Aiden Thomas - Los chicos del cementerio

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¡BESTSELLER! N.º 1 DEL NEW YORK TIMES + N.º 1 EN INDIEBOUND.Yadriel ha invocado a un espíritu y ahora no puede librarse de él.En el mundo de Yadriel, los nahualos liberan espíritus y las nahualas tienen la capacidad de sanar. Cuando su familia latina se muestra reticente a aceptar su identidad, Yadriel decide demostrarles que es un auténtico nahualo. Con la ayuda de su prima Maritza, realiza su ceremonia de quince años e invoca a su primer espíritu.Pero el espíritu resulta ser Julián Díaz, el chico malo del instituto, y Julián no piensa cruzar tranquilamente al más allá: quiere saber qué ocurrió y atar algunos cabos sueltos antes de marcharse. Yadriel accede a ayudarlo… pero cuanto más tiempo pasa con Julián, menos ganas tiene de que se vaya.– Selección del National Book Award (2020). – Nominado a dos categorías de los Goodreads Choice Awards (2020). – Nominado al premio Locus (2021)

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—¿Por qué no están en casa con los demás? —preguntó el jardinero.

—Solo íbamos a… entrar en la iglesia —contestó Yadriel, pero la voz se le rompió a mitad de la frase y carraspeó.

Tito levantó una ceja revuelta, lo que significaba que no se creía ni una palabra.

—Para echar un vistazo a las cosas, ya sabes —dijo Yadriel encogiéndose de hombros—. Para asegurarnos de que todo está… listo.

Con un «chas», las tijeras de Tito cortaron por el tallo un cempasúchil marchito. Maritza le dio unos golpecitos a Yadriel con el codo e hizo un gesto con la cabeza.

—¡Ah! —Yadriel se quitó la mochila y rebuscó en su interior hasta que sacó algo envuelto en un trapo blanco—. Traje algo para ti.

Felipe estaba demasiado ocupado con su novia como para que le importara qué se traían entre manos Yadriel y Maritza, y escabullirse sin que Nina y Rosa los vieran no era complicado, pero Tito era totalmente impredecible. El papá de Yadriel y él habían sido buenos amigos y era un hombre que no tenía paciencia alguna para las sandeces.

Sin embargo, las ofrendas de comida solían conseguir que hiciera la vista gorda.

—La abuelita las acaba de preparar… ¡Aún están calientes! —dijo Yadriel mientras abría el trapo y revelaba una concha: un delicioso pan dulce cuya crujiente parte superior se asemejaba a una concha marina—. Te traje una verde, ¡tu favorita!

Si a Tito no lo convencían sus mentiras transparentes, a lo mejor el pan dulce lograba persuadirlo.

Tito agitó la mano desdeñosamente y gruñó:

—No me interesa en qué andan metidos unos realengos como ustedes.

Maritza tomó aire y se llevó la mano al pecho con dramatismo:

—¿Nosotros? ¡Pero si jamás…!

Yadriel le dio un empujón para que se callara. Él no creía que fueran unos alborotadores, y menos si se comparaban con algunos de los nahuales más jóvenes, pero sabía que intentar hacerse pasar por angelitos no funcionaría con Tito. Por suerte, el jardinero parecía tener ganas de librarse de ellos.

—Márchense —dijo secamente—, pero no toquen mis flores de cempasúchil.

Yadriel no necesitaba que se lo dijera dos veces: agarró a Maritza del brazo y, cuando estaba punto de salir disparado hacia la iglesia, Tito añadió:

—Deja aquí la concha.

Yadriel la colocó sobre la tumba de color melocotón mientras Tito volvía a centrarse en sus flores.

El joven subió corriendo los peldaños de la iglesia con Maritza siguiéndolo de cerca y, tras un buen empujón, las enormes puertas se abrieron con un chirrido.

Avanzaron lentamente por la nave central. El interior de la iglesia era sencillo; a diferencia de las iglesias normales, no había muchas hileras de bancos ni asientos en la parte de atrás. Cuando los nahuales se reunían para las ceremonias y los ritos, todos los asistentes estaban de pie y formaban grandes círculos en el espacio abierto. En el ábside, había tres ventanas oblongas con vitrales intrincados y coloridos que la luz californiana atravesaba durante el día. Decenas de velas apagadas se apelotonaban en el altar principal.

Una estatua de la diosa sagrada de los nahuales descansaba sobre un estante colocado a media altura en la pared. Hacía milenios, cuando dioses y monstruos caminaban por las tierras de América Latina y del Caribe, los nahuales recibieron sus poderes de esta deidad: la Señora de los Muertos.

El esqueleto estaba labrado en piedra blanca. Con pintura negra, se habían acentuado las líneas de sus dedos huesudos, su sonrisa dentuda y las cuencas de los ojos. La Dama Muerte vestía un huipil tradicional blanco con ribetes de encaje, una falda a capas y una mantilla que le cubría la cabeza y le caía hasta los hombros. Flores delicadas bordadas con hilo dorado decoraban el cuello del vestido y el dobladillo de la mantilla. Un ramo de las flores de cempasúchil de Tito recién cortadas descansaba en sus manos esqueléticas.

Tenía muchos nombres e iteraciones: Santa Muerte, la Huesuda, Dama de Sombras, Mictecacíhuatl… Dependía de la cultura y del idioma, pero toda representación e imagen llevaba a lo mismo. Que lo bendijera la Dama Muerte, tener su propio portaje y poder servirla era lo que Yadriel más anhelaba en el mundo. Quería ser como los otros nahualos, encontrar espíritus perdidos y ayudarlos a cruzar al más allá. Quería pasarse las noches despierto y aburrirse vigilando el cementerio. Incluso se pasaría horas arrancando malas hierbas y pintando tumbas si así su gente lo aceptaba como nahualo.

A medida que Yadriel se acercaba a ella, impulsado por su deseo de servirla, pensó en todas las generaciones de nahuales que habían celebrado sus ceremonias de quince años allí mismo. Hombres y mujeres que habían llegado de todas partes —México, Cuba, Puerto Rico, Colombia, Honduras, Haití… incluso incas, aztecas y mayas— y que habían recibido sus poderes gracias a los dioses antiguos. Culturas dinámicas y repletas de bellos matices, mezcladas para dar forma a su comunidad.

Cuando un nahual cumplía quince años, se presentaba ante la Dama Muerte para recibir su bendición y para que ella vinculara su magia al canalizador que hubiera elegido, a su portaje. Los portajes de las mujeres solían ser rosarios, un símbolo que había nacido como collar ceremonial y cuyo significado se fue alterando con la expansión del catolicismo en América Latina. Era un accesorio que pasaba desapercibido y del que colgaba un dije que solía contener una pequeña cantidad de sangre de animal sacrificado. Aunque el símbolo más común era el de la cruz, los rosarios de las nahualas a veces lucían un corazón sagrado o una estatuilla de la Dama Muerte.

Los portajes de los hombres solían ser algún tipo de daga, pues era necesario un filo para cortar el hilo dorado que unía a los espíritus con sus anclas terrenales. Al cortar ese hilo, los nahualos podían liberar a los espíritus a la otra vida.

Obtener un portaje era un rito de paso importante para todos los nahuales.

Para todos, excepto para Yadriel.

Su ceremonia de quince años se había pospuesto indefinidamente. El pasado mes de julio había cumplido los dieciséis y ya estaba harto de esperar.

Para demostrar a su familia lo que era, quién era, Yadriel necesitaba celebrar su propia ceremonia de quince años, con el permiso de sus familiares o sin él. Su papá y el resto de los nahuales no le habían dejado otra opción.

Por su espalda se deslizaban gotas de sudor que le provocaban escalofríos por todo el cuerpo. El aire se notaba cargado y el suelo bajo sus pies rebosaba energía. Era ahora o nunca.

Yadriel se inclinó ante la Dama Muerte y empezó a sacar de la mochila los materiales que necesitaba para la ceremonia. Colocó cuatro cirios en el suelo formando un diamante para representar los cuatro vientos. En el centro, puso un bol de arcilla que simbolizaba la tierra. Faltó poco para que se le cayera la minibotella de tequila Cabrito que había hurtado de una de las cajas que contenían ofrendas para el Día de Muertos, pero logró quitar el tapón y, cuando vertió el líquido en el bol, el olor le golpeó la nariz. Al lado del bol dejó un pequeño bote de sal.

Sacó una caja de cerillas del bolsillo de los vaqueros. La llamita temblaba mientras encendía los cirios. El titileo del fuego iluminó los hilos dorados del manto de la Dama Muerte y acentuó sus pliegues y grietas.

Agua, tierra, viento y fuego. Norte, sur, este y oeste. Todos los elementos necesarios para invocar a la Dama Muerte.

El último ingrediente que faltaba era sangre.

Era necesario realizar una ofrenda de sangre para llamar a la Dama Muerte. Era lo más poderoso que se le podía entregar, pues contenía vida. Darle tu sangre a la Dama Muerte era darle parte de tu cuerpo terrenal y de tu espíritu. Era algo tan poderoso que no se podían entregar en sacrificio más que unas pocas gotas de sangre humana; de lo contrario, la ofrenda absorbería toda la fuerza vital del nahual y le conduciría a una muerte segura.

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