Es inevitable que, si los antropólogos no dejamos el conocimiento de las metrópolis sólo a los sociólogos y urbanistas, ni el análisis de los medios y las redes sociales a los comunicólogos, ni el de los empresarios a los economistas, interactuemos con ellos y a veces los incorporemos a nuestros equipos de investigación. No escasean los especialistas en otras disciplinas que también son antropólogos y vienen elastizando la tarea etnográfica, como hace José Carlos Aguado Vázquez al mostrar los recursos que el saber psicoanalítico provee al trabajo de campo para valorar la autonomía de los sujetos y el sentido psicocomunitario de sus actos. Por otro lado, la vasta aportación etnográfica del cine mexicano —producida por documentalistas sin formación antropológica, como dispositivos para la lucha política o formas de gestión intercultural— ofrece un material riquísimo para comprender, dice Antonio Zirión Pérez, las visiones de los “indios incómodos” los “nobles salvajes”, los “indios domesticables”, oprimidos, las mujeres indígenas con cámaras, los indígenas rebeldes en el ciberespacio, y también el México exótico, el folklore en peligro de extinción y las redes disidentes de la circulación comercial, en las que participan algunos antropólogos.
Cambian, entonces, los recursos teóricos cuando se combina la et nografía tradicional con los métodos, técnicas y hasta las definiciones de otras disciplinas sobre el objeto de estudio: la permanencia presencial en el lugar de vida de los “informantes” se extiende a comunicaciones virtuales entre ellos y con ellos. Hace 20 años James Clifford dudaba si alguien que estudiara la cultura de los espías de las computadoras lograría que su trabajo se aceptase como tesis de antropología (Clifford, 1999); hoy la pregunta es cómo hacerlo y controlar los datos aun cuando no se haya estado nunca en contacto físico con el espía.
Antes de llegar a estas incertidumbres, la antropología mexicana vivió tres etapas. Acompañó la formación de la nación posrevolucionaria en zonas rurales buscando integrar a los grupos indígenas (Manuel Gamio, Moisés Sáenz y Julio de la Fuente); luego —bajo influencia del marxismo— se ocupó de los campesinos para contribuir a una emancipación en la que los indígenas, en tanto trabajadores rurales, serían sumables a los migrantes, los pobres urbanos y los universitarios; más tarde, las ciudades, lugares donde pasó a habitar tres cuartas partes de la población, modificó la experiencia de “estar en el campo”. La noción de comunidad, dice María Ana Portal, no podía trasladarse de los pueblos indios a las escalas variables de agrupamiento urbano: ¿qué podría ser una comunidad en la metrópoli: una colonia, un barrio, una unidad habitacional? ¿Qué significa conversar con un extraño, extrañarse, esa tarea indispensable para conocer lo distinto?
Se abrieron, dice Portal, nuevos modos de trabajar en el campo con lo heterogéneo y de hacer etnografías con fragmentos, escribiéndolas y también filmándolas, moviendo a participar a los pobladores, a los grupos, a asociaciones de vecinos, de mujeres, de jóvenes, y devolviéndoles su memoria en un libro o un video. La antropología no es sólo producto de diálogo, sino de intercambios.
También se vienen cerrando espacios en las zonas de peligro. Hemos tenido que aceptar a dónde ya no se puede ir, aprender cómo sobrelleva la gente los riesgos en cada lugar, con las consecuencias que detecta Margarita Zárate en su artículo sobre Veracruz. Para decirlo de un modo radical, es preciso imaginar formas de hacer antropología en zonas donde uno de los riesgos es que nuestra disciplina sea orillada a repetir lo que hace la guerra entre carteles y la negligencia o complicidad del Estado: desaparecer o inmovilizar a los ciudadanos. Aquí vemos un motivo más para la comunicación digital, las plataformas, como “terreno” de campo. También para transitar otras fuentes de información además de las clásicas orales y escritas.
¿Qué se pierde y qué se gana cuando la relación cara a cara no es todo? ¿Cómo validar lo que nos dicen a distancia? Sí, a veces se vuelven inciertos los resultados del trabajo de campo, pero, ¿acaso la historia de la antropología predigital, presencial, no está cargada de desmentidos del antropólogo que llegó una década más tarde? O del mismo investigador que llegó primero y años después se dio cuenta de otras claves para lo observado.
