Oculto junto a Maritza, Yadriel se sacudía de impaciencia. Ver los espíritus de dos niñas muertas correteando por un cementerio asustaría a cualquiera, pero él temía encontrarse con Nina y Rosa por motivos aún más horripilantes: ambas eran unas chivatas y no se fiaba de que no fueran a buscar a su papá para delatarlo. Si esas dos se enteraban de algún secreto tuyo, te ponían entre la espada y la pared y te sometían a unas torturas inimaginables. Por ejemplo, te obligaban a jugar al escondite durante horas mientras ellas hacían trampas con sus cuerpos intangibles. O fingían que no te encontraban detrás de un contenedor apestoso durante una de las calurosas tardes de Los Ángeles. Desde luego, no merecía la pena estar en deuda con ellas dos.
Cuando las niñas por fin se fueron corriendo, Yadriel no perdió ni un segundo y corrió hacia donde se dirigía.
Al volver una esquina, se toparon con la entrada techada que conducía al terreno de la iglesia. Yadriel alzó la cabeza. Las palabras «El Jardín Eterno» estaban delicadamente escritas a mano con pintura negra ya desgastada, pero Yadriel sabía que su primo Miguel se encargaría de repasarlas antes de que empezaran las festividades del Día de Muertos, que se celebrarían dentro de muy poco. Un pesado cerrojo con candado evitaba que entraran intrusos.
Como líder de las familias nahuales, Enrique, el papá de Yadriel, era quien tenía la llave y solo se la daba a los nahualos que estaban de guardia en el cementerio por la noche. Yadriel no tenía llave, lo cual significaba que él solo podía entrar durante el día o durante los ritos y celebraciones.
—¡Vamos!
Entre el susurro brusco de Maritza y sus uñas pintadas clavándosele en el costado, Yadriel se llevó un buen sobresalto. El viento la había despeinado; tenía el pelo corto y grueso, con rizos teñidos de rosa y morado pastel que contrastaban con su piel marrón. Ella lo azuzó:
—¡Tenemos que entrar ahí antes de que nos vea alguien!
—¡Chsss! —siseó él, apartando la mano de su prima.
A pesar de sus palabras, a Maritza no le preocupaba meterse en un lío histórico. De hecho, se la veía entusiasmada, con los ojos oscuros bien abiertos y los labios curvados en una sonrisa pícara que el joven conocía demasiado bien.
Yadriel se deslizó hasta la parte izquierda de la entrada; entre el muro y el último barrote de hierro había un lugar donde los ladrillos se habían desmoronado. Después de arrojar la mochila al otro lado del muro, se puso de perfil y se escurrió a través del agujero, pero el barrote le arañó dolorosamente el pecho a través del binder de poliéster y elastano. Cuando hubo atravesado el hueco, se ajustó en un momento el top debajo de la camiseta para que los cierres no se le clavaran en el costado. Le había llevado tiempo encontrar un binder que le masculinizara el pecho y que no picara ni le apretara hasta casi ahogarlo.
Yadriel se puso la mochila al hombro de nuevo y, al volverse, vio que Maritza estaba teniendo más dificultades que él: tenía la espalda pegada a los ladrillos, una pierna a cada lado del barrote y, la verdad, le estaba costando cruzar al otro lado. Yadriel tuvo que ponerse el puño en la boca para ahogar una risotada y Maritza lo asesinó con la mirada.
—¡Cállate! —gruñó antes de atravesar por fin el hueco y sacudirse la suciedad de los vaqueros—. Pronto tendremos que buscar otra forma de entrar. Crecimos demasiado.
—Lo que creció demasiado es tu trasero —se burló Yadriel y, con una sonrisa socarrona, añadió—: Quizás deberías comer menos pastelitos.
—¿Y perder estas curvas? —Ella se pasó las manos por la cintura y las caderas con una sonrisa sarcástica—. Gracias, pero prefiero morirme.
