Jason Goodwin
La serpiente de piedra
Título original: The Snake Stone
© Jason Goodwin, 2007
© Traducción: Francisco Lacruz, 2008
El rey nos gobierna, y el doctor nos medicastra, el cura nos sermonea y así expiran nuestras vidas.
Lord Byron, Don Juan
La voz era baja y áspera, y procedía de atrás, mientras el crepúsculo caía.
– Eh, Giorgos.
Era la hora de la plegaria de la noche, cuando uno ya no puede distinguir entre una hebra negra y una blanca. Giorgos sacó el cuchillo de cocina de su cinto y cortó el aire mientras se daba la vuelta. Por todo Estambul, los almuecines, subidos en sus minaretes, echaban hacia atrás la cabeza y empezaban a cantar.
Era un buen momento para descargar un golpe mortal contra un hombre en la calle.
Las ásperas ululaciones se extendían en sollozantes oleadas por el Cuerno de Oro, donde los remeros griegos estaban encendiendo sus luces de navegación en sus deslizantes esquifes. Las notas de la plegaria se extendían por el barrio europeo de Pera, con algunas luces que oscilaban contra el negro acantilado de la colina. Barrían el Bosforo hasta Uskudar, una mancha de color púrpura que se diluía en la negrura de las montañas: y desde allí, en el lado asiático, las mezquitas de la línea costera devolvían el eco.
Un pie alcanzó a Giorgos en la zona lumbar. Los brazos de éste se separaron y avanzó tambaleándose. Tropezó con un hombre que tenía una cara larga como si estuviera lamentando alguna cosa.
El sonido fue aumentando a medida que un almuecín tras otro iba recogiendo el grito, tejiendo entre los minaretes de la ciudad el tenue resplandor de un cántico que expresaba de un millar de maneras la flaqueza del hombre y la identidad de Dios.
Tras esto el cuchillo perdió su uso.
La llamada a la plegaria duró unos dos minutos y medio, pero para Giorgos se detuvo antes. El hombre de la triste expresión se agachó y recogió el cuchillo. Era muy afilado, pero su punta estaba rota. No era un cuchillo para luchar. Lo arrojó a las sombras.
Cuando el hombre se hubo ido, un perro amarillo asomó cautelosamente de un cercano portal. Un segundo perro avanzó furtivamente sobre su barriga y se acercó agachándose, gimiendo con esperanza. Su cola golpeaba el suelo. El primer perro soltó un grave gruñido y mostró los dientes.
Maximilien Lefèvre se inclinó sobre la barandilla y dejó caer su cigarro puro en la hirviente espuma que se formaba junto al casco del buque. La Punta del Serrallo iba apareciendo por la proa a babor, sus árboles aún se veían negros y macizos a las tempranas luces. Cuando el barco daba la vuelta a la Punta, revelando la Torre de Gálata en la colina de Pera, Lefèvre se sacó un pañuelo de la manga para secarse las manos; su piel estaba pegajosa por el aire salino.
Levantó la mirada hacia los muros del palacio del sultán y se dio palmaditas en el cogote con el pañuelo. Había una vieja columna en el Cuarto Patio del serrallo, rematada por un capitel corintio, que resultaba visible a veces desde el mar, entre los árboles. Era la reliquia que subsistía de una acrópolis que se había alzado allí muchos siglos atrás, cuando Bizancio no era más que una colonia de los griegos; antes de convertirse en una segunda Roma, antes de convertirse en el ombligo del mundo. La mayor parte de la gente ignoraba que la columna aún existía: a veces uno la veía, a veces no.
El barco viró, y Lefèvre soltó un gruñido de satisfacción.
Lentamente, la costa de Estambul del Cuerno de Oro apareció a la vista, una procesión de cúpulas y minaretes que surgían al frente, una a una, y luego modestamente se retiraban. Bajo las cúpulas, cayendo en cascada hacia el bullicioso muelle, los tejados de Estambul despedían resplandores rojos y anaranjados bajo las primeras luces del sol. Ése era el panorama que los visitantes siempre admiraban: Constantinopla, Estambul, la ciudad de patriarcas y sultanes, el concurrido caleidoscopio del espléndido Oriente, el orgullo de quince siglos.
