Bernardo (Bef) Fernández - Esta bestia que habitamos

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La líder del cártel de Constanza, Lizzy Zubiaga:
tras las rejas.Su némesis, la detective Andrea Mijangos:
desaparecida.Pero en la metrópoli, el crimen no para.
Un publicista muerto en circunstancias sospechosas es un caso aislado.Pero
dos publicistas muertos, dueños de la agencia de moda, con un tercer socio fugitivo, que estuvieron involucrados en uno de los casos de corrupción más notorios del sexenio anterior…La Fiscalía no cree en
casualidades. Éste es un caso para el
Járcor.En este spinoff de la serie Alacranes, Bef demuestra una vez más que es uno de los narradores más sólidos del género policiaco en nuestro país.

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Funcionarios y publicistas se miraron desde los extremos opuestos de la mesa.

—Creo —rompió Gavlik el silencio— que nos vamos a entender muy bien.

Biografía precoz (1)

No era un barrio bravo.

Todo lo opuesto, la mejor colonia de la delegación Iztacalco: la Militar Marte. Una zona arribista y pretenciosa rodeada de barrios populares. Sus habitantes, sin embargo, se sentían de la jai .

Casa heredada del abuelo. El papá, exburócrata de medio pelo, manejaba un taxi del suegro.

Los tres hermanos resentían la notoria diferencia económica con sus vecinos. En su cuadra, todos iban al cum, la ula o La Salle. Escuelas clasemedieras donde la gente vive el delirio colectivo de ser ricos.

Ismael y sus dos carnales, no. Ellos iban al Colegio de Bachilleres, sobre el Eje 3.

Todos sus vecinos los veían hacia abajo. “Jodidos”, “muertos de hambre”, murmuraba un grupito de fresas que se juntaba en su cuadra. Todos tenían coche. Güerillos. Los Robles eran los perdedores de la cuadra. Nietos de un teniente suicida. Hijos de un taxista mediocre por el que ellos mismos no sentían ningún respeto.

Cada mañana, el señor Robles salía por la puerta arrastrando los pies, lavaba su vochito mientras los hijos desayunaban y luego los llevaba al Bachilleres para irse a ruletear diez, doce horas seguidas; volvía hecho polvo por la noche a tumbarse en el sillón para ver el noticiero de Jacobo Zabludovsky, murmurando maldiciones.

La mamá, una mujer dedicada al hogar, se quedaba en casa viendo la barra matutina del televisor, fumando y bebiendo taza tras taza de un café tan negro y amargo como su destino.

Tres hermanos: Samuel, Ismael y Daniel. Apodados en la cuadra Hugo, Paco y Luis. Algún vecino nerd, más lector de cómic francés que de Walt Disney, intentó llamarlos los Hermanos Dalton, sin que su ocurrencia prendiera.

Al estudiar en el bacho, un hermano por grado, Samuel perdió su apodo, Ismael se convirtió en el Járcor y Daniel en el Gordo.

Samuel era un tipo callado. En el cuarto que compartían los tres, con una litera con cama deslizable debajo, ocupaba el nivel de en medio. Daniel, farol y mitotero, apeló a su derecho de hijo menor para usar la de arriba. A Ismael le correspondía la que se deslizaba debajo de la de Samuel, razón por la que prefirió dormir durante años en la sala.

Apenas descendían del taxi del papá, su núcleo familiar se fisionaba. Samuel se lanzaba al laboratorio de química, donde su profesora de ciencias, que estudiaba biología en la uam Iztapalapa, le prestaba libros de Baudelaire y Leopoldo Lugones. Los leía fascinado al lado de matraces y torres de destilación. Daniel se dedicaba a jugar básquet pese a su corta estatura e Ismael a fumar mota con los punketas.

Volvían caminando a casa para ahorrarse el dinero del camión. Samuel tenía la fastidiosa encomienda de cuidar al par de cabrones hermanos menores que le tocaron en la lotería genética. Ellos aparentemente tenían la de incomodar al primogénito hasta la desesperación.

Los tres hermanos no podían ser más incompatibles:

Samuel era callado, tímido hasta lo patológico. Estudioso, dotado con mente numérica, taciturno y melancólico. Su único amigo era uno de los fresas que se juntaban en la cuadra, que vivía a unas cuantas calles. Se conocieron de niños, jugando en el parque. Mickey Güemes era un tipo tan simpático como fanfarrón. Hijo del dueño español de una panadería, compartía con Samuel la afición por el rock progresivo. Se juntaban en casa del gachupín a escuchar en su cuarto (¡tenía un cuarto para él solo!, ¡con todo y estéreo!) elepés de Pink Floyd y Rush que costaban cada uno lo que Samuel y sus tres hermanos recibían para sus gastos en un mes entero.

