Javier Lentino - Los Onetti

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Los hermanos Onetti leen los cuadernos que su padre les envió poco antes de morir. En ellos, Mario Onetti cuenta, de puño y letra, una versión desconocida de la historia de su vida. A medida que el relato desnuda sus dudas, sus desventuras y sus frustraciones, Onetti reconstruye una Argentina vívida, atemporal y cargada de recuerdos. Javier Lentino nos ofrece, en esta novela conmovedora, una historia de amor sin tiempo, enmarañada entre el ayer y el ahora. Un tributo a la familia que se elige y a las renuncias que el amor nos dicta.

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Mariano levantó la vista. Los Onetti se miraron confundidos. Mario había sido un tipo muy aburrido. No fumaba, no comía, no tomaba. Mucho menos salía de noche. ¡Ni siquiera por trabajo!

—Miralo a Marito latin lover —dijo Mariano, divertido, viendo que la historia poco tenía que ver con él—. Y yo que no entendía muy bien a quién salía con este carisma, tan entrador.

—Seguí, dale.

Mariano se rio de su propio chiste y siguió más relajado, ya con la primera cerveza encima.

Hasta que un día, en lugar de escuchar , hablé solo de mí; y me olvidé de todo.

Atraído por puros atributos, me enamoré como un estúpido. Obsesionado y ciego, caí preso de mi propio embrujo, de mis propias tretas, de mis propias trampas.

Dejé la noche, los bares y hasta quise casarme, muy a pesar de los consejos de muchos. Pero no escuché a nadie, ni siquiera a mis amigos, que veían claro lo que yo negaba.

Casi como en una revancha divina fui engañado, una y otra vez. Sentí el abandono y la traición en carne propia . Iluso, ciego y hasta inocente, perdoné. Y volví a perdonar , una y otra vez, hasta que todo se volvió muy claro y evidente. Entonces lloré. Sufrí desde la angustia y el dolor en tiempos en los que las lágrimas no eran de los hombres. En tiempos en los que eras un gil si una mina te dejaba.

Viví preso por años de ese amor que para mí solo existía en los tangos. Sufridos, esclavos, de penas y desencantos. Experimenté en esa mujer la revancha de todas y cada una con las que jugué. Como en una tortura lenta, la veía muchas veces en los bares coqueteando. O por la calle de la mano de cualquiera, siempre vestida para matar .

Y también tomé bastante; muchas veces de más, para intentar olvidar. Porque cuando uno entrega el corazón, no es fácil que se lo devuelvan. Y el odio, que solo crece en uno mismo, no hace más que agregar a la tristeza.

—¡Qué tango! Pobre Mario. Pasó de galán irresistible a vivir metido dentro de un bandoneón. Esta viene a ser la parte que se parece a vos, Fer.

Fernando solo revoleó los ojos.

Decidido a olvidar por fin, dejé mi trabajo de dos pesos que tenía en Tribunales. Cambié de vida sin estar muy convencido, ni siquiera con intención. Lo hice solo para dejar de sufrir.

A fuerza de ser sincero, cualquier trabajo me daba lo mismo. Si total no había trabajado nunca. Tenía veintiséis años y todavía vivía de la guita de mi vieja, en el mismo departamento de la calle Rosario que había comprado el abuelo Pedro justo antes de morir.

Por suerte era otra Argentina, otra Buenos Aires. Una época linda y sin preocupaciones en la que había trabajo para el que quisiera buscar. Una ciudad igual pero distinta. De bares de mesas en la calle, de puestos de canillitas expertos y de floristas de oficio que perfumaban la calle con sus jazmines de verano. Años de autocine, de Villa Cariño, de una costanera de restaurantes repletos.

Sacos azules, corbatas finitas y cigarrillos sin filtro dominaban el vermut de las 6 de la tarde y calentaban la eterna discusión futbolística. Minifaldas, zapatos de plataforma y flequillos perfectos desfilaban por el centro, desafiando los límites mismos de la cordura de entonces. No hacían más que agregar a la leyenda eterna y popular, esa que todavía dice que no hay mujeres, en el mundo entero, más lindas que las argentinas.

Yo era un porteño de raza. ¡Vago pero exigente! Quería trabajar para intentar olvidar. Pero pasar de hacerme el abogado exitoso a tomarme el bondi a las seis de la mañana y trabajar en una fábrica todo el día, vestido de overol, era demasiado cambio.

Por suerte conseguí rápido un empleo de adicionista en una pizzería de Villa Luro. “Por un tiempo, hasta que consiga algo mejor”, pensé el día en el que le di la mano a don Alfredo por primera vez.

El gallego Fernández era el dueño de La Coqueta, uno de esos locales típicos de la capital que hoy ya casi no existen. Quedaba relativamente cerca de casa: justo en la esquina de Juan B. Justo y Lope de Vega, bien cerquita de la cancha de Vélez.

Ocupaba toda la esquina y estaba rodeada de un toldo de metal gigante que se abría en invierno para dejar pasar la luz y para tapar el sol del oeste en esas tardes calientes de verano. Las ventanas guillotina no le servían de mucho, pero quedaban lindas.

La Coqueta tenía las típicas mesas cuadradas de fórmica beige y un mostrador gigante con una heladera de vidrio verde, donde flanes en moldes de aluminio y potes de arroz con leche se mezclaban con bollos de pizza para llevar, empanadas crudas y yogures naturales en envases retornables.

—Che, Marianito, ¿Alfredo Fernández no era un tío de mamá?

—Creo que sí; pero acá no dice nada… ¿Te acordás de los flanes caseros? ¿Eran esos que nos compraba papá en Mar del Plata?

—Dale, seguí.

En la esquina del mostrador había siempre muchas cajas de pizza apiladas y un rollo gigante de hilo de algodón con una cuchilla para cortarlo . Dos rollos enormes de papel manteca de distinto tamaño servían de manteles y eran usados también para envolver empanadas, pastafrolas y la torta de ricota que hacía doña Dorita.

Como el negocio andaba muy bien, el Gallego había comprado unos hornos pizzeros nuevos y muy plateados que mantenían calentito el local en el invierno, entre olor a fugazzeta, fainá y porciones de mozzarella recién cortadas.

Alfredo ni siquiera había terminado el colegio, pero era rápido, inteligente y muy trabajador. Andaba siempre peinadito y bien afeitado, pero, por alguna razón particular que nunca terminé de entender, se vestía todos los días de la misma manera.

No gastaba en nada, ahorraba todo lo que podía y no le fiaba a nadie. Ni siquiera a la policía.

Jamás lo vi atender el teléfono del local. Decían los que lo conocían bien que la única vez que lo hizo fue cuando lo llamaron del hospital Vélez Sarsfield para comunicarle el nacimiento de su hija, María.

Era seco y malhumorado, aunque de un gran corazón. De vez en cuando tomábamos café juntos y me daba consejos. Me quería mucho. Un día, con una copa de más y un abrazo mal dado, llegó a decirme que era como el hijo que no había tenido.

Teníamos la mejor pizza de jamón y morrones desde Flores hasta Versalles, y el salón estaba lleno casi todos los días de la semana. Pero los viernes y sábados a la noche eran una locura total. La gente hacía cola para comer y esperaba sin quejarse debajo del toldo iluminado con dos tiras de bombitas incandescentes. Adentro, el mostrador reventaba con los que venían a comprar pizza para llevar . En las noches lindas, las mesas de la vereda también se llenaban y la gente tomaba cerveza en la calle o se apoyaba en los coches mientras esperaba su mesa o su pedido.

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