Bernardo (Bef) Fernández - Esta bestia que habitamos

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La líder del cártel de Constanza, Lizzy Zubiaga:
tras las rejas.Su némesis, la detective Andrea Mijangos:
desaparecida.Pero en la metrópoli, el crimen no para.
Un publicista muerto en circunstancias sospechosas es un caso aislado.Pero
dos publicistas muertos, dueños de la agencia de moda, con un tercer socio fugitivo, que estuvieron involucrados en uno de los casos de corrupción más notorios del sexenio anterior…La Fiscalía no cree en
casualidades. Éste es un caso para el
Járcor.En este spinoff de la serie Alacranes, Bef demuestra una vez más que es uno de los narradores más sólidos del género policiaco en nuestro país.

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En la esquina, el señor del puesto de periódicos ya me tenía listo mi ejemplar de La Jornada .

—Buenos días, mi Járcor —dijo sonriendo.

—Llamadme Ismael —contesté al pagarle.

—¿Eh?

—Nada, nada. ¿Cómo anda, don?

—Pus aquí, batallando. ¿Qué le hacemos?

—¿Qué le hacemos? —repetí mientras leía por encima los encabezados del diario. Leía ese periódico desde que iba en la prepa, hace ¡ay, cabrón! tantos años. Yo ya no era el mismo. El diario tampoco, pero a los viejos amores cuesta mucho dejarlos atrás. Si lo sabré yo.

(Al pensar en viejos amores, chingada madre, recordé a la gorda.)

—Bueno, don, lo dejo. Que tenga buen día.

—Igual, mi Jar.

Habíamos repetido ese mismo diálogo todos los días desde hace casi doce años que vivo en la esquina de Bolívar y Xola.

Caminé hacia el norte por Bolívar la media cuadra que separa mi edificio del taller donde guardo la moto. Ya los mecánicos habían llegado y le compraban al tipo que pasaba todas las mañanas en su bicicleta, con la canasta de pan y el termo gigante de café. Igual que todas las mañanas, me saludaron con albures:

—¿Quihóbole, mi Járcor? Hará’ño y meses que no nos vemos — dijo uno de ellos.

—¿Qué tal la pasas, chiquillo? — añadió otro.

—Como campeón —contesté entre risas y sin más fui hasta el fondo del taller, donde me esperaba mi Harley.

Igual que todas las mañanas, la acaricié con delicadeza, deslizando las yemas de mis dedos sobre el tanque de gasolina con una sonrisa que se me plantaba en la cara sin que pudiera controlarlo.

—Buenos días, chiquita —murmuré, tratando de que esa bola de cabrones no me escuchara, de lo contrario no me la iba a acabar con la cábula. ¿Así acariciarán los padres a sus hijas todas las mañanas?

Ella no contestó. Como siempre. Me trepé, me puse el casco, cerré el cierre de la chamarra de cuero y encendí el motor. Ella saludó al mundo con un rugido.

Salí de ahí rumbo al Centro. Como todas las mañanas.

Y como decía el papá de Mafalda, en ese momento la vida dejaba de ser como en los comerciales.

Para antier

Le llamamos El Búnker . Un nombre imponente para un cubo anodino de concreto. Es la sede de la Fiscalía General de Justicia de la Ciudad de México. La tira, pues.

Nunca imaginé, en mis años punk, que iba a trabajar en la Tirana. De marrano. Yo era un enemigo del sistema. Un etnocyberpunketo urbano anarcomunista que terminó en las filas del aparato represor. De juda.

Lo primero que descubrí en esta profesión que nunca deja de sorprenderme fue que el león no es como lo pintan. Que la Policía era otra cosa . No el monstruo siniestro que imaginábamos en el cch y en la uam. La artista previamente conocida como la Policía Judicial es un mal necesario, una fuerza que intenta compensar los embates de algo que muchos perciben como el mal y que en realidad, lo he aprendido en todos estos años en la Corporación, es otra cara de la misma moneda.

En México la ley y el crimen organizado son como la serpiente Uróboro, que devora su propia cola, sin que se sepa si la que muerde es la Policía o la Maña. ¿Que por qué sé tantas mamadas? Pus, güey, me gusta leer desde morrito. Punk, juda, pero con mis lecturas.

Eso compartía con la pinche Mijangos. Grandota, ruda, capaz de vaciar el clip de una Glock 9 milímetros en treinta segundos, pero siempre andaba leyendo un libro. Y oyendo metal.

