Bernardo (Bef) Fernández - Esta bestia que habitamos

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La líder del cártel de Constanza, Lizzy Zubiaga:
tras las rejas.Su némesis, la detective Andrea Mijangos:
desaparecida.Pero en la metrópoli, el crimen no para.
Un publicista muerto en circunstancias sospechosas es un caso aislado.Pero
dos publicistas muertos, dueños de la agencia de moda, con un tercer socio fugitivo, que estuvieron involucrados en uno de los casos de corrupción más notorios del sexenio anterior…La Fiscalía no cree en
casualidades. Éste es un caso para el
Járcor.En este spinoff de la serie Alacranes, Bef demuestra una vez más que es uno de los narradores más sólidos del género policiaco en nuestro país.

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El Gordo comenzó a reírse. Ismael dijo:

—Ni madre que voy con esos pendejos.

—¡No seas cabrón! Si no, no me dejan ir.

—¿Por qué tanto interés?— terció el hermano menor.

—Porque… porque… Mickey pone buena música.

—Ay, ¡no mames! —tronó el Járcor.

—Te gusta Adriana, ¿verdad, Samo? —añadió el Gordo.

Los dos hermanos menores se rieron al tiempo que Samuel enrojecía como amapola.

El señor Robles entró en ese momento, arrastrando los pies y su derrota.

—Muy buenas… —murmuró. Los hijos le contestaron con un gruñido. El papá fue directo al refri y hurgó en busca de algo que comer; sólo encontró sobras incomestibles. Sin decir nada, se sirvió un vaso de leche, tomó un plátano ennegrecido y subió hacia su habitación—. Que descansen, muchachos —por una vez no se sentó a ver el noticiero.

—Viene puteadísimo —dijo el Gordo.

—Ay, mi jefe —lamentó el Járcor.

—Bueno, ¿me tiran el paro o no, culeros? —insistió Samuel.

Se miraron en silencio.

—Güey, para esos cabrones somos como marcianos —dijo el Gordo.

—¿Marcianos? ¡Somos el pinche proletariado lumpen! — declaró el Járcor.

—Somos el asiento que queda en un vaso de destilación —lamentó Samuel.

—Por lo menos no somos taxistas… aún —remató Járcor.

Se miraron.

—¿Habrá pizza gratis? —preguntó el Gordo.

Rompieron en una carcajada amarga.

El sábado, vestido con su mejor camisa, Samuel caminó las cuatro calles que separaban su casa de la de los Güemes, escoltado por sus dos hermanos menores. “No hagan pendejadas, culeros”, advirtió antes de salir.

La expresión agria del Mickey fue evidente al momento de abrirles la puerta.

—Era… sin Samuel, amigos —bromeó con un rictus congelado en el rostro.

Los dejó pasar a regañadientes a la sala, donde ya sonaba “We Didn’t Start the Fire”, de Billy Joel.

—Mta madre —dijo el Járcor al oír la música. Samuel le dio un codazo.

Al entrar les cayó una lluvia de miradas entre sorprendidas, burlonas y de franca desaprobación. Samuel recordaría el resto de su vida la expresión de asco con la que Adriana observó a los tres hermanos Robles.

La sala, tapizada de madera, había sido despejada para improvisar una pista de baile. Mickey bajó el estéreo de su cuarto y alternaba música con la tornamesa familiar a través de una mezcladora. Llevaba puestos unos lentes oscuros a pesar de que eran las ocho de la noche y bailoteaba solo; sostenía unos audífonos enormes sobre su oído izquierdo al tiempo que colocaba discos con la otra mano.

Sus hermanas y varias amigas bailaban de un lado. Todas alumnas de colegio de monjas, vestidas con faldones y suéteres holgados de colores pastel. Los amigos del cum de Mickey y sus vecinos fresones estaban al otro extremo, atisbando a las chicas entre fumada y fumada. Todos peinados con litros de gel fijador.

Todos, menos los hermanos Robles. Se instalaron a un lado de la mesa del comedor, arrimada a la pared para hacer espacio y sostener botanas y bebidas.

Había papas fritas y chicharrones de harina. Botellas de Coca-Cola, Squirt y una olla en la que dos de los vecinos de los Robles vaciaban botellas de Coca y de Bacardí, para luego añadir hielo.

Circularon vasos de plástico con cubas, al tiempo que todo mundo encendía Marlboros y Camel. Las chicas fumaban Benson mentolados.

