• En la base, los esclavos como mano de obra necesaria, numerosa y creciente a medida que se vayan afianzando las conquistas. Después, los manumitidos, esto es, esclavos liberados, que no libres de pleno derecho. En principio, fuera del sistema de recluta.
• Un escalón por encima, el proletariado carente de propiedades. Como los anteriores, solo eran movilizables en caso de extrema necesidad.
• El grueso ciudadano —agricultores, artesanos y comerciantes— con el derecho y el deber de realizar el servicio militar en las legiones de a pie. Porque, como en Grecia, todo ciudadano era en Roma por definición un soldado.
• Los grandes terratenientes o «caballeros» realizaban su servicio militar, también obligatorio, como jinetes y oficiales. Del éxito en las campañas dependió durante mucho tiempo su elegibilidad para cargos públicos.
• El poder ejecutivo y lo que hoy llamaríamos generalato quedaban reservados a los potentados, divididos en las influyentes familias patricias o plebeyas.
La economía se basaba en la agricultura: Roma nunca abandonará su origen rural, si bien, a medida que se iban añadiendo territorios, el sistema fue derivando hacia el comercio, por tierra gracias al entramado viario que todavía hoy es un referente y por mar. En términos urbanísticos, Roma pasa de ser una «aldea grande» a una populosa metrópoli, fuente, pero también receptáculo, de cultura e innovaciones. En el ámbito espiritual, Roma practicaría una política no original pero sí maestra: apropiarse de los dioses de los vencidos. Había en ello algo de superstición, un poco de tolerancia al culto privado y mucho de instrumento político destinado a cohesionar un espacio geográfico que albergaba desde tribus tan indómitas como lusitanos y galos a sociedades tan desarrolladas como las helenas. Fue esta una fórmula de éxito que no prosperaría ni con los judíos ni con una derivación de estos que hizo más por socavar desde dentro el poderío de Roma que cualquier derrota exógena: el cristianismo.
Mucho antes, por tanto, de la aparición del primer emperador, Roma era ya un imperio en toda regla. Es más, la historia y la propia geografía, también la vitalidad de su pueblo y la genialidad no exenta de vesania de sus políticos, como sucedería tantas veces posteriormente, habían abocado a los hijos de Rómulo y Remo a la conquista. Por un lado, disponían del mejor ejército del momento, con unas legiones eficaces, curtidas y fieles, transmisoras de civilización (bien que a golpe de espada); también de la mayor flota del Mediterráneo, con unas naves comerciales que ahora podían surcar las aguas protegidas por buques de guerra contra la endémica lacra de la piratería. Por último, no se puede olvidar en la panoplia de instrumentos de homogenización un sistema monetario común, el derecho y, por encima de todo ello, la lengua: el latín, hablado y escrito, cuyas vulgarizaciones hablamos todavía millones de seres humanos.
SPQR era, en cualquier caso, una loba voraz: voraz de territorios, voraz de triunfos bélicos, voraz de materias primas y lujos. La expansión militar exterior era verdadero motor de su modelo económico. Pero SPQR era, a la vez, una loba que amamantaba nuevas provincias, fronteras físicas y espirituales, avances de ingeniería (calzadas y acueductos, circos y teatros, templos, canales, equipo para la explotación de recursos mineros, fábricas, etc.). Y las guerras, primero contra enemigos externos, luego sociales y civiles, saciaban dicha voracidad y retroalimentaban nuevas empresas, hasta llegar a ese punto de inflexión recurrente donde el belicismo da paso al militarismo, germen de destrucción propia y ajena cuando el hecho castrense pierde su razón de ser política para convertirse en un fin en sí mismo. Homo bellicus confirma en Roma la mayoría de edad alcanzada en Grecia: si en su adolescencia su mayor peligro era caer en la arbitrariedad de la horda de guerreros, ahora en la madurez su amenaza quedará cifrada en el riesgo de despotismo al que tiende todo monopolio del uso de las armas.
Por tanto, y como suelen advertir los especialistas, fue el imperio el que creó a los emperadores y no al contrario. Aunque en sus primeros tiempos había sido una monarquía, Roma conservó siempre un temor atroz a los reyes, asociando su figura a la de la tiranía, una reliquia bárbara. No obstante, durante la larga etapa expansionista republicana que acabamos de resumir todas las corrientes socioeconómicas fueron confluyendo casi irremisiblemente hacia un poder único, central, que subsumiera en una sola figura el poder civil y militar, financiero y estratégico, divino y terrenal. Varios factores coadyuvaron a ello: la necesidad de reducir tensiones internas (revueltas campesinas y de esclavos, como la famosa de Espartaco), la contención de conflictos por el poder (guerras civiles) y, muy destacadamente, la urgencia por embridar a una casta militar que si al principio supo subordinarse a la política, iba cobrando preponderancia no solo como herramienta de conquista sino como fuerza policial interna, una especie de estado dentro del estado, que bien podía ser invocado —casi siempre perniciosamente— como garantía de estabilidad.
La persona que usualmente más se asocia al imperio no llegó paradójicamente a ser investido como emperador: Cayo Julio César, por más que su época sea la de transición desde una república paralizada por las intrigas hacia la forma autocrática de gobierno. Convencido de que el poder de Roma dependía de dos factores, «soldados y dinero», lanzó una campaña relámpago que sometiera definitivamente a toda la Galia, llