Aiden Thomas - Los chicos del cementerio

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¡BESTSELLER! N.º 1 DEL NEW YORK TIMES + N.º 1 EN INDIEBOUND.Yadriel ha invocado a un espíritu y ahora no puede librarse de él.En el mundo de Yadriel, los nahualos liberan espíritus y las nahualas tienen la capacidad de sanar. Cuando su familia latina se muestra reticente a aceptar su identidad, Yadriel decide demostrarles que es un auténtico nahualo. Con la ayuda de su prima Maritza, realiza su ceremonia de quince años e invoca a su primer espíritu.Pero el espíritu resulta ser Julián Díaz, el chico malo del instituto, y Julián no piensa cruzar tranquilamente al más allá: quiere saber qué ocurrió y atar algunos cabos sueltos antes de marcharse. Yadriel accede a ayudarlo… pero cuanto más tiempo pasa con Julián, menos ganas tiene de que se vaya.– Selección del National Book Award (2020). – Nominado a dos categorías de los Goodreads Choice Awards (2020). – Nominado al premio Locus (2021)

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Después de la muerte del abuelo de Yadriel, su papá ocupó el puesto de líder de los nahuales del Este de Los Ángeles. La abuela era su mano derecha y hacía las veces de matriarca y de líder espiritual. Enrique se había ganado el respeto y la admiración de toda la comunidad; los hombres que había en la cocina le prestaban toda su atención, sobre todo Diego, el hermano mayor de Yadriel, que se encontraba a su lado y asentía enérgicamente ante cada instrucción que daba.

—Debemos encontrar el portaje de Miguel. Si no cruzó a la tierra de los muertos, estará enlazado a él —explicó Enrique al grupo.

Aferrado al borde de la pequeña mesa de madera y con los ojos vivos, su voz sonaba grave y solemne. Cuando Yadriel observó a su alrededor, las caras de los nahualos reflejaban distintos grados de conmoción.

—Ya tenemos gente buscando en el cementerio, pues estaba de guardia hoy, pero necesitamos que alguien vaya a casa de Claudia y Benny —continuó Enrique.

Aunque Miguel ya rozaba los treinta, aún vivía en la casa familiar para ayudar a su papá discapacitado. Miguel era amable, paciente y siempre se había portado bien con Yadriel. Al pensar en él, a Yadriel se le hizo un nudo en la garganta.

—Que alguien vaya a buscar alguna camisa de Miguel y que después vaya a despertar a Julio; puede que necesitemos a sus perros —añadió Enrique, y un nahualo salió corriendo.

Julio era un viejo nahualo cascarrabias que criaba pitbulls y los entrenaba para que aprendieran a seguir rastros; era una habilidad muy útil para localizar cuerpos y anclas de espíritus perdidos.

—¡Busquen por todas partes! —Enrique se irguió y sus ojos se movieron por la cocina abarrotada—. ¿Alguien vio a…?

—¡Papá!

Yadriel se abrió paso hasta el frente y Enrique giró la cabeza hacia él de inmediato, aliviado y sorprendido:

—¡Yadriel! —Enrique lo aplastó contra su pecho, rodeándolo vigorosamente con los brazos—. ¡Ay, Dios mío!

Con sus manos ásperas, tomó la cara de Yadriel y le plantó un beso en la coronilla. Yadriel se puso tenso, resistiéndose al repentino contacto físico. Su papá lo agarró por los hombros y lo miró con el ceño fruncido.

—Me preocupaba que te hubiera ocurrido algo.

Yadriel dio un paso atrás para liberarse:

—Estoy bien…

—¿Dónde estaban ustedes dos? —preguntó Diego.

Sus ojos pardos iban y venían de Yadriel a Maritza. Yadriel dudó; Maritza se encogió de hombros.

Existía un motivo por el que habían celebrado la ceremonia del portaje de Yadriel en secreto. Un motivo por el que Maritza había pasado tanto tiempo fabricándole la daga sin que se enterara su papá. Los ritos de los nahuales se basaban en tradiciones antiquísimas, e ir en contra de esas tradiciones se consideraba blasfemo. Cuando Yadriel cumplió quince años y se negó a que lo presentaran ante la Dama Muerte como una nahuala, no le permitieron hacerlo como un nahualo. Era inadmisible. Le dijeron que no funcionaría, que la Dama Muerte no cambiaría la forma en la que bendecía solo porque él dijera que era un chico.

Ni siquiera le dejaron intentarlo. Era más fácil ocultarse detrás de sus tradiciones que desafiar sus creencias y su comprensión de cómo funcionaban las cosas en el mundo de los nahuales.

Aquello hacía que Yadriel se sintiera avergonzado de ser quien era. Sentía que aquel rechazo flagrante era personal, porque lo era . Era un rechazo abierto hacia su persona: un chico transgénero que intentaba encontrar un lugar en su comunidad.

