Javier Lentino - Los Onetti

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Los hermanos Onetti leen los cuadernos que su padre les envió poco antes de morir. En ellos, Mario Onetti cuenta, de puño y letra, una versión desconocida de la historia de su vida. A medida que el relato desnuda sus dudas, sus desventuras y sus frustraciones, Onetti reconstruye una Argentina vívida, atemporal y cargada de recuerdos. Javier Lentino nos ofrece, en esta novela conmovedora, una historia de amor sin tiempo, enmarañada entre el ayer y el ahora. Un tributo a la familia que se elige y a las renuncias que el amor nos dicta.

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—Me acuerdo. La verdad, un papelón.

—Ni se preocupe, pasa todo el tiempo, pero debemos dejar constancia. Le cuento una cosa más de la cocina. Es un drama eso del “pague Dios”. Cada año son más las cuentas que hay que pagar por ese tema.

La radio dio el top de alguna hora y Mario buscó su reloj en su muñeca desnuda.

—Ah, mire, justo le iba a preguntar eso. ¿Cantidad de relojes que compró en su vida?

Mario pensó un rato hasta que dijo sin mucha convicción:

—Creo que fueron doce.

—¿Cantidad de autos propios en un mismo momento? —preguntó el empleado sin siquiera levantar la vista.

—Diez. No, perdón, once.

—¿Cuántos metros tenía su casa? Esta es multiple choice , para que no tenga que pensar tanto: a) entre treinta y cien metros, b) entre cien y trescientos, c) entre trescientos y quinientos, d) más de quinientos.

—D —dijo Mario con vergüenza.

—De los papeles surge que su familia no tenía dinero cuando usted era chico, y que recién amasó su fortuna bien entrados los cuarenta. Según estos datos, y las preguntas que le acabo de hacer, usted se recibió de Nuevo Rico más a menos a los cuarenta y cinco.

Mario se puso a llorar en silencio.

—No se ponga mal, Mario. Acá hay un montón de carreras lindas para estudiar. Si usted quiere, y está arrepentido de lo que estudió en la tierra, lo puedo anotar hoy para que empiece mañana mismo.

—La verdad es que me gustaría —dijo Mario con los ojos todavía vidriosos—. Me gustaría estudiar algo que me enseñe a dedicarle mi tiempo a la gente, no pensar solo en mí. Me hubiese gustado dedicarles más tiempo a mis hijos, no haber estado tan pendiente del dinero y del éxito las veinticuatro horas del día. Creo que no fui malo, pero hubiese querido ser algo más solidario, quizás un poco más comprensivo.

—Escúcheme, Mario. No se quede mirando el piso. Yo sé que usted fue un hombre fiel, está todo en la carpeta. Y créame, estos papeles no mienten. Por acá pasan muchos atorrantes. Dice también que usted siempre veló por los suyos, que fue buen padre, buena persona y un gran amigo. Si hubiera visto la cantidad de gente que fue al velatorio. Le voy a conseguir las fotos.

—Me reconforta que me diga eso —dijo secándose las lágrimas con el puño de la camisa.

—Ya hemos terminado. Espéreme un momentito ahí, junto a la puerta que tiene la “C” grande. Yo dejo mis cosas y ya lo alcanzo.

Mario tomó un poco del café, que ya estaba frío, y agarró una de las medialunas. Luego se dirigió hacia la puerta despacio pero aliviado.

La puerta se abrió sola al percibir su proximidad. El sol más lindo de la mañana le bañó todo el cuerpo de luz, y una alfombra infinita de nubes perfectas le cubrió los pies descalzos de un frío inusual.

El flaco ya estaba del otro lado y Mario sonrió sin esfuerzo al verlo.

—Le hago una pregunta, señor—dijo Mario al volver a verlo—. ¿Cuándo empiezo a estudiar? Me ilusiona aprender más cosas, arrepentirme de aquello que hice mal.

—No se preocupe, Onetti, acaba de dar toda la carrera libre con las preguntas que le hice. Ya se recibió. ¡Felicidades! Y vaya tranquilo. Camine hasta las puertas de oro, que ahí lo espera un colaborador mío. Yo acá me despido. Descanse, que se lo merece. —Lo miró de frente y le extendió la mano derecha, visiblemente lastimada en su palma—. Un placer volver a verlo y que Dios lo bendiga siempre.

I

—Buenos días, ¿el señor Fernando Onetti? —dijo la voz metálica por el portero, mientras la imagen del visor mostraba a un cartero en blanco y negro que no sabía muy bien para dónde mirar.

—Soy yo. ¿Quién es?

—Del Correo Argentino. Tengo un paquete que necesita su firma —dijo el tipo, encontrando la cámara por fin.

—Ya salgo. ¿Quién lo envía?

—Deme un minuto… Mario Onetti dice acá.

—Mario Onetti no puede ser.

—¿Cómo?

—¡Que Mario Onetti no puede ser! —gritó buscando sus llaves—. ¡No lo puedo creer! ¡Qué lindo sábado!

Ya habían pasado varios meses desde la muerte de su padre, pero la sola mención de su nombre no hacía más que cargar las tintas de su habitual ansiedad. Vivía preso de un cóctel diario y explosivo de nervios, angustia y quizás bronca

—¿Dónde le firmo? —dijo con el gesto cansado, sacándose el pelo de la cara con toda la mano—. Leyó mal el remitente. Mario Onetti era mi padre y falleció hace poco. ¿No será Mariano?

—No, Mario. Acá dice Mario.

—Déjeme ver a mí —dijo con el gesto sobrado y casi arrancándole los papeles al cartero. Reconoció la letra cuidada de su padre en los formularios, la confirmó en la etiqueta del paquete.

Avergonzado de su propia reacción, firmó rápido y ensayó un “gracias” sin siquiera levantar la mirada. No quería que el cartero lo viese llorar.

—No te pongas mal, pibe.

—Últimamente con esto de la muerte de mi viejo me pongo nervioso por cualquier cosa y le contesto mal a todo el mundo. Usted no tiene nada que ver, discúlpeme.

—No te preocupes. ¿Te hago una pregunta?

Fernando solo asintió con la cabeza, devolviéndole los papeles y la birome.

—¿Era buen tipo tu viejo?

—La verdad es que sí. Créame, no es por él. Son estas cosas de mierda, el paquete, la muerte, la incertidumbre.

—Tal vez sea un regalo. Un álbum de figuritas que no encontrabas, fotos viejas, un paquete de chocolate en rama.

—¡O salamines!

Se rieron juntos.

—¿Sabés cuál es el problema, Fernando? Era Fernando, ¿no? En algún momento la gente crece y se olvida de divertirse. Como si reírse de cualquier cosa fuese cosa de chicos. Te doy un solo consejo: no dejes que la muerte de tu padre te haga perder la ilusión. Ilusionarse pasa por vivir la vida a fondo, con ganas. ¿Qué sabés lo que dice la carta?

El hombre le dio una palmada en la espalda y desapareció por la esquina mientras se guardaba la planilla en el bolso de cuero.

Fernando se sentó al sol, en el cordón de la vereda de su casa. Sin buscarla, se encontró con la primavera de su propio barrio. Los tilos de la calle parecían animarse a crecer, y el verde de sus hojas, traslúcidas por momentos, parecía volverse más intenso con el sol fuerte de la mañana. Respiró hondo. Tomó coraje y abrió el paquete con manos temblorosas.

Encontró un sobre dirigido a su hermano y a él. También, un paquete prolijo de quince cuadernos negros, casi iguales, envueltos en papel madera. Despegó el sobre con cuidado para no romperlo. La carta no era muy larga. Dos hojas inundadas de lapicera fuente. Las líneas apretadas, la inconfundible imprenta, los usuales papeles blancos y sin líneas.

Queridos chicos —rezaba el encabezado, sin fecha ni ciudad —, si mis cálculos, y el bendito Correo Argentino, no fallan, recibirán esta carta poco después de mi muerte. Es cierto que mencionarla, el escribir su nombre en un papel, me incomoda y hasta me pone la piel de gallina. Pero les juro que estoy tranquilo y en paz; por momentos, hasta conforme. La tuve a mamá casi toda la vida, los tuve a ustedes , que son mi orgullo máximo, la razón de mi propia existencia…

Las lágrimas de Fernando cayeron sobre el papel y destiñeron la tinta.

Esta no es una carta de despedida ni mucho menos. En realidad es una de bienvenida . Estos cuadernos representan la puerta de entrada a un mundo que aún no conocen.

Por muchas razones, nunca pude contarles . Este envío es una invitación para los dos. Un pasaje en el tiempo hacia mi propio pasado. Un viaje directo a la historia misma de esta familia, que es tan mía como de ustedes.

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