Aiden Thomas - Los chicos del cementerio

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Los chicos del cementerio: краткое содержание, описание и аннотация

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¡BESTSELLER! N.º 1 DEL NEW YORK TIMES + N.º 1 EN INDIEBOUND.Yadriel ha invocado a un espíritu y ahora no puede librarse de él.En el mundo de Yadriel, los nahualos liberan espíritus y las nahualas tienen la capacidad de sanar. Cuando su familia latina se muestra reticente a aceptar su identidad, Yadriel decide demostrarles que es un auténtico nahualo. Con la ayuda de su prima Maritza, realiza su ceremonia de quince años e invoca a su primer espíritu.Pero el espíritu resulta ser Julián Díaz, el chico malo del instituto, y Julián no piensa cruzar tranquilamente al más allá: quiere saber qué ocurrió y atar algunos cabos sueltos antes de marcharse. Yadriel accede a ayudarlo… pero cuanto más tiempo pasa con Julián, menos ganas tiene de que se vaya.– Selección del National Book Award (2020). – Nominado a dos categorías de los Goodreads Choice Awards (2020). – Nominado al premio Locus (2021)

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—Tenemos que irnos —dijo Enrique, y todo el mundo comenzó a moverse.

Aquella era su oportunidad. Podía ayudarles a encontrar a Miguel para que lo enterraran en el camposanto de los nahuales. Era una de las responsabilidades de los nahualos, así que él también se encargaría. Ahora que tenía su propio portaje, quizás Yadriel podría ser quien liberara el espíritu de Miguel a la otra vida.

Hizo ademán de seguir a los nahualos, pero Enrique extendió el brazo para detenerlo.

—Tú no. Quédate aquí —le ordenó.

A Yadriel se le cayó el alma a los pies, pero insistió:

—Papá, puedo hacer lo mismo que el resto…

Un sonido fuerte hizo que Enrique sacara su teléfono del bolsillo. Pasó el pulgar por la pantalla, se lo llevó al oído y preguntó con expresión tensa:

—Benny, ¿lo encontraste?

Todos se quedaron quietos. Yadriel oyó palabras apresuradas en español al otro lado de la línea. Su papá dejó caer los hombros y, masajeándose la frente, suspiró:

—No, nosotros tampoco. Estamos tratando de reunir a más gente para que ayuden con la búsqueda…

El joven saltó al ver la oportunidad.

—¡Yo puedo ir! —dijo.

Su papá le dio la espalda y siguió hablando por teléfono. Frustrado, Yadriel hizo una mueca y se puso delante de él.

—¡Papá! Déjame ayudar. Yo…

—Te dije que no, Yadriel —gruñó Enrique, frunciendo el ceño mientras trataba de oír la voz al otro lado.

Normalmente, Yadriel no le llevaba la contraria a su papá, pero aquello era importante. Miró a los nahualos que aún quedaban en la cocina, buscando a alguien que lo escuchara, pero ya iban saliendo unos detrás de otros a excepción del tío Catriz, que observaba a Yadriel con expresión desconcertada.

Cuando su papá se dirigió a la puerta, Yadriel se interpuso en su camino con determinación, se quitó la mochila del hombro y abrió la cremallera.

—Si tan solo me escucharas.

—Yadriel…

Él ya tenía la mano dentro y aferró la empuñadura de su portaje:

—Mira…

—¡Basta!

El grito de Enrique hizo saltar a Yadriel.

Su papá era un hombre de carácter tranquilo. Era muy difícil que algo lo alterara o le hiciera perder la calma. Eso era, en parte, lo que lo convertía en un buen líder. Ver la cara de su papá tan colorada, oír la aspereza de su voz, era realmente estremecedor. Incluso Diego, que estaba justo detrás de Enrique, se sobresaltó.

La cocina se quedó en silencio. Yadriel sentía que todos los ojos estaban puestos en él y cerró la boca de golpe. El corte que tenía en la lengua le escocía; era una sensación afilada y metálica.

Enrique apuntó a la sala de estar con un dedo:

—¡Tú te quedas aquí con el resto de las mujeres!

Yadriel se estremeció. Una vergüenza ardiente le inundó las mejillas. Soltó la daga y dejó que cayera al fondo de su mochila. Miró a su papá lleno de furia, tratando de parecer feroz y desafiante, aunque los ojos le quemaban y las manos le temblaban.

—Con el resto de las mujeres —repitió Yadriel, escupiendo las palabras como si fueran veneno.

Enrique parpadeó y su enfado se tornó en confusión, como si de repente pudiera ver claramente a Yadriel. Se apartó el teléfono de la oreja. Los hombros se le hundieron y su expresión se relajó.

