
Es cierto: los imperios sucumben desde dentro, o al menos la carcoma de las instituciones que en su día los hicieron prevalecer favorece la caída ante cualquier sacudida exterior. Roma comienza a colapsar en el siglo III dentro de una crisis que será decisiva no solo porque marca el inicio de su declive sino porque prefigura una nueva era. Larvada durante varias generaciones precedentes, esta crisis será global, radical y removedora: por un lado, es una crisis política, pues las sucesiones al cetro imperial cada vez generan más tensiones y los elegidos tenderán al despotismo (es la hora de los «emperadores-soldados»). Por otro, es una crisis financiera: en una economía tan desarrollada, aparece por primera vez el virus de la inflación como monstruo destructor de riqueza, hidra generadora de desigualdades sociales que llegarán a ser intolerables. Pero es también una crisis moral y espiritual, cuando una fuerza que Roma no es capaz de concebir y, por tanto, contra la que no tiene antídoto, va ganando «corazones y mentes»: se trata del cristianismo, tanto más fuerte cuanto más perseguido, tanto más ecuménico cuanto más disperso. No se lucha con legiones contra mesías y apóstoles; los esclavos devorados por leones en la arena son abono de los siempre útiles martirologios. Si las ideologías y los odios raciales ya habían endurecido en el pasado el fenómeno bélico, el factor de la religiosidad monoteísta complicará y endurecerá a partir de ahora la ecuación.
Y es, por supuesto, una crisis militar: las legiones se han tornado en ejércitos territoriales apegados solo a la región concreta que les atañe, leales solo a sus mandos, guardias pretorianas cada vez más desconectadas del pueblo al que sirven, necesitadas de botín durante su tiempo de servicio y de medios de subsistencia una vez concluido. La movilidad demográfica, ciertamente beneficiosa en algunos aspectos, lleva aparejados dos ingredientes que debilitarán los pilares del imperio: las ansias de libertad y las epidemias, alguna de ellas tan mortíferas como la de la peste. Los pueblos sometidos menos romanizados ven llegado el momento de saldar viejas deudas y los bárbaros presionan en todas las fronteras atraídos por la riqueza de ese imperio que sienten cada vez más débil: la gente de guerrear reconoce rápidamente el olor de la sangre, el inconfundible aroma del miedo. De norte a sur, los sajones incursionan Britania, los francos el siempre interesante corredor de la actual Bélgica, los alamanes el delicado corredor Rin-Danubio, los vándalos penetran por los Balcanes y los godos orientales en Tracia y Anatolia. Era solo una primera oleada de las invasiones que provocarán entre 375 y 480 d. C. la famosa —pero gradual— caída del Imperio romano.
Acostumbrados a ver el mapamundi en un plano vertical norte-sur, quizá hoy nos cuesta entender que Roma se movía en un eje geopolítico este-oeste (de hecho, el primer mapa del imperio, muy tardío, es una proyección horizontal, con centro en la urbe). Con las reformas de Diocleciano, la conversión al cristianismo de Constantino y, sobre todo, con la división del imperio a la muerte de Teodosio (395 d. C.) en dos enormes porciones —en realidad sendos imperios en sí mismos con marcadas diferencias, uno muy romanizado a Occidente y otro helenístico, también asiático, a Levante—, la potencia milenaria reconocía de facto su incapacidad para administrar tantos retos internos y externos, sellando su propio destino con aquella suerte de acta de defunción histórica, por más que la inercia mantuviera sus estructuras y aparataje formal en pie todavía durante un largo tiempo hasta la definitiva desaparición del Imperio romano tal y como se concibió a sí mismo, tal y como lo concebimos actualmente. En qué fecha se produjo este evento decisivo es, sin lugar a dudas, materia de otro capítulo. Un nuevo mundo, atomizado, mixtura de pueblos previos a la romanización, de una latinidad descompuesta y de hordas radicalmente nuevas, estaba a punto de estallar en la cara a Clío, la musa de la historia. Y si comenzábamos la época grecorromana con una cita de Indro Montanelli, justo es ahora terminar con otra extraída de su clásica Historia de Roma :
Lo que hace grande la historia de Roma no es que haya sido hecha por hombres diferentes a nosotros, sino que haya sido hecha por hombres como nosotros. Ellos no tenían nada de sobrenatural, pues si lo hubieran tenido nos faltarían razones para admirarles. […] Creo que el daño más grande que pueda hacérseles es el de silenciar su humana verdad […]. Jamás ciudad del mundo tuvo una aventura más maravillosa. Su historia es tan grande que hace parecer pequeñísimos hasta los gigantescos delitos que la siembran.
