Jorge Muñoz Gallardo - El cuervo y la serpiente

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Este libro contiene dos partes claramente diferenciables. En la primera hay un conjunto de opúsculos, es decir, escritos de corta extensión en los que el autor expresa una idea, una opinión sobre variados temas que surgen de los senderos de la vida y la historia de los hombres, usando el vocablo en términos genéricos. En la segunda, hay un grupo de cuentos brevísimos, que, como todo relato, posan la mirada en algún aspecto de la psicología y el actuar humanos. En el primer caso revolotea el cuervo. En el segundo repta la serpiente. Y lo hacen con toda la carga significativa que las antiguas religiones y las creencias populares han conferido a estos animales.
El lector hallará en estas páginas una ocasión para reflexionar, discrepar y sonreír.

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Romeo y Julieta

Demasiado popular es ya la historia de Romeo y Julieta, esos dos mozalbetes enamorados, que ante la feroz oposición de sus familias deciden casarse en forma clandestina y terminan en un trágico final. Pero, lo que no se conoce son ciertas peculiaridades de los jóvenes amantes y algunos sucesos un tanto oscuros. Por ejemplo, que Julieta tenía pie plano y Romeo padecía de rinitis crónica, situación que lo mantenía con la nariz siempre empapada en líquido. Julieta amaba las baladas acompañadas en laúd; Romeo no sabía tocar el laúd, además de ser bastante desafinado y no dominar las técnicas del soneto. Julieta no sabía cocinar y hasta puede que fuera vegetariana; Romeo poseía un apetito de león y su plato favorito era el asado de jabalí. Julieta tenía una estatura más baja de lo que se ve en las películas; Romeo era más bien gordito y un tanto bizco. Como era natural en esos años, ambos jóvenes apestaban a cebolla, debido al estado deplorable de su dentadura. El sacerdote que los ayudó en sus planes estaba enamorado de Romeo, cosa que no era y no es tan ajena a los sacerdotes. Los Montesco no eran tan ricos como aparentaban. El viejo Capuleto estaba endeudado hasta el cuello; si la obra hubiera durado un poco más, habría perdido la casa y todos sus bienes, y es probable que todos los miembros de la familia hubieran terminado ganándose la vida como payasos itinerantes. Como el papel aguanta todo, Shakespeare, que algo sabía de literatura, estudió y acomodó el viejo cuento italiano, dejándolo como se conoce hoy: lleno de suspiros, serenatas, lágrimas, palabras almidonadas, duelos y ceremonias.

El viaje de Colón

Buscando financiamiento para su viaje a las Indias, Colón acudió a la generosidad de la reina Isabel de Castilla. La soberana reunió a los sabios y les presentó al intrépido marinero que los desafió a parar un huevo. Es necesario recordar que en esos tiempos se creía que la tierra era plana. Todos lo intentaron, pero fracasaron. Colón lo colocó por la parte más ancha y, aplastándola suavemente, consiguió que permaneciera en pie. Así obtuvo el aplauso de los sabios, la admiración de los nobles, la aprobación a su proyecto y el apoyo incondicional de la reina Isabel que, según cuenta la historia, vendió sus joyas para reunir dinero; cosa que cualquier mujer no habría hecho, sin embargo, eso es entrar en especulaciones un tanto turbias en cuanto a la decencia de Isabel. El asunto es que Colón paró el huevo. Los sabios, siendo tal vez muy viejos, no lo pararon. Colón consiguió tres barcos y tripulación. Y las gentes de la península se entusiasmaron con el descubrimiento, y surcaron las aguas. Gente no muy santa según las malas lenguas, incluyendo una lengua tan hábil y respetable como la de don Miguel de Cervantes que en su obra El celoso extremeño desliza algunos comentarios sobre la mala calidad de los viajeros al nuevo mundo. Poco a poco, con creciente entusiasmo, se repitieron los viajes, los saqueos, la complicidad entre la cruz y la espada para llenar los bolsillos privados y las arcas de la corona. Pero, lo más lamentable es que los historiadores no han valorado como es debido la importancia del huevo en el descubrimiento del nuevo mundo.