Maritza le dio un puñetazo en el brazo antes de dirigirse lánguidamente hacia la iglesia, y Yadriel se apresuró a alcanzarla. A ambos lados del camino de piedra crecían hileras de flores de cempasúchil naranjas y amarillas, altas y apoyadas las unas en las otras como si fueran amigos borrachos. Esas «flores de muerto» habían florecido durante los meses anteriores al Día de Muertos y sus pétalos caídos cubrían el suelo como si fueran confeti.
La iglesia estaba pintada de blanco, tenía un tejado de terracota y unos rosetones con forma de estallido estelar que flanqueaban las enormes puertas de roble. De la parte superior, sobresalía una espadaña semicircular con un pequeño nicho que albergaba una cruz y, a cada lado, dos vanos que contenían campanas de hierro.
—¿Estás listo? —En el rostro de Maritza no había inquietud, sino una sonrisa de oreja a oreja. Prácticamente bailaba sobre la punta de los pies.
Yadriel se notaba el pulso en las venas. Los nervios se le arremolinaban en el estómago.
Maritza y él llevaban toda la vida colándose en el cementerio por la noche. El patio de la iglesia era un buen lugar para esconderse y jugar cuando eran pequeños, y estaba lo bastante cerca de casa como para oír a su abuela cuando los llamaba para cenar. Pero nunca se habían metido en la iglesia y, si seguían adelante, estarían rompiendo una decena de tradiciones y reglas de los nahuales.
Si seguía adelante, no habría vuelta atrás.
Asintió rígidamente, con los puños cerrados.
—Hagámoslo.
Los pelos de la nuca se le pusieron de punta y Maritza tuvo un escalofrío a su lado.
—¿Hacer qué?
Ambos se sobresaltaron ante la vehemencia de aquella pregunta. Maritza dio un brinco y Yadriel tuvo que sujetarla por los brazos para evitar que lo tirara a él también.
A su izquierda, había un hombre de pie, al lado de una pequeña tumba de color melocotón.
—Caray, Tito, ¡nos diste un susto de muerte! —resopló Yadriel con la mano sobre el pecho.
Maritza bufó indignada. A veces, un fantasma podía pasar desapercibido incluso para ellos dos.
Tito era un hombre achaparrado que llevaba una camiseta bermellón de la selección de Venezuela, pantalones cortos y un gran sombrero de paja desgastado sobre la cabeza. Bajo el ala del sombrero, sus ojos miraron con sospecha a Yadriel y Maritza mientras se inclinaba sobre las flores de cempasúchil; había sido el jardinero del cementerio durante mucho tiempo.
Énfasis en «había sido», puesto que llevaba muerto cuatro años.
En vida, Tito fue un jardinero de mucho talento. Él suministraba todas las flores para las celebraciones de los nahuales, pero también para las bodas, festividades y funerales de los habitantes sin magia del Este de Los Ángeles. Empezó vendiendo las flores que llevaba al mercado local en baldes y acabó teniendo su propia tienda.
Después de fallecer mientras dormía y de que enterraran su cuerpo, Tito reapareció en el cementerio, dispuesto a ocuparse de las flores de las que había cuidado durante casi toda su vida. Le explicó al papá de Yadriel que aún tenía trabajo que hacer y que no confiaba en nadie para tomarle el relevo. Enrique dijo que Tito podía quedarse mientras siguiera siendo él mismo, pero con lo testarudo que era el jardinero, Yadriel se preguntaba si su papá habría sido capaz de liberarlo, aunque lo hubiera intentado.
—¿Qué van a hacer? —repitió Tito.
Bajo las luces anaranjadas de la iglesia, su cuerpo parecía bastante sólido, aunque sí se notaba algo traslúcido en comparación con las tijeras de podar más que tangibles que llevaba en la mano. Los bordes de los espíritus eran borrosos y, en general, su color era algo menos… vivo que el del mundo que los rodeaba. Parecían fotografías desenfocadas y con la saturación baja. Si Yadriel giraba un poco la cabeza, la forma de Tito se difuminaba y se mezclaba con el fondo.
Yadriel se maldijo a sí mismo mentalmente; los nervios le habían jugado una mala pasada y por eso no había sentido antes a Tito.
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