Julian Gloag - La casa de nuestra madre

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"Madre murió a las cinco cincuenta y ocho." Así comienza esta historia de siete niños extraordinarios que, frente a la escalofriante posibilidad de enfrentar los horrores del orfanato, deciden guardar el secreto de la muerte de su madre y enterrarla en el jardín. Y todo transcurre en tensa y espeluznante normalidad hasta que, producto de otra tragedia inesperada, aparece un extraño amenazante: Charlie, quien dice ser su padre. Éste accede a guardarles el secreto y a partir de ese momento la atmósfera de la novela se transforma: al principio, su llegada parece una cuerda salvavidas y los niños aprenden a quererlo tal vez al grado en que querían a su madre; no obstante, las cosas pronto empeoran al descubrir que Charlie está muy lejos de ser el padre ideal. ¿Qué harán los niños a medida que su situación se vuelve cada vez más desesperada? El lector se topa con un desenlace impredecible y espectacular. «Leí este libro con gran placer y profunda admiración.» Evelyn Waugh "
La casa de nuestra madre me cautivó desde la primera página y no pude soltar el libro sino hasta llegar al final. Una historia penetrante y profundamente conmovedora." Christopher Fry "Con reminiscencias de la obra maestra de William Golding, 
El señor de las moscas, esta novela estalla en alturas insospechadas."
The London Magazine

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Cotorreo y parloteo. Parloteo y cotorreo. Arriba y abajo.

—Seis —dijo Hubert y empujó a su hermana con fuerza.

Por un instante cerró los ojos y sintió la calidez que lo rodeaba, anunciando la llegada del verano. Percibió la ligera fragancia de los lirios que florecían en el valle. Abrió los ojos y miró las filas ordenadas de azucenas tendidas en la sombra que proyectaba la casa. Sólo ellas no eran una desgracia para el jardín de los Halbert. De forma automática alzó la mirada hacia la ventana de la recámara de Madre, y luego hacia la del cuarto que compartían Dunstan y él. En ese preciso instante, un rostro blanco desapareció de la ventana. Pensó que debía de ser Dunstan y sintió un escalofrío repentino. Había ocurrido otras veces que se encontraba absorto, por lo regular haciendo algo en su taller, y al dar la media vuelta se topaba con Dunstan observándolo. “Sólo mirando”, contestaba Dunstan si le preguntaba qué estaba haciendo, aunque otras veces decía: “Los gatos pueden ver al rey”.

—Diez. Se acabó, Gert. —Detuvo el columpio.

—¿No puedo columpiarme sola, Hu?

—Bueno, está bien, pero no te vayas a caer.

Alzó la mirada al cielo y parpadeó para sacudirse el mareo del movimiento pendular. Había tres o cuatro nubes blancas y esponjosas acercándose. Suspiró. No quería entrar y dejar atrás el jardín, el sol, el columpio. En la casa debía de hacer frío. Pero había muchas cosas por hacer…, y después de ce­nar, la reunión.

Willy estaba construyendo una torrecita de ladrillos. Con gran concentración iba por ellos y los colocaba, después de examinarlos para asegurarse de que no estuvieran quebrados o rotos. Por un brevísimo instante, Hubert sintió deseos de ser como Willy. Luego descartó la idea, pero mientras se dirigía a la puerta trasera de la casa se preguntó si algún día tendrían su jardín desnivelado. Ese pensamiento era como una manita que oprimía su interior.

En el jardín contiguo, el viejo Halby seguía dando tijeretazos.

VIII

La casa de nuestra madre - изображение 14

—A NADIE… NI A SU MEJOR AMIGO. ¿Entendido?

—¿Puedo decírselo a la señorita Deke? —preguntó Gerty.

—No. Ni a la señorita Deke ni a nadie. —Elsa recorrió con la mirada a los chiquillos sentados a la mesa—. ¿Saben lo que harán si se enteran? ¿Lo sabes , Dun? —Dunstan la miró fijamente, como si estuviera guardando un secreto, pero sólo negó con la cabeza—. Yo sí lo sé —continuó Elsa—. Nos sacarán de aquí. Nos sacarán a todos de aquí y nos pondrán en un hogar .

La cocina estaba en absoluto silencio; los niños bajaron la mirada, como si los hubieran descubierto.

—¿Qué es un hogar? —preguntó Gerty con voz tímida.

—Es un lugar con barrotes en las ventanas. Barrotes gordos de hierro, para que no te escapes. Y no te permiten salir, salvo cuando ellos dicen. Y te dan azotes. Te azotan con látigos, aunque hagas la travesura más insignificante. Ponen a las niñas en un lugar y a los niños en otro, y no les permiten hablar entre ellos. Si lo hacen, los azotan.

—¿Es c-c-como el m-m-manicomio? —preguntó Jiminee.

—Peor.

—¿Por qué nos pondrán en un hogar? —preguntó Gerty.

—Porque somos huérfanos, tonta. —Elsa hizo una pausa y luego agregó con tono solemne—. Le llaman institución .