Romanismo, cristianismo y germanismo iban a marcar un nuevo y largo periodo de la historia, cuyo sol buscaba otra vez girar hacia poniente. Tardaría unos siglos en llegar al extremo occidental del Mediterráneo para buscar en su periplo ir plus ultra , más allá… Siempre más allá.
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Guerreros, monjes y campesinos
El proceso histórico ha de ser considerado un todo continuo y, dentro de este fluir, la larga etapa que conocemos [como]
Edad Media ha tenido un lugar que no representa, en ningún modo, un simple paréntesis entre dos épocas de esplendor .
EMILIO MITRE
En 1922 el erudito belga Henri Pirenne lanzaba un órdago a la historiografía tradicional que haría tambalearse si no la división convencional de la historia en edades Antigua, Media, Moderna y Contemporánea sí la fecha de « corte » entre las dos primeras. Lo hizo en su clásico Mahoma y Carlomagno al afirmar que las invasiones bárbaras en realidad no habían trastocado tanto las estructuras subyacentes heredadas del mundo grecorromano como lo harían la irrupción de los árabes y su vertiginosa expansión: «Sin los musulmanes, el Imperio carolingio no hubiera existido, y Carlomagno, sin Mahoma, hubiese sido un absurdo».
Aunque no es este lugar para profundizar en la polémica, lo cierto es que desde un punto de vista de la historia militar la cesura propuesta por Pirenne parece cobrar sentido: aunque se produjeron muchos sucesos importantes entre la desintegración del Imperio romano de Occidente (a partir de 400 d. C.) y la creación de una superpotencia islámica desde la península ibérica hasta el Indo (a partir de 622), lo cierto es que uno de los rasgos distintivos de esta época será la gran confrontación de las dos religiones monoteístas por excelencia. Una lucha que desplazaba el tradicional eje este-oeste de las guerras de la Antigüedad para convertirlo en uno norte-sur, con las dos riberas del Mediterráneo en franca oposición.
Tomando por su importancia la fecha de coronación de Carlomagno, el año 800, como arranque de esta parte del estudio, un simple vistazo al mapa geopolítico de dicho momento nos ofrece no solo una fotografía del mundo por aquel entonces, sino una especie de resumen de las centurias precedentes y un atisbo de las venideras. La fragmentación es evidente: en el centro de Europa el emperador, gracias a sus dotes diplomáticas y militares, ha logrado crear una entidad que abarca la actual Francia, Países Bajos, parte de Alemania, Austria, Chequia y el norte de Italia, además de establecer un tapón a la expansión árabe por el sur con la Marca Hispánica. La carolingia es, en efecto, una entidad imperial (de vocación universal), sacra (o amparada por la iglesia… y viceversa), romana (radicada en lo que fueron tierras latinizadas) y franco-germana (con una elite militar heredera de los caudillos «bárbaros»). Todo es, sin embargo, un espejismo: al desaparecer su prestigiosa figura como fuerza centrípeta, esta especie de enorme «fortaleza sitiada» se desintegrará y las fuerzas centrífugas de la historia expelerán por doquier el germen de futuros reinos y naciones.
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