Fernando Calvo-Regueral - Homo bellicus

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La violencia está en la naturaleza; la guerra en la historia. Ya que la primera no se puede extirpar, convendría dejar a la segunda en el pasado y buscar formas de cooperación que garanticen un mañana mejor. Entre la peligrosa exaltación de glorias pasajeras o la ingenuidad de un pacifismo que los hechos se empeñan en desmentir, la historia militar, más que la de cualquier otra actividad humana, debe ser conocida para evitar cometer los errores del pasado. ¿Por qué Homo sapiens se transformó muy pronto en Homo bellicus? ¿Qué relaciones guarda el fenómeno de la guerra con el desarrollo político, económico, social, religioso y hasta cultural de las civilizaciones? ¿Es una actividad innata o podemos pensar en la utopía de erradicarla para siempre y dejarla como una reliquia en los libros de historia? Homo bellicus. Una historia de la humanidad a través de la guerra rastrea el fenómeno bélico desde sus remotos orígenes hasta la actualidad buscando deducir lecciones que hagan inteligible la guerra, pero sobre todo buscando comprenderla, quizá la única forma de evitar nuevos conflictos en el futuro. El autor incluye más de cuarenta mapas, croquis y cuadros originales e imprescindibles para la comprensión de guerras y batallas, «ese apasionado drama».

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En sus primeros tiempos, Bizancio contó con dos grandes generales que lograron hacer realidad en parte el sueño de Justiniano, a saber, Belisario y Narsés, quienes aniquilaron el reino vándalo asentado en el norte de África y en las islas de Córcega y Cerdeña tras la decisiva batalla de Tricamerón (año 533). Derrotaron también a los godos en Italia y recuperaron parte del levante español, manteniendo a raya además las amenazas provenientes de Asia. Todo ello lo lograron en inferioridad de medios y con una mentalidad «defensiva», es decir, permitir a sus enemigos mantener la ofensiva para que se desgastaran por su propia inercia, momento aprovechado para propinar golpes decisivos. De ahí la famosa máxima del general Belisario: «La más rotunda y acertada de las victorias es la siguiente: provocar que el enemigo abandone su propósito sin detrimento de nuestra iniciativa » . Las invasiones árabes, entre otros muchos embates, irían confinando este imperio residual a sus límites balcánicos y de Anatolia hasta su definitiva desaparición a manos de los turcos en el siglo XV.

Por su parte, los vikingos supusieron un soplo de aire… de aire gélido, se entiende. Procedentes de los países escandinavos, comparecen en la historia a partir del siglo VIII, primero como terribles salteadores que no reconocían ninguna limitación legal o espiritual a sus ansias de rapiña, después creando auténticos reinos como el tan importante de Normandía en Francia, el de Sicilia en el Mediterráneo o el Rus de Kiev en Rusia. Abocados a la mar por el condicionante geográfico de sus lugares de origen, lo cierto es que los vikingos actuaron como potencia naval y supieron aprovechar al máximo la ventaja que les proporcionaban sus famosas embarcaciones conocidas con el nombre de drakares para golpear donde más les conviniera en cada momento. Se trataba de una nave simétrica, esto es, con la proa y la popa idénticas, lo que hacía innecesario maniobrar para dar la vuelta. Por otro lado, era robusta pero de poco calado, lo que posibilitaba la navegación de altura pero también en cursos fluviales, ventaja maximizada al estar propulsada a remo o a vela. Podía llegar a transportar doscientos hombres, alcanzar casi 20 nudos de velocidad y navegar distancias de más de 250 millas en un solo día. Sus amuras eran protegidas por la ristra de escudos de los guerreros embarcados, lo que caracterizaba su amenazante perfil.

No es extraño, por tanto, que sus métodos más que tácticas se basaran en la rapidez, la movilidad y la sorpresa. Cuando una flota vikinga llegaba a una costa, las naves eran varadas en la playa y sobre ellas se establecía un campamento cercado por empalizadas. Desde esta base de operaciones, la horda desembarcada estaba preparada para incursionar, lo que hacía a pie o apoderándose de caballos que empleaba solo para los desplazamientos, rara vez para el combate. Con una complexión física extraordinaria, estos guerreros recurrían en la lucha a una terrible panoplia de armas: espadas fuertemente templadas, arcos capaces de disparar incluso flechas incendiarias y, sobre todo, la temible hacha dotada de un astil de metro y medio de longitud. Al ser profesionales de la guerra, no tenían rival en las huestes de campesinos que encontraban, aterrados ante la visión de los berserks , una fuerza de choque compuesta por hombres que se lanzaban a la lucha desnudos bajo una capa de pieles tras la ingesta de pócimas psicóticas, o de las indómitas «doncellas del escudo», su singular cuerpo de elite formado por mujeres que no conocían la piedad, tampoco la demandaban para ellas. Muy pocos ejércitos de la época podían oponerse a estas acciones de golpear, saquear y escapar, tan raudas como contundentes y pavorosas.