—Institución —murmuraron entre ellos.

—Por eso no debemos permitir que nadie lo sepa…, salvo nosotros. Ni siquiera… el de la funeraria.

—El sepulturero —corrigió Dunstan.

—Sepulturero, pues. Ni él ni nadie. Si le decimos a alguien, nos delatará. Cualquier adulto nos delataría. Tendremos que hacerlo todo nosotros. —Su voz se fue agudizando—. Tenemos que encargarnos de Madre. Tendremos que ente­rrarla con nuestras propias manos. —Sus hermanos la escucha­ron con absoluta atención. Elsa continuó con voz temblorosa y apresurada—: La enterraremos en el jardín. Lo haremos esta noche, cuando nadie pueda vernos. Ni el viejo Halby ni nadie. Cavaremos una tumba y la pondremos en el jardín. Es donde ella querría estar. En el jardín, donde podrá descansar en paz y donde… donde…

—Donde podrá cuidarnos —intervino Diana en voz baja.

—Sí, donde podrá cuidarnos. Así es, ¿verdad, Hubert?

—Sí —contestó Hubert a regañadientes—. Supongo que es donde ella querría estar.

—La enterraremos entre los lirios —dijo Diana. Hubert volteó a verla, desconcertado por la confianza con que hablaba. Ella solía ser la más tímida de todos—. Como dice en el Libro…, entre los lirios. Así todo el tiempo sabremos que sigue ahí.

Jiminee se agitó en su asiento.

—¿Cómo puede estar ahí si está m-m-muerta?

—Su cuerpo estará ahí —dijo Hubert.

Diana sonrió.

—No, no sólo su cuerpo. Toda ella. Madre está con nosotros todo el tiempo. No debemos olvidarlo jamás. Está aquí, con nosotros, en este momento. ¿Cómo creen que podría de­jarnos? Somos sus hijos. Ella está aquí. —Cerró los ojos y alzó un poco la barbilla, de modo que el cabello rubio le cayó hacia la nuca—. Estás aquí, ¿verdad, Madre?

Willy le dio un puñetazo a la mesa.

—¡Madre! ¡Madre! ¿Dónde está Madre?

Diana abrió los ojos.

—Está aquí, Willy.

—¿Dónde estás, Madre? No veo a Madre. Dinah, no veo a Madre.

—Pero eso no significa que no esté aquí, Willy. Por eso debes portarte mejor que nunca.

—¿Por cuánto tiempo?

—Pues por siempre. Ahora, Madre siempre estará con nosotros.

Willy frunció el ceño.

—¿Ya no se irá a dormir?

—No, ya no, Willy.

Willy volteó en todas direcciones.

—No te creo, Dinah. Me quieres engañar. Madre no está aquí.

—Sí, ¿d-d-dónde está, D-D-Dinah? —intervino Jiminee con inquietud genuina—. ¿C-c-cómo sabes que está aq-q-quí?

—Porque lo siento —contestó Diana con absoluta serenidad—. Porque tengo fe.

—Yo también lo siento —dijo Dunstan y cerró los puños con fuerza—. Willy y Gerty son demasiado chicos para sentirlo. Eso es lo que pasa.

—Yo lo siento. Lo siento. Sí, sí —afirmó Gerty.

—Yo también —dijo Willy.

Dunstan sonrió con desgano y se encogió de hombros.

—De acuerdo. Todos lo sentimos. Tú también, ¿verdad, Hubert?

A Hubert aquello no le gustaba nada, y Dunstan no tenía derecho a hacerle algo así, pero estaba acorralado, sin salida.

—Sí, supongo —contestó.

—¿Supones? —repitió Dunstan.

—Bueno, sí, puedo sentirlo, pues. —Si no hubiera sido por Diana, no habría permitido que lo manipularan de esa manera.

—Y Elsa, por supuesto, también… —dijo Diana sonriendo—. Estoy segura de que Elsa sabe tan bien como nosotros que Madre está aquí. Y Jiminee también. —Su voz tenía el mismo tono inexorable y la tersa confianza de las brisas otoñales que arrancan las hojas de los árboles—. Es obvio, ¿verdad?

Y, al igual que las hojas, los niños murmuraron su conformidad.

—A ver —dijo Elsa—, hay que ser sensatos.

—¡Sensatos! —exclamó Dunstan.

—Ay, Elsa —dijo Diana.

Hubert inhaló profundo.

—Lo que Elsa quiere decir es que tenemos que… tenemos que ir al grano, ¿verdad, Elsa? Las palabras no dan de comer, y necesitamos tener un plan, tenemos que…

—Así es. Hay muchas cosas que hacer y no sirve de mucho sentarnos nada más a parlotear sobre… cosas. —Se armó de valor—. Comenzaremos a medianoche. Con eso debe ser suficiente, y lo haremos por turnos. Gerty y Willy son demasiado pequeños para cavar, así que tendrán que irse a la cama. Y otra cosa: debemos descansar tanto como podamos esta tarde para tener fuerzas en la noche.

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