Ismael supo desde pequeño las desventajas de ser el hijo sándwich. Acaso por ello compensó con una simpatía sazonada con un carisma natural. Proclive a hacer amigos y atraído siempre por la sordidez, en el Bachilleres se hizo cuate de los punketas locales. Ellos lo invitaron al Tianguis Cultural del Chopo. La primera vez que circuló por ahí se deslumbró con las ropas y peinados estrafalarios de punks y darketos, descubrió las tocadas underground, el slam y la música hardcore: Black Flag, Minor Threat, Gorilla Biscuits, NOFX, Bad Religion…

Eso y leer Las venas abiertas de América Latina en clase de sociología forjó al joven Ismael; nunca se supo si para bien o para mal.

Se rapó el cabello, navajeó sus jeans y se agenció las botas militares del abuelo muerto. Se colgó al cuello una placa de vacuna antirrábica para perro y rayó con un marcador Esterbrook sus camisetas blancas con mensajes como “Sin dios ni amo”, “Rock!”, “Muera el estado opresor”, “ezln”, “Allez-vous faire foutre les flics” (en francés, para evitar que los tiras le pusieran una madriza) y su favorita, “Güevos, putos”.

La devoción religiosa por el punk le ganó su apodo en la escuela: el Járcor.

El menor de los hermanos, Daniel el Gordo… él sólo tomaba cerveza, jugaba básquet y leía El Hombre Araña y La espada salvaje de Conan el Bárbaro , que luego rolaba a sus dos hermanos, que los devoraban a escondidas con placer culpable.

Los tres se soportaban en estoica tensión, que cada tanto reventaba en peleas tan cortas como violentas. Usualmente Samuel era el que apaciguaba los ánimos. Eran los otros dos los que solían agarrarse a trompadas.

No era una familia disfuncional.

Todo lo contrario, un grupo de extraños unidos por sus diferencias y separados por las similitudes. Tres tristes tigres destinados a tomar caminos separados una vez que se fueran de la sofocante casa paterna.

Al menos eso intuían hasta el día en que se organizó una fiesta en casa de Mickey.

—Ven —le dijo a Samuel.

—No mames, no.

—Ándale. Van a venir las amigas del Instituto Miguel Ángel de mis hermanas.

No era en ellas en quien pensaba Samuel, sino en Adriana, hermana del Mickey, un año menor que ellos. Ojos castaños, cabello jengibre. La que sonreía poco y hablaba menos. Adriana, con sus labios de cereza y uniforme de colegio de monjas bajo el que Samuel intuía vagamente las formas de un cuerpo femenino tan cercano e inalcanzable como la Luna. A la que nunca le dirigía la palabra más de lo indispensable pero que lo hipnotizaba. Sería la oportunidad de hablarle más relajado, quizás hasta de bailar un poco y…

Recordó a los otros invitados a la fiesta. Los fresas de su cuadra.

—Van a venir todos tus cuates, no mames, mejor no. Paso.

—Ándale, cabrón, no seas joto.

—Tengo que pedir permiso.

—Pos ya estuvieras —Mickey zanjó el asunto encendiendo un Marlboro. Ofreció uno a Samuel, que lo rechazó. Güemes había tapizado una pared de su cuarto con las cajetillas rojas. En esa casa todos fumaban, comían con vino y cerveza —aun los menores— y proferían todo tipo de maldiciones, peninsulares y mexicanas, en presencia de niños y viejos. En casa de los Robles se observaba disciplina militar y se practicaba una sobriedad asceta, excepto la mamá, que emitía humo con persistencia industrial.

—Mamá —dijo esa noche Samuel, durante la merienda—, el sábado hay una fiesta en casa del Mickey, ¿puedo ir?

Cayó un silencio sobre la mesa, únicamente se escuchaba al Gordo masticar su mollete.

La señora suspiró. Miró largamente al vacío, expresión de hastío en el rostro, melancolía infinita al responder:

—Sólo si llevas a tus hermanitos.

—¡Ay, mamá, no! Si de por sí somos los apestados de la Marte.

El Járcor y el Gordo miraron, expectantes. Nunca salían de noche, lo tenían prohibido.

—Los quiero de regreso a las once —remató la mamá y se levantó de la mesa, dejando a Samuel con la rabia atorada en la garganta—. Laven los trastes —ordenó desde la escalera, camino a su recámara.

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