La decepción se producía más tarde.
Lefèvre se encogió de hombros, encendió otro puro y dedicó su atención a la cubierta. Cuatro marineros, descalzos y ataviados sólo con sucias camisetas, se encontraban inclinados junto a la cadena del ancla, aguardando la señal de su capitán. Otros estaban izando las velas sobre sus cabezas. El timonel conducía con cuidado el barco a babor, acercándose a la orilla y a la contracorriente que los iría empujando hasta hacerlos detenerse. El capitán levantó la mano, la cadena se deslizó con el estruendo de un disparo de cañón, el ancla agarró y el barco fue retrocediendo lentamente por la acción de la cadena.
Se lanzó un bote y Lefèvre bajó en él junto con su baúl.
En el embarcadero de Pera, un joven marinero griego saltó a la orilla con un bastón para empujar a la multitud de vendedores. Con su otra mano hizo un gesto esperando una propina.
Lefèvre depositó una monedita en su mano y el joven escupió.
– Dineros de ciudad -dijo despreciativamente-. Dineros de ciudad muy malos, excelencia. -Mantenía su mano extendida.
Lefèvre parpadeó.
– Piastras de Malta -dijo con calma.
– ¡Ajajá! -El griego bizqueó ante la moneda y su rostro se iluminó-. Mu…uy bien. -Redobló sus esfuerzos con los vendedores-. Todos éstos son unos ladrones. ¿Quiere que le encuentre un mozo? ¿Hotel? Muy limpio, excelencia.
– No, gracias.
Los hombres del embarcadero se quedaron en silencio. Algunos de ellos empezaron a dar la vuelta. Un hombre se estaba acercando a través de las tablas con unas babuchas verdes. Era de mediana estatura, con una cabeza de cabello blanco como la nieve. Sus ojos eran de un azul penetrante. Llevaba unos pantalones azules holgados y una camisa abierta de algodón, roja, descolorida.
– ¿El doctor Lefèvre? Sígame, por favor. -Y, volviendo la cabeza, añadió-: Nos haremos cargo de su baúl.
Lefèvre se encogió de hombros: « A la prochaine .»
– Adio, m'sieur -replicó el marinero lentamente.
Aquella misma mañana, en el barrio de Fener, en Estambul, Yashim se despertó bajo un cálido rectángulo de luz solar y se incorporó, pasándose soñolientamente las manos por los rizos de su cabello. Al cabo de un momento, echó a un lado su manta korasiana y se deslizó del diván, metiendo sus pies automáticamente en un par de babuchas de cuero gris. Se vistió rápidamente y bajó a la planta, atravesó el bajo portal bizantino de la casa de la viuda y salió al callejón. Tras torcer por algunas calles, llegó a su café favorito, en la Kara Davut, donde el hombre que se encontraba en la cocina le hizo un gesto de asentimiento con la cabeza y puso una pequeña sartén de cobre al fuego.
Yashim se instaló en el diván que daba a la calle, bajo las salientes ventanas superiores. Deslizó los pies bajo su túnica. Y con ese gesto se volvió, en cierto sentido, invisible.
Ello se debía en parte a la forma en que Yashim seguía vistiendo. Habían transcurrido varios años desde que el sultán empezara a alentar a sus súbditos a que adoptaran la forma de vestir occidental: los resultados eran variados. Muchos habían cambiado su turbante por el fez rojo, y sus ropas holgadas por pantalones y la estambulina, una curiosa chaqueta como de frac de alto cuello, pero eran pocos los que llevaban botas con cordones. Algunos de los vecinos de Yashim en el diván parecían escarabajos negros de pies descalzos; todo codos y puntiagudas rodillas. Bajo una larga capa, entre rojo intenso y marrón, y una bata color azafrán, Yashim bien podía haber sido un pliegue en el tapiz que cubría el diván; sólo su turbante era deslumbrantemente blanco.
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