Pero se equivocaban. La Dama Muerte le había respondido. Ahora solo tenía que demostrarlo.

Orlando entró apresuradamente en la cocina y la atención del papá de Yadriel se posó en él:

—¿Lo encontraste?

Orlando negó con la cabeza.

—Seguimos buscando por el cementerio, pero no hay ni rastro de él —dijo, al tiempo que se quitaba su gorra de béisbol y la retorcía entre las manos—. No hemos podido sentirlo ni nada, ¡es como si hubiera desaparecido!

—¡Papá! —Yadriel trató de parecer más alto—. ¿Cómo puedo ayudar?

Todas las miradas pasaron por encima de su cabeza.

—Necesito que varios de ustedes empiecen a buscar por las calles. Distribúyanse a partir de la entrada principal —dijo Enrique con una mano pesada sobre el hombro de Yadriel—. Miguel no habría abandonado sus obligaciones sin motivo.

Orlando asintió y se dirigió de nuevo hacia la puerta. Yadriel intentó seguirle, pero su papá aún lo agarraba con fuerza.

—Tú no, Yadriel —dijo con firmeza.

—¡Pero puedo ayudar!

Otro nahualo consiguió entrar en la cocina y Yadriel sintió cómo en su interior nacía un brote de esperanza.

El tío Catriz era el hermano mayor de su papá, aunque era difícil adivinarlo solo con verlos. Enrique Vélez Cabrera era un hombre ancho y redondeado, mientras que Catriz Vélez Cabrera era larguirucho y anguloso. Llevaba el pelo largo recogido en un moño en la nuca, y tenía los pómulos altos y la nariz aguileña. Unos plugs tradicionales de jade y de casi veinticinco milímetros le adornaban los lóbulos.

—Por fin llegaste, Catriz. —Enrique suspiró.

—Hola, tío Catriz —murmuró Yadriel, sintiéndose menos en minoría.

Catriz le dedicó una pequeña sonrisa a Yadriel antes de volverse hacia su hermano.

—Vine en cuanto lo sentí —dijo con un resuello. Sus cejas delgadas se juntaron—. ¿Miguel está…?

El papá de Yadriel asintió, y su tío sacudió la cabeza seriamente. Varios de los nahualos que había en la cocina se santiguaron.

Yadriel no aguantaba más sin hacer nada. Quería contribuir. Quería ayudar. Miguel formaba parte de su familia y había sido un buen hombre; era el que traía el pan a casa de sus papás y siempre había sido amable con Yadriel. Uno de los recuerdos de infancia favoritos del joven nahualo era haber ido con Miguel en su motocicleta. Su papá y su mamá le habían prohibido explícitamente que se acercara a ella, pero si le suplicaba a Miguel lo suficiente, este siempre acababa dejándolo subir. Yadriel recordaba lo mucho que pesaba el casco y lo grande que le iba cuando Miguel lo llevaba a dar una vuelta por el barrio, circulando a poco más de quince kilómetros por hora. Cuando se dio cuenta de que no volvería a verlo con vida, una nueva ola de dolor lo golpeó.

—¿Y si no logramos encontrarlo? —preguntó Andrés rompiendo el silencio. Era un chico flacucho y pecoso, y también el mejor amigo de Diego.

El papá de Yadriel tensó la mandíbula. Los demás intercambiaron miradas.

—Sigan buscando. Debemos encontrar su portaje. Si logramos invocar a su espíritu, podrá contarnos qué pasó —dijo Enrique frotándose la frente con el puño. Estaba claro que tampoco creía que Miguel hubiera muerto y cruzado sin más a la otra vida, y Yadriel estaba de acuerdo. No parecía una posibilidad, teniendo en cuenta lo violenta que se sintió su muerte—. Con suerte, estará con su cuerpo.

A Yadriel se le encogió el estómago ante la idea de encontrar el cuerpo sin vida de Miguel en algún lugar del cementerio. La cara de Andrés pasó a tener un impresionante tono verdoso, y Yadriel no pudo creer que hace tiempo hubiera estado perdidamente enamorado de él.

Enrique tomó su portaje de la encimera. Era un cuchillo de caza, mucho más grande y amenazador que el de Yadriel, pero seguía siendo discreto si se comparaba con los portajes que llevaban los nahualos más jóvenes, como Diego y Andrés.

Los cuchillos de estos dos eran largos y ligeramente curvos, demasiado grandes como para ser prácticos o poderlos ocultar fácilmente. Tenían sus nombres grabados en las hojas y les habían añadido adornos llamativos. De la empuñadura del portaje de Andrés colgaba una pequeña cruz de una cadena de dos centímetros y medio. Diego llevaba una calavera bañada en oro. «Extravagantes» era la palabra que había usado Maritza para definir esos portajes. Los adornos no solo eran totalmente innecesarios, sino que encima molestaban.

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