Aiden Thomas - Los chicos del cementerio

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¡BESTSELLER! N.º 1 DEL NEW YORK TIMES + N.º 1 EN INDIEBOUND.Yadriel ha invocado a un espíritu y ahora no puede librarse de él.En el mundo de Yadriel, los nahualos liberan espíritus y las nahualas tienen la capacidad de sanar. Cuando su familia latina se muestra reticente a aceptar su identidad, Yadriel decide demostrarles que es un auténtico nahualo. Con la ayuda de su prima Maritza, realiza su ceremonia de quince años e invoca a su primer espíritu.Pero el espíritu resulta ser Julián Díaz, el chico malo del instituto, y Julián no piensa cruzar tranquilamente al más allá: quiere saber qué ocurrió y atar algunos cabos sueltos antes de marcharse. Yadriel accede a ayudarlo… pero cuanto más tiempo pasa con Julián, menos ganas tiene de que se vaya.– Selección del National Book Award (2020). – Nominado a dos categorías de los Goodreads Choice Awards (2020). – Nominado al premio Locus (2021)

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—¿Qué pasó? ¿Qué demonios pasó? —jadeó Maritza al lado de Yadriel mientras cruzaban corriendo el cementerio. Lo repetía una y otra vez, como un mantra insistente.

Yadriel nunca la había visto tan conmocionada, lo cual hacía que todo fuera muchísimo peor. Normalmente, él era el que perdía los nervios en situaciones tensas, mientras que ella se lo tomaba todo a broma. Pero lo que había ocurrido aquella noche no era cosa de risa.

A Tito no se le veía por ninguna parte. Se oían voces frenéticas por el cementerio. Ambos pasaron corriendo por delante de un par de espíritus confusos.

—¿Qué ocurre? —les gritó Felipe, aferrado al cuello de su vihuela, cuando lo dejaron atrás.

—¡No lo sé! —Fue todo lo que Yadriel pudo decir.

Como los nahuales estaban tan unidos a la vida y la muerte, a los espíritus y a los vivos, cuando uno de ellos moría, todos lo sentían.

La primera vez que Yadriel percibió algo así, solo tenía cinco años. Se despertó en mitad de la noche como si hubiera tenido una pesadilla y lo único que ocupaba su mente era su abuelito. Salió de la cama y se dirigió lentamente a la habitación de sus abuelos, donde el anciano yacía inmóvil. Su abuela estaba sentada a su lado; lo tomaba de la mano y le susurraba plegarias al oído mientras las lágrimas se deslizaban por sus mejillas arrugadas.

Su papá estaba de pie al otro lado de la cama, con Diego bajo el brazo. Tenía una expresión estoica y pensativa, y en sus ojos oscuros se reflejaba una profunda pena. La mamá de Yadriel lo abrazó y le acarició suavemente la espalda mientras se despedían.

El abuelo de Yadriel murió mientras dormía. Se había ido en paz, sin dolor. Lo único que despertó a Yadriel fue la repentina sensación de pérdida, como si le hubieran arrojado de repente un balde de agua fría en el estómago.

Pero aquello era distinto. Miguel no se había ido en paz.

Debía de tratarse de un error. No tenía sentido. Aunque lo había percibido, a pesar de que sabía exactamente lo que significaba, era imposible que Miguel estuviera muerto.

Miguel era el primo de Yadriel y solo tenía veintiocho años. Yadriel lo había visto esa misma noche, cuando se había pasado por casa para llevarse una de las conchas de la abuela antes de que empezara su turno en el cementerio.

¿Había sido un accidente? ¿Puede que Miguel hubiera salido del cementerio y lo hubieran atropellado? Porque era imposible que Miguel se hubiera matado en el cementerio, ¿verdad?

Tenían que llegar a casa y enterarse de qué había arrebatado a Miguel de sus vidas tan violentamente.

Maritza tenía las piernas más largas y el binder le apretaba las costillas a Yadriel, así que le costaba seguirle el ritmo. Su portaje, que llevaba guardado en la mochila, le parecía especialmente pesado.

Al girar la esquina, se toparon con un caos desatado. Voces gritando. Gente entrando y saliendo a toda prisa de la casa. Sombras que se movían tras las cortinas.

Cuando Maritza llegó a la verja metálica, abrió la puerta sin miramientos y se fue directa a las escaleras con Yadriel pisándole los talones. Alguien salió a toda prisa por la puerta principal y casi tiró al nahualo, pero él consiguió abrirse paso hasta el interior.