Si bien este libro tiene la inevitable limitación de no poder abarcar la enorme expansión de temas y líneas teórico-metodológicas, ofrece un paisaje muy variado de los cambios en las últimas décadas. No se ensimisma en los asuntos mesoamericanos o en las cuestiones étnicas, como gran parte de la bibliografía clásica y de sus balances. Tampoco queda en una mera oscilación entre las prácticas y concepciones de los antropólogos mexicanos y los estadounidenses, claves en gran parte del siglo XX. Se reconocen aportes de numerosos investigadores de otras nacionalidades radicados en México. Dice Portal: “El trabajo de Angela Giglia (italiana) y Emilio Duhau (argentino) sobre el desorden urbano en la Ciudad de México, difícilmente lo habría podido observar un antropólogo mexicano para quien este ‘desorden’ es una situación evidente e incuestionable de la realidad cotidiana (Giglia y Duhau, 2008)”. Esta obra reflexiona sobre los desafíos actuales de la antropología mexicana citando las contribuciones de Francisco Cruces (español), George Devereux (francés), Myriam Jimeno (colombiana), José Bengoa (chileno), Rosana Guber (Argentina), Gayatri Spivak y de otras nacionalidades.
La internacionalización de la antropología mexicana se acrecienta, asimismo, en redes de colaboración con científicos sociales de muchos países latinoamericanos. Tales intercambios reconfiguran antiguos objetos predilectos de los antropólogos. Las cuestiones étnicas e interétnicas deben incluir ahora oleadas migratorias lejanas; en Tijuana y otras ciudades de la frontera mexicano-estadounidense, ade más de cruzarse indígenas y regiones de México, llegan centroamericanos, chinos, haitianos y africanos. Los capitales transnacionales remodelan los modos locales (o estadounidenses) de organizar el trabajo. Laura R. Valladares recorre las mutaciones en las disputas entre etnias y Estado nación al rehacerse en tiempos de neoliberalismo globalizado e intercultural, al nutrirse las resistencias latinoamericanas con enfoques descoloniales originados en Asia y desplegados en Estados Unidos. Es iluminador su recuento de los feminismos indígenas, territoriales y conscientes de su horizonte transnacional, donde se experimentan novedosas alianzas: “no se trata de un movimiento separatista, sino de una apuesta donde los distintos feminismos se articulan” con “voces mestizas e indígenas, activistas y académicas, luchadoras sociales y defensoras de los derechos humanos”.
En esta perspectiva emerge un asunto que la antropología dejó tradicionalmente en manos de la sociología política: ¿cómo ser ciudadano? Si bien lo tratan algunos antropólogos dedicados a procesos electorales, poco comprendemos de la desafección ciudadana como proceso sociocultural y comunicacional. Suele vérsela como debilitamiento de las formas democráticas de representación, pero es mucho más que eso desde que la videopolítica llevó las disputas de las plazas a las pantallas y ahora porque los algoritmos sustraen y reorganizan nuestros datos y opiniones. Los partidos, sindicatos y movimientos sociales, entre ellos los étnicos, son reducidos y reubicados en una constelación de poderes que espían nuestra intimidad y nos reemplazan en la toma de decisiones.
Los indígenas, a la vez que subsisten en comunidades rurales, des de mediados del siglo XX se vuelven trabajadores urbanos que reformu lan los modos de habitar las ciudades y generan ciudadanías plurales. La universalidad de derechos, afirmada por la doctrina liberal, se desdobla en estrategias de sobrevivencia y acciones políticas diferenciadas, combinaciones nuevas de recursos educativos y de salud. Adriana Aguayo documenta cuánto contribuyen estas comunidades étnicas urbanas a crear ciudadanías menos formales que la noción abstracta de raíz europea. Surgen ciudadanías sustantivas, con énfasis en derechos de lengua y solidaridad, menos radicados en cada in dividuo que en maneras colectivas de producción y apropiación. Forman parte del proceso de ampliación contemporánea de los derechos sociopolíticos a los culturales, étnicos y ecológicos. Los indígenas, a semejanza de los migrantes, reivindican la ciudadanía como algo que puede negociarse ante más de un Estado, no sólo en relación con su territorio de origen.
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