Chingá, pinche Andrea.

Como sea, si algo he aprendido en esta chamba es a derribar mitos. Ni todos los tiras somos unos cerdos ni todos los malandros son unos desalmados ni todos los periodistas son mártires de la libertad de expresión ni todos los activistas pro derechos humanos son unas blancas palomitas. Pero todos ellos, eso sí, pueden (podemos) ser unos hijos de la chingada.

Pese a todo, al final del día esto, ser tira o malandro, es una chamba. Llegas a checar tarjeta, tienes hora de llegada pero no de salida. Sales a comer, la quincena nunca te alcanza, tu jefe te trae jodido… Un trabajo como cualquier otro.

En eso pensaba cuando llegué a mi escritorio en el Búnker, sobre el que varios expedientes se amontonaban. Cada uno, una historia violenta. Robos, asesinatos, estafas, traiciones. Una ciudad con dieciocho millones de historias. A mí me tocaba lidiar con las peores.

Me serví un café y caminé hacia mi lugar, saludando con un gruñido a todo el que se cruzaba por mi camino. Me senté, resignado a echarme un clavado en esa montaña de expedientes y órdenes de aprehensión que nunca mermaba. “Como Sísifo, pero en pinche”, me dijo una vez la Gorda. La neta es que hice como que entendí pero sí tuve que googlearlo.

Abrí el primer fólder, di un trago al café, que era nauseabundo como siempre, y estaba a punto de comenzar a leer cuando un periódico cayó sobre mi escritorio como una bomba. Salté sorprendido.

—Lee la nota. En mi oficina en cinco —ladró entre dientes el capitán Rubalcava, mi jefe, y se siguió de largo sin voltear a verme.

En la Juda no hay rangos militares. Le decimos capitán porque estuvo en la Fuerza Aérea.

—Buenos días también para usted, jefazo —dije al aire. Él ya no estaba ahí. Al levantar la vista me topé con la mirada de un calvo barbón que me veía desde el escritorio de enfrente. Saludó tímidamente con la mano. ¿Cómo se llamaba? No respondí. Volví al periódico.

“¡se la dejan ir!”, decía el encabezado, con la proverbial elegancia de la nota roja. No me sorprendió ver la nota firmada por Mario Cabrera, un veterano de los tabloides al que detestaba. Leí. Una colección de lugares comunes y adjetivos inflamatorios. Un publicista hallado muerto en una banqueta. En este país los muertos pesan más cuando tienen dinero.

Me levanté para ir a la oficina de Rubalcava. El viejo, normalmente afable, estaba de un humor de perros.

—Jefazo…

—Me caga que me digas así, Robles.

—Llamadme…

—Sí, ya, ya. La procuradora quiere atención inmediata al caso del publicista.

—Tengo atrasados treinta expedientes, jef…

—¿No hablas español, Járcor? Dije inmediata .

—Sí, señor.

Me lanzó un fólder de cartón, igual a los cientos que se amontonaban en todos los escritorios del Búnker.

—Ai’stá la carpeta de investigación.

—¿Pues de quién era hijo este gallo, jefe?

—El angelito estaba involucrado en un escándalo de corrupción que no se ha esclarecido. ¿Recuerdas aquella historia del Fideicomiso Mexicano del Jitomate?

Algo se remueve en el recuerdo. Un escándalo gordo sobre la asignación secreta de fondos federales para promover la imagen del secretario de… de… ¿era de Turismo? ¿O de Agricultura? Uta, no me acuerdo. Se asignó una partida secreta para promoverlo para la Presidencia de la República al mismo tiempo que se golpeaba en redes sociales al líder opositor. Todo se disfrazó como una campaña para vender jitomate mexicano en el extranjero. Al final alguien soltó la sopa. El asunto fue presentado por Proceso en un amplio reportaje que al secretario le costó la renuncia a la chamba y a sus aspiraciones políticas, aunque nunca se llegó al fondo del asunto. Como siempre sucede en México, un nuevo escándalo estalló a las dos semanas, opacando al anterior, y así sucesivamente.

—Ah, claro, ¿un desvío de fondos o algo así?

Rubalcava me miró en silencio.

—Algo así —dijo. Por su voz me di cuenta de que no tenía idea— . Como quiera que sea…

Ya sabía lo que me iba a decir.

—Lo quiere para ayer.

—¡Para antier, Robles!

Ruso: pre mórtem. Cuatro años atrás

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