Vinos y quesos

Es bien sabido que a don Pedro Calderón de la Barca le gustaba el vino tinto y el queso mantecoso; seguramente, mientras paladeaba una copa y disfrutaba un buen trozo de queso, en algún mesón del camino, fue cuando dijo: “Fingimos lo que somos; seamos lo que fingimos”. ¡Qué gran pensamiento! Es todo un desafío, un llamado. Pero creo que muy pocos serían capaces de seguirlo. Para la mayoría resulta más fácil probar el vino y degustar el queso, aunque se esté fingiendo. De vinos y quesos podríamos hablar todo un día. Tal vez, don Pedro era lo que fingía y por eso escribió tantas y excelentes obras de teatro; cuánto de ese mérito literario le corresponde al vino y al queso, no lo sé. Tampoco sé si el dramaturgo español dedicó algún tiempo y unas cuantas páginas al queso, fuera mantecoso o no. Alguien podría refutarme diciendo que don Pedro era dramaturgo, no fabricante de quesos, a lo cual respondo que siendo eso cierto también es verdad que consumía queso y entre ser consumidor de quesos y vino y ser dramaturgo no hay ninguna incompatibilidad.

Bueyes y pastos

Eso de decir “a buey viejo, pasto tierno” es poco realista y hasta peligroso. Siendo el buey viejo un hombre anciano y el pasto tierno una bella adolescente tenemos una situación que provoca envidia y compasión. Envidia por no ser quien disfruta a la bella joven, y compasión por los cuernos que pueden adornar la testa del viejo que será un verdadero buey. En este asunto es muy recomendable leer El celoso extremeño de don Miguel de Cervantes, quien de la vida y los hombres sabía más que un ejército de psicólogos. No les voy a contar la historia magistralmente relatada por el Manco de Lepanto para que la lean, pero ilustra el refrán citado. Por supuesto, no faltarán los que aparezcan diciendo que conocen casos semejantes en los cuales la joven beldad ha estado verdaderamente enamorada y ha sido fiel; de acuerdo, pero toda regla tiene sus excepciones que la confirman. En cuanto a la opinión de los bueyes y el pasto tierno zarandeado por las muelas del animal y el viento, creo que los agricultores y campesinos tienen más que decir.

Brevedad de la belleza

Doña Ninon de Lenclos, cortesana francesa muy hábil en las lides de la seducción, dijo mientras saboreaba una taza de chocolate caliente en un aristocrático salón: “La belleza es una carta de recomendación a corto plazo”. Teniendo en cuenta de quien viene la frase, resulta muy acertada y encierra una dura verdad: por más hermosa que sea una flor, está condenada a marchitarse y no siempre lo hace con dignidad. Más aún cuando, como en el caso de la señorita Ninon, se debía aprovechar la recomendación y el plazo tan corto de la manera más intensa y eficiente posible. Son muchas las señoritas Ninon que desfilan por salones, jardines, alcobas y atardeceres perfumados antes de marchitarse como una flor que, desprendida del tallo, termina pisoteada en el suelo. Pétalos, hojas, cartas que van y vienen por las calles de la ciudad hasta que ya nadie las recibe, nadie las lee.

Lágrimas de cocodrilo

Variados son los motivos y las ocasiones por los que los seres humanos podemos derramar lágrimas. Además, no todas las lágrimas tienen los mismos ojos y el mismo temblor. Sir Francis Bacon, filósofo y estadista británico que poseía una aguda inteligencia, dijo: “Los cocodrilos vierten lágrimas cuando devoran a sus víctimas. He ahí su sabiduría”. No se puede negar la sabrosa mordacidad de tal afirmación que tiene un claro sentido político. En el caso del homo sapiens hay numerosos ejemplos que la historia universal nos recuerda: Nerón ordenó suicidarse al ingenioso y elegante Petronio, luego lloró esas lágrimas de cocodrilo; Adolfo Hitler hizo otro tanto con el general Rommel y después lamentó su pérdida. Son muchos los individuos que han llorado con posterioridad a sus crímenes y acciones abominables. En defensa del cocodrilo podemos decir que la bestia devora a sus víctimas para satisfacer su necesidad de alimentación. El hombre (con menos dientes y mayor apetito) puede estar completamente satisfecho y continuar abriendo y cerrando sus fauces sedientas.

Hormiguero

Un proverbio chino dice: “El sabio puede sentarse en un hormiguero, pero solo el necio se queda sentado en él”. Esto es muy cierto porque si las hormigas son voraces hacen saltar a cualquiera, por duras que tenga las nalgas. Si el necio continúa sentado en el hormiguero, pese a la acción organizada y eficiente de las hormigas, más que otra cosa es un completo imbécil. Y si en lugar de un hormiguero fuera un avispero, el pobre sujeto acabaría en el hospital. De modo que no solo el sabio deja de estar sentado en tan singular asiento, el hombre común también saldrá cuanto antes de aquel sitio. La responsabilidad en este caso no es de las hormigas, sino del intruso que se instala en propiedad ajena. De modo que el hormiguero, avispero o termitero, por aludir a unos cuantos de los insectos que viven en comunidades, será un bastión defendido por sus iracundos moradores. Ya saben sabios y necios, ¡hay que respetar los hormigueros!

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