Su casa era bastante pequeña y, durante las semanas que precedían al Día de Muertos, «atestada» no llegaba a describirla. Todas las superficies se usaban para almacenar lo necesario para las celebraciones. Sobre el sofá de piel desgastado se acumulaban precariamente cajas llenas de cirios, mariposas monarca de seda y cientos de adornos coloridos de papel picado meticulosamente cortado.

Aquello debería haber sido una escena de preparación para la festividad más importante del año, pero lo que encontraron fue un pánico enloquecido. Maritza se aferró a la sudadera de Yadriel para no apartarse de él mientras los empujaban de un lado a otro.

Claudia, la mamá de Miguel, estaba sentada en la mesa del comedor. A su lado se encontraba la abuelita de Yadriel acompañada de otras nahualas. Le acariciaban los brazos a Claudia y le dedicaban palabras de ánimo en español, pero era imposible consolarla.

El sufrimiento emanaba de ella en oleadas. Yadriel lo notaba en los huesos, y no pudo evitar una mueca de dolor ante aquellos llantos profundos de pura angustia. Era algo que él ya conocía muy bien. Lo había vivido en sus propias carnes.

Lo único que podía hacer era observar cómo su abuela empleaba su magia.

Sin dejar de susurrar calmadamente al oído de Claudia, la abuela se palpó bajo el cuello de la blusa negra con flores bordadas y sacó su portaje: un viejo rosario de cuentas de madera con un corazón de peltre que colgaba del final. Desenroscó la parte superior con dedos hábiles y extendió sangre de pollo por el corazón sagrado.

—Usa mis manos —dijo en voz baja y firme, invocando a la Dama Muerte. El rosario resplandeció con luz dorada mientras ella murmuraba—: Te doy tranquilidad de espíritu.

La abuela presionó el corazón de peltre contra la frente de Claudia. Tras unos instantes, los lamentos empezaron a calmarse. La expresión consternada de Claudia empezó a desvanecerse, alisando las arrugas de su rostro. Yadriel sintió cómo la agonía de Claudia se iba convirtiendo en un dolor más leve. Sus hombros fueron cayendo hasta que estuvo reclinada en la silla. Los brazos y las piernas le pesaban, y acabó descansando las manos sobre el regazo. Aunque seguía teniendo la cara colorada y las lágrimas no dejaban de caer, su pena era mucho menos terrible.

La luz resplandeciente del rosario de la abuela se fue apagando hasta que volvió a ser de madera y peltre.

Una vez, Yadriel le preguntó a su mamá por qué no se llevaban todo el dolor cuando alguien estaba triste, y ella le explicó que era importante que la gente sintiera pena y llorara la pérdida de un ser querido.

Yadriel sentía un gran respeto por su abuela, por todas las nahualas y por los poderes increíbles que poseían. Unos poderes que, simplemente, nunca habían sido los suyos.

Los sollozos sacudieron el pecho de Claudia cuando la abuela le retiró el rosario de la frente, dejando una mancha roja sobre su ceño fruncido. Una de las nahualas le dio a Claudia un vaso de agua y otra le secó suavemente las mejillas con un pañuelo.

—Solo faltan un par de días para el Día de Muertos —le recordó la abuela a Claudia en ese inglés con tanto acento que tenía, sonriéndole y apretándole la mano—. Verás a Miguel de nuevo.

Tenía razón, sin duda, pero Yadriel no creía que aquello fuera a servirle de mucho consuelo a Claudia en ese estado. La abuela le dijo lo mismo a él cuando su mamá murió y, aunque Yadriel sabía que tenían suerte de poder ver a sus seres queridos cuando ya habían muerto, no le hizo sentir mejor. Una visita de dos días al año jamás podía compensar el hecho de no tenerlos cerca cada día.

Y había otro problema: si Miguel no había cruzado a la tierra de los muertos, si seguía anclado a este mundo, no podría regresar para el Día de Muertos.

¿Qué le había ocurrido?

Alguien salió a toda prisa de la cocina y se chocó con Yadriel; fue entonces cuando oyó la voz de su papá. Apartó la vista de Claudia y se deslizó entre los cuerpos que se interponían entre él y la cocina, con Maritza siguiéndole de cerca.

Allí, de pie, había un grupo de nahualos con los ojos fijos en el papá de Yadriel. Enrique Vélez Cabrera era un hombre alto (genes que Yadriel clarísimamente no había heredado) y de complexión media. Tenía algo de panza que tensaba la camisa de cuadros roja que llevaba metida en los vaqueros. Desde que Yadriel tenía memoria, siempre había llevado el mismo corte de pelo sencillo y bigote frondoso. La única diferencia era que ya tenía algunas canas en las sienes.

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