos interesa aquí como conquistador, en cuanto hombre de acción, y no como teórico, este breve párrafo puede sernos suficiente.

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