
«No fue la diosa Victoria, ni Venus, la madre de Eneas, ni fueron los demás dioses la causa de la grandeza de Roma, sino el esfuerzo de sus legionarios». Muchos historiadores militares coincidirían sin duda con esta cita de don Ramón Menéndez Pidal. Los brazos de los soldados, instruidos para el combate en el manejo de una panoplia de armas sumamente versátil, y sus pies para marchar sin descanso de un confín a otro del imperio fueron la base de un sistema militar perfecto: la legión romana. El legionario era capaz de marchar 30 kilómetros diarios, más en caso de marchas forzadas, cargado con toda la impedimenta necesaria tanto ofensiva como defensiva y de manutención: armamento, pala y azada, escudilla, tienda de campaña y víveres para varios días; más de 40 kilos a sus espaldas. Su uniforme era eminentemente práctico: una capa que le servía de manta, una característica bufanda de lana y, sobre todo, las sandalias claveteadas, o caliga . Cuando no guerreaba o practicaba la instrucción de combate (esgrima, lanzamiento de armas arrojadizas, etc.), era un consumado obrero: levantaba campamentos y empalizadas (castrametación), mejoraba viales de comunicación y construía obras públicas de interés para la comunidad. Su alimentación, en términos que hoy nos son muy familiares, era equilibrada, a base de legumbres, vino aguado y proteínas debidamente racionadas. Pero, por encima de todo, era un soldado disciplinado, óptimamente encuadrado e imbuido de gran sentido patriótico y fe en la victoria.
Como decíamos con la falange griega, no hay un único modelo de legión, sino que su orgánica evolucionó a lo largo de la historia de Roma. No obstante, su formación típica de combate era la siguiente: a vanguardia, una cortina de velites o soldados muy ligeros prestos a la escaramuza estaba constituida por los hombres más jóvenes y pobres. Después, una primera fila de hastati , portadores de dos jabalinas recuperables o pila , una ligera y otra pesada, iban protegidos por el scutum o escudo grande ovalado. Detrás formaban los principes , dotados con lanza y una mayor protección, hombres de mediana edad «fogueados». El tercer escalón, decisivo para contener las arremetidas y actuar como reserva, eran los triarii , los más aguerridos, veteranos y mejor equipados. Este sostén era clave, pues introduce en el arte militar de forma meditada un escalón pensado para desarrollar conceptos como la reiteración de esfuerzos, el cubrimiento de flancos, la reacción ante contraataques y la explotación del éxito. En las alas, tropas auxiliares reclutadas en otros lugares de Italia y la caballería, que fue mejorando con el tiempo. Artillería (catapultas, ballestas y otras máquinas), zapadores, minadores, intendentes y lo que ya se puede considerar como una plana mayor de mando convertían al conjunto en un todo articulado y armónico…, de ahí su poderío.
La unidad mínima de combate era la centuria, con un oficial (centurión) al mando ayudado por un suboficial ( optio ); dos centurias formaban un manípulo, la agrupación táctica básica, y un conjunto de manípulos —normalmente treinta, diez por cada fila— más las denominadas turmas de caballería y las fuerzas auxiliares una legión (unos cuatro mil hombres en las versiones originarias, más en las sucesivas). El sistema de reclutamiento estaba pensado para favorecer la cohesión interna, y toda legión recibía una numeración, un nombre de guerra y todo un conjunto de símbolos propios, lo que reforzaba el espíritu de cuerpo. Cada legión era autónoma, si bien el sistema era modulable para que varias legiones juntas, bien acopladas, pudieran coordinar esfuerzos y mostrar un frente único cuando era necesario. En el plano estratégico, este sistema permitía tener legiones desplegadas por todo el imperio o agrupar varias de ellas para formar ejércitos de campaña, es decir, permitía la ocupación permanente de territorios y disponer de una masa de maniobra al mismo tiempo. Aunque el «dibujo» sobre un papel de su esquema pudiera recordar al de la falange griega, lo cierto es que la legión la superaba en flexibilidad: mientras podía formar una masa compacta defensiva al igual que aquella, la concepción táctica de la legión era eminentemente ofensiva. Desplegadas para la lucha, las centurias ocupaban un espacio considerable, pues cada legionario necesitaba espacio para el lanzamiento de sus armas arrojadizas y el manejo de la espada llegado el momento. Por su parte, los manípulos podían escaquearse y adoptar diversas formas en función del tipo de batalla en que fueran a intervenir.
Como todo ejército, el romano era fiel reflejo de la sociedad a que servía, de forma que si en lo espiritual y cultural Roma absorbía divinidades y costumbres ajenas, en lo militar el sistema legionario era capaz de absorber todo avance que reforzase la idea principal. Así, copian y mejoran las formaciones griegas y etruscas, adoptan el pilum o jabalina recuperable y el largo escudo de los samnitas, mejoran las cotas de malla de los celtas, los cascos germanos y la temible espada corta o falcata celtibera. Llegado el caso, tal y como vimos, la potencia terrestre supo hacerse marítima para levantar unas «fuerzas armadas» útiles para atender las misiones que la política les encomendaba. Pero la legión tenía dos armas netamente superiores a las de cualquier enemigo de su época: una cadena de mando muy bien engrasada —el cerebro— y un infante endurecido por la disciplina y el continuo perfeccionamiento de sus habilidades —el músculo—, pues «en Roma la instrucción era una batalla sin sangre… y la batalla un entrenamiento con sangre» (la cita es de Flavio Vegecio Renato, uno de los primeros tratadistas militares de Occidente). En el terreno logístico, las famosas calzadas romanas, diseñadas única y exclusivamente en principio para fines militares, dotaban al sistema de una movilidad terrestre nunca antes conocida. Y los campamentos, modelos de orden, rapidez en su construcción y seguridad en elementos defensivos, marcarían toda la historia militar posterior. Los romanos diseñaron, además, un complejo sistema de recompensas y condecoraciones, tan importante para la moral.
Prueba de la versatilidad de la legión es que el sistema se impuso a todo tipo de enemigos, en diferentes terrenos y en distintos tipos de batalla, de forma sostenida y durante largo tiempo. Así, las legiones vencieron al poderoso ejército de Aníbal en Zama y también supieron imponerse en batallas navales durante las guerras púnicas. Derrotaron a la falange helena en Cinoscéfalas, Magnesia o Pidna, triunfaron en asedios como el de Cartago y Numancia, sometieron a temibles tribus como las galas, germanas o britanas e incluso domeñaron a caudillos tan escurridizos como el luso Viriato, uno de los primeros maestros de la «guerra de guerrillas». Y cuando se enfrentaron entre sí mismas en luchas fratricidas venció siempre el modelo más avanzado, así el de César en Farsalia. Y, por supuesto, también bebieron el amargo cáliz de la derrota, alguna tan demoledora como la del bosque de Teutoburgo, lo que no juega en contra de la superioridad del modelo: ninguna orgánica es perfecta, infalible, y es precisamente su capacidad de absorción y aprendizaje de las adversidades lo que mejor caracteriza la superioridad de su espíritu. Y el de las legiones, estoico y dotado de una inconmensurable voluntad de triunfo, era fiel reflejo de Roma, el imperio que la alumbró: «La victoria en la batalla no depende del número o del simple valor, requiere destreza y disciplina… Vencimos por escoger bien a los hombres, enseñarles los principios de la guerra y castigar la indolencia». (Vegecio, De re militari ).
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