—Yadriel… —suspiró, extendiendo la mano hacia su hijo.

Sin embargo, Yadriel no iba a quedarse a escucharlo. Maritza intentó detenerle:

—Yads…

—Déjame.

No podía soportar su cara de lástima. Se dio la vuelta, se abrió paso entre los mirones y escapó hacia el garaje. La puerta se estrelló contra la pared antes de que él la cerrara de un portazo y bajara los pocos escalones dando zancadas.

Cuando encendió las luces, estas parpadearon y revelaron un caos organizado. El carro de su papá estaba aparcado a un lado. Yadriel caminó de un lado a otro sobre el cemento manchado de aceite; respiraba entrecortadamente, ya que el binder le apretaba las costillas. El enfado y la vergüenza libraban una guerra en su interior.

Quería gritar o romper algo. O ambas cosas.

La cara de su papá —la expresión de arrepentimiento cuando se dio cuenta de lo que había dicho— le pasó por la mente. Yadriel siempre estaba perdonando a la gente por ser insensible, por referirse a él usando el género equivocado y por llamarlo por su necrónimo. Cuando le hacían daño, siempre les daba el beneficio de la duda, o lo achacaba a que no entendían o que estaban acostumbrados a ciertas cosas.

Pero estaba harto. Harto de perdonar. Harto de tener que luchar simplemente por existir y ser él mismo. Harto de ser el raro.

Pertenecer implicaba negar quién era, y vivir como alguien que no era casi lo había destrozado por dentro. Sin embargo, también amaba a su familia y a su comunidad. Ya bastante duro era el hecho de no encajar; ¿qué ocurriría si no podían (o no querían) aceptarlo por lo que era?

Frustrado, le dio una patada al neumático del carro, pero lo único que consiguió fue hacerse daño en el pie. Soltó una ristra de palabrotas y trastabilló hasta un taburete viejo. Con una mueca, se sentó pesadamente.

Eso no fue buena idea.

Miró con el ceño fruncido al sedán negro, y su reflejo enfadado le devolvió la mirada desde el parabrisas. El pelo se le había despeinado de todo lo que había corrido aquella noche. Yadriel lo llevaba corto de los lados y más largo por arriba, y dedicaba mucho tiempo a peinárselo. El cabello era una de las pocas cosas de su apariencia que podía controlar. No había manera de que las camisas de vestir le quedaran bien (o le apretaban demasiado el pecho y las caderas, o le quedaban cómicamente enormes), pero al menos podía decolorarse el pelo e invertir su pequeña paga en comprar gomina Suavecito. Era lo único que lograba domar su gruesa mata de cabello ondulado y negro. No podía alargar sus mejillas redondeadas ni hacer que las cejas le crecieran gruesas y oscuras. Para él, las botas militares eran algo tan práctico como estético: con ellas puestas, ganaba algo más de dos centímetros. No era mucho, pero le ayudaba a sentirse menos acomplejado por lo bajito que era en comparación con el resto de chicos de dieciséis años. Los pequeños cambios, como por ejemplo imitar la forma en la que vestían o llevaban el pelo Diego y sus amigos, hacían que se sintiera algo más cómodo en su propia piel.

Desde un rincón, le llegó el sonido de un crujido, seguido de un maullido curioso y entrecortado. Una pequeña gata emergió lánguidamente de detrás de una pila de cajas de cartón. Lo cierto es que más bien parecía una versión caricaturizada de una gata, porque tenía un gran agujero en una oreja y el ojo izquierdo siempre entrecerrado. Además, tenía la columna huesuda y algo torcida, la cola prácticamente calva y una de las patas traseras en una posición algo rara.

Un profundo suspiro liberó algo del enojo que Yadriel tenía en el pecho.

—Ven aquí, Picassina —la llamó extendiendo la mano.

Con otro maullido de felicidad, la gata cojeó hacia Yadriel; el cascabel que colgaba de su collar azul tintineaba a su paso. Se restregó contra una de sus piernas y le llenó los vaqueros negros de pelos grises.

Yadriel logró esbozar una pequeña sonrisa y recorrió con los dedos el lomo maltrecho del animal antes de rascarle debajo de la barbilla, justo donde le gustaba. Su recompensa fueron unos ronroneos bien sonoros.

Picassina se había unido a la familia cuando Yadriel tenía trece años, durante la época en la que su mamá había tratado de enseñarle a sanar. Las nahualas solían aprender esas habilidades mucho antes de la ceremonia del portaje, pues las mujeres de la familia las instruían paso a paso.

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