Samuel se paralizó, incapaz de acercarse a Adriana, que estaba a un par de metros de él. Ella bailaba “Me colé en una fiesta” de Mecano con torpeza adolescente, sublime a los ojos de Samuel. Alguien lo arrancó de la contemplación ofreciéndole una cuba; la rechazó.

Volteó a ver a sus hermanos. El Gordo daba cuenta de una charola de sándwiches con la voracidad de un náufrago. El Járcor, cruzado de brazos, sostenía una expresión de furioso hastío.

Samuel se acercó a los amigos de Mickey, tratando de no parecer un freak como ellos.

—Sí, güey, así está la onda. Salinas está privatizando todo. Como debe ser —sabihondeaba un tipo al que Samuel jamás había visto.

—¿Y quién crees que vaya a ser el bueno? —preguntó Martín, un güerillo vecino de los Robles que estudiaba en La Salle y manejaba un Volkswagen Corsar.

—No sé, güey, faltan dos años; yo me inclino por Pedro Aspe.

—Sospecho que Salinas buscará a uno más político y menos tecnócrata —intervino Samuel, que leía completa la Proceso que compraba su papá todas las semanas.

Los dos fresas voltearon a ver a Samuel con cara de asco.

—Sí, güey, nomás que es nuestra conversación.

El hermano mayor no supo qué contestar. Se quedó asombrado ante la grosería, dio media vuelta y caminó hacia Adriana, que ahora bailaba sola “U Can’t Touch This” de MC Hammer.

Tuvo que hacer acopio de toda la rabia acumulada, las humillaciones, las carencias, el desprecio por su padre, el desapego deprimido de su madre, las burlas de sus hermanos menores para tomar impulso y aproximarse a Adriana con el aplomo suicida con que Lanzarote besó a Ginebra para bailar frente a ella con gracia y garbo, ante la mirada sorprendida de sus hermanos y su propio azoro.

Como poseído por un demonio, Samuel se retorció frente a Adriana con obscena flexibilidad, las bocinas vomitando “Personal Jesus” de Depeche Mode. Aterrada, la hermana de Mickey imitó con torpeza los movimientos de Samuel, en un intento estéril de seguir sus pasos.

Durante un instante [ ¡Detente, eres tan bello! ] Samuel se perdió en las pupilas castañas de Adriana, apenas consciente de que ella misma naufragaba en sus ojos moros de cejas negrísimas.

En esos segundos eternos [ puedes atarme con cadenas que me hundiré gozoso ], cuando la sonrisa se replicó en el rostro de Adriana, el mayor de los hermanos Robles sonrió pleno, sabiéndose dueño del mundo durante un suspiro.

La certeza de victoria fue total al empezar los primeros compases de “Let’s Get Rocked” de Def Leppard: frunció los labios en una flor compacta que aproximó al rostro de Adriana, quien ya se acercaba hacia él con el mismo anhelo descontrolado.

Su reino se disipó igual que una burbuja cuando a milímetros de besar a Adriana la voz de su hermano Ismael (“¡Bueno, ¿qué pedo, pendejo?!”) lo arrancó de la fugaz utopía.

Samuel, que lamentaría hasta morir de cáncer en 2058 no haber besado esa noche a Adriana, volteó instintivamente hacia donde el Járcor discutía con el par de imbéciles que minutos antes lo habían humillado.

—Pérame —le dijo a Adriana para ir hacia donde los dos fresas acorralaban a Ismael contra un rincón de la casa.

—¿Qué pasó? —preguntó, abriendo las manos en gesto interrogatorio.

—Este pendejo —contestó el que se las daba de experto en política.

—¡¿Qué tiene?! —apenas vio a su hermano, entendió: Ismael se había quitado la sudadera negra que cubría su playera blanca, en la que había escrito Güevos putos con marcador.

—¡Ésta es una casa decente, güey, quítate eso! —ladraba el segundo tipo, Martín, al Járcor.

—Quítamela, güey —desafió el Járcor.

—Sí, Samuel, qué pedo, dile a tu hermano que se la quite o se largue de mi casa —sentenció Mickey, que interrumpió la música. El Gordo observaba la escena con un sándwich en la boca.

—¡Gordo, Járcor! ¡Vámonos a la chingada! —tronó Samuel con la voz de un soldado que podría dar órdenes a un dios.

Los tres hermanos enfilaron hacia la puerta envueltos en el silencio y las miradas de rechazo. “¿Quién invitó a éstos?”, dijo alguien. Samuel miró por última vez a Adriana, asintiendo una despedida que ambos supieron definitiva a sus diecisiete y dieciséis.

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