El provenir de distintas regiones —Dinamarca, Noruega y Suecia— y actuar en clanes permitió a este arrollador pueblo mantener un continuum en sus invasiones durante más de dos siglos: llegaron en sus exploraciones a las costas de América del Norte (que, si descubrieron, desde luego no supieron colonizar) e Islandia, al Mediterráneo occidental y, aprovechando los grandes ríos, al corazón de Inglaterra, al mismísimo París e incluso al mar Negro descendiendo por los cursos de agua de Rusia y Ucrania. Solo cuando comenzaron a asentarse formando organizaciones políticas de entidad, acomodándose a las costumbres europeas, los vikingos fueron perdiendo vitalidad y empuje hasta diluirse en la historia bajomedieval europea, no sin antes lograr sus herederos la famosa victoria de Hastings contra los anglosajones en el año 1066, comienzo de la invasión normanda de Inglaterra.

Desde las estepas siberianas se produjo a principios del siglo XIII una terrible secuencia de invasiones que asoló Asia y Oriente Próximo, se enseñoreó de la actual Rusia y llegó ad portas de Viena: son los mongoles, pueblo de gran ferocidad que realizó sin tasa una guerra total empleando como mejor aliado el terror y actuando bajo las órdenes de un caudillo ciertamente interesante, Gengis Kan. A diferencia de las de Atila, no eran estas unas hordas nómadas primitivas, sino un ejército bien estructurado con una neta estrategia ofensiva y unas tácticas bien meditadas, basadas una y otras en un eficaz sistema de información que permitía en todo momento a sus mandos conocer el terreno a asaltar y prefijar sus objetivos. La gran incursión a Occidente constituyó una invasión por oleadas sucesivas; cada expedición se preparaba a conciencia y con apoyo de una logística eficaz a fuer de elemental, pues era este un pueblo de gran sobriedad y acostumbrado a aprovechar los escasos recursos a su disposición.

La fuerza de Gengis Kan se basaba en sus característicos caballos, enjutos pero veloces. El sistema de remonta era francamente ingenioso: cada cuerpo tenía su propio tren de bestias, con yeguas y potros que permitían a cada guerrero disponer de cuatro o cinco cabalgaduras para ser montadas alternativamente y garantizar así la continuidad de la marcha expansiva y las incursiones, estando los jinetes y los caballos frescos a la hora de entrar en combate. Los cuerpos se articulaban en unidades sustentadas en la familia y el clan, lo que aseguraba la cohesión y el reclutamiento; todos sus miembros pasaban una instrucción intensa desde la más tierna infancia, quedando sometidos a dura disciplina. Cada soldado llevaba dos arcos y sendas aljabas, lazo y un zurrón con alimento. El movimiento de aproximación se hacía en orden disperso, concentrándose rápidamente los cuerpos para golpear en fuerza el objetivo apetecido y volver a dispersarse de nuevo a toda velocidad. Contaban además con un certero conjunto de señales por medio de estandartes para transmitir las órdenes.

Practicaban una política de tierra quemada, aniquilando incluso perros y gatos para privar de cualquier tipo de alimentación a los vencidos. Una fuerza tal se mostraría, sin embargo, sumamente volátil a largo plazo: si todo lo invadían, nunca se asentaban en ningún lugar, por lo que a la muerte de su líder natural y de sus sucesores la marea de los mongoles desapareció con igual fugacidad con la que había comparecido en la Edad Media, dejando el mismo rastro histórico que el de sus cuerpos de caballería en sus correrías: una nube de polvo sobre los territorios que asolaron. Este suele ser el destino de los imperios edificados desde la silla de montar, tan destructivos como el relámpago, tan fugaces como su luz.

Homo bellicus - изображение 27

El año 622 de la era cristiana, Mahoma, «el último de los profetas», abandona La Meca: es la Hégira, una huida que se convertirá en el inicio de la fulgurante expansión del islam. En poco más de cien años, un imperio con origen en Arabia se asienta desde el Hindú Kush hasta España portando una fe capaz de unificar tribus y de domeñar por la fuerza a todos los que se opongan a los preceptos de la nueva verdad revelada del Corán. Solo la derrota de sus huestes a manos de Carlos Martel en la batalla de Poitiers (732) detendrá esta fuerza en Occidente, ciertamente más exhausta de sus propias conquistas que batida de forma decisiva, porque «el mahometanismo es un mar infinito, siempre hay oleaje y nada permanece firme… Sucédense las olas unas a otras en su fanatismo» (Hegel dixit ).

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