Julian Gloag - La casa de nuestra madre

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"Madre murió a las cinco cincuenta y ocho." Así comienza esta historia de siete niños extraordinarios que, frente a la escalofriante posibilidad de enfrentar los horrores del orfanato, deciden guardar el secreto de la muerte de su madre y enterrarla en el jardín. Y todo transcurre en tensa y espeluznante normalidad hasta que, producto de otra tragedia inesperada, aparece un extraño amenazante: Charlie, quien dice ser su padre. Éste accede a guardarles el secreto y a partir de ese momento la atmósfera de la novela se transforma: al principio, su llegada parece una cuerda salvavidas y los niños aprenden a quererlo tal vez al grado en que querían a su madre; no obstante, las cosas pronto empeoran al descubrir que Charlie está muy lejos de ser el padre ideal. ¿Qué harán los niños a medida que su situación se vuelve cada vez más desesperada? El lector se topa con un desenlace impredecible y espectacular. «Leí este libro con gran placer y profunda admiración.» Evelyn Waugh "
La casa de nuestra madre me cautivó desde la primera página y no pude soltar el libro sino hasta llegar al final. Una historia penetrante y profundamente conmovedora." Christopher Fry "Con reminiscencias de la obra maestra de William Golding, 
El señor de las moscas, esta novela estalla en alturas insospechadas."
The London Magazine

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—Hubert, despierta. Despierta, Hu.

—No le ilumines la cara con la linterna, tonto.

—Pero es que no quiere despertar.

—Pues sacúdelo.

La luz se apagó, pero alguien lo sacudía con fuerza. Entonces abrió los ojos.

—Ya, basta. Ya despertó. —Era la voz de Elsa.

Hubert no veía nada en medio de la oscuridad. No recor­daba nada. Estaba tendido en el suelo duro y seguía mojado por el agua de la alberca. Sintió la camisa pegajosa y una humedad incómoda entre las piernas.

—Déjalo que se levante. Vamos, Hu, levántate.

—No puedo —susurró con dificultad.

Entonces una mano tomó la suya. Era Elsa; lo supo por la fuerza con que lo jaló para ayudarlo a ponerse de pie.

—¿Por qué demonios te quedaste dormido? —dijo Dun.

Estaba mareado, tan mareado como cuando contuvo el aliento. Parpadeó con fuerza.

—Había unos ladrones —balbuceó—; estaban esperando en el jardín.

—Ladrones —repitió Dunstan con tono burlón.

—¡ Había ladrones!

—No digas tonterías, Hu —dijo Elsa.

—Pero ahí estaban, ¡ahí, ahí, ahí! —Mientras hablaba, rompió en llanto, y los espasmos del cuerpo, apaciguados por el sueño, atacaron al unísono.

Su llanto silenció a los demás. Hubert jamás lloraba. Dunstan, Dinah y hasta Elsa lo hacían…, ¡pero Hubert jamás!

Lo observaron, con la cabeza gacha, y escucharon el chirrido del pesar interno y el llanto con que lo expulsaba, pero ninguno sabía qué hacer para reconfortarlo.

Hubert no podía parar.

—¿Hubert?

—¿Hu?

Eran voces confusas pero afectuosas.

Hubert permaneció de pie, solo en medio de la tumba, y sollozó.

—¿Qué pasa, Hu?

—¿Te sientes mal?

De pronto, de forma muy abrupta, se sintió vacío y no pudo seguir llorando. Ya no había nada que sentir ni nada que temer. Estaba hueco por dentro. Ahora lo veía. Veía que el jardín era oscuridad pura. No lo iluminaba el sol ni había ladrones.

Tampoco había granadas ni campanillas. Ni había alberca alguna…, sólo el hueco de siempre en el lecho de los lirios. Apoyó las manos en las orillas, salió del foso y se enderezó. Estaba tan débil que el esfuerzo lo había agotado. Estaba bien, pero no podía dejar de temblar.

—¿Te sientes mal, Hu?

—Estoy bien.

Elsa le puso la mano en la frente.

—Pero si estás helado. Eres un tonto.

—¿Está enfermo? —preguntó Jiminee.

—Estás sumamente frío, Hu —dijo Elsa—. Creo que de­berías irte a la cama.

—¿P-p-por qué no podemos irnos todos a la cama?

—No seas idiota, Jiminee —lo reprendió Dunstan con saña—. Tenemos que acabar esto, ¿no es cierto?

—¡P-p-pero ya terminamos, Dun! Ya es bastante grande, ¿no? —Iluminó el foso con la linterna—. Es bastante profundo.

—¿Cómo vas a saber si es bastante profundo?

Diana contestó en su lugar.

—Ya está bastante profundo, Dun.

—Bueno —contestó él con una modestia repentina—, aunque lo sea, igual tenemos que… que… ir por Madre.

—Sí —dijo Diana.

—Y para eso necesitamos a Hubert. Y él se va a ir a la c-c-cama. No podemos hacerlo sin Hu.

—Claro que podemos, Jiminee —Diana le acarició el hombro, como para aplacar sus dudas—. Niños —agregó—, ya es momento.

—Tendrán que esperar a que arrope a Hu —dijo Elsa.

Hubert no protestó. Le permitió a su hermana agarrarlo de la cintura y prácticamente cargarlo.

Habría sido incapaz de subir las escaleras por sí solo. Y tenía los dedos tan hinchados que ni siquiera pudo desabotonarse la camisa. Por alguna razón, no le importó que Elsa lo hiciera. Tampoco le importó que lo desvistiera ni que le quitara los pantaloncillos húmedos y lo metiera a la cama. Seguía completamente vacío, como un tronco que se ha quedado hueco.

Elsa lo hizo todo en la oscuridad. Hubert lo agradeció, pues no quería recordar aquel sol penetrante. Sólo quería olvidar y dormir.

Sin embargo, después de que Elsa se despidió y se fue, Hubert no logró conciliar el sueño. Pensó que tendría frío, pero en realidad le dio muchísimo calor, tanto que tuvo que apartar las cobijas, y aun así no se le quitó.

Calor y frío… Por un momento parecía que nada podía refrescarlo, y al siguiente era como si un viento gélido se metiera bajo las sábanas.

Mientras temblaba de frío, se dio cuenta de que Jiminee estaba a un costado de su cama.

—¿Hu? —dijo. Hubert intentó asentir—. Hu… sí había algo en el jardín. No eran ladrones, p-p-pero… ¿no quieres saber qué es? —Hubert apenas si lo escuchaba; era consciente de la manota, la manota de un hombre de nieve gigante que lo apretaba y lo agitaba sin parar—. Era Blackie. No eran ladrones. S-s-sólo Blackie. Alguien dejó la p-p-puerta del jardín abierta y Blackie se metió. Est-t-taba olisqueando el muro. Elsa se m-m-medio molestó, p-p-pero yo no fui. Tampoco fuiste tú, ¿verdad, Hu? Creo que fue Dun. D-D-Dun siempre sale por ahí a husmear.

—Pero Dun le tiene miedo a Blackie —logró balbucear Hubert.

—P-p-pero no era su intención . Fue un accidente, creo.

Hubert sintió paz por un momento. Sabía que en cuestión de segundos volvería a arder en llamas.

—¿Ya terminaron? —preguntó con voz ronca.

—¿Terminar? Ah, sí. No fue tan m-m-malo. Los otros están p-p-poniendo la tierra en su lugar. Se me ocurrió venir a decirte lo de B-B-Blackie. O sea, ¿sabes qué dijo D-D-Dinah?

Hubert no pudo contestar. El calor lo había abrumado. Lo único que quería era agua, pero no podía hablar. Sabía que el agua platinada de la alberca no estaba lejos, pero no podía alcanzarla. Sin importar cuánto batallara, jamás llegaría a ella.

—…para hacer un t-t-tab-ber… un t-t-templo… —Veía los lirios blancos que flotaban en el agua, y a lo lejos escuchó la música de las campanillas, las campanas y las granadas… — …como M-M-Moisés hiz-z-zo que Aarón c-c-construyera… — …granadas y campanillas…— …Dinah dice que hay q-q-que hacerlo por Madre, porq-q-que… —…de azul, púrpura y carmesí… y campanillas de oro.

VERANO

La casa de nuestra madre - изображение 16

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La casa de nuestra madre - изображение 17

LA PUERTA DEL JARDÍN ESTABA CERRADA por dentro, a pesar de que Hubert había tenido cuidado de dejarla abierta cuando salieron a hacer las compras. Elsa y él se pararon en un lugar sombreado por los plátanos. Hacía mucho calor. Las copas de los árboles se mecían con indolencia por la ligera brisa y la brea del pavimento emitía oleadas de calor resplandecientes.

Se miraron en silencio. Hubert agarró la canasta de la compra por otro lado, pues tenía la palma pegajosa y marcada por las tiras de mimbre. Tendrían que rodear la cuadra para entrar por el frente.

Era una calle muy silenciosa. Las escuelas habían terminado clases el día anterior y casi todos los niños venían del otro lado de West Avenue. Pocos vivían en las casonas con terrazas que daban al parque, y quienes vivían en ellas asistían, en su mayoría, a internados. Durante el verano, muchos de ellos se iban a pasar las vacaciones junto al mar. De cualquier modo, bajo ninguna circunstancia se relacionarían con niños que asistían a escuelas del ayuntamiento.

Calles como Monmouth Terrace, Ipswich Terrace y Abergavenny tenían la típica apariencia desértica del verano. Hasta los perros echados a la sombra de las puertas de las casas pasaban prácticamente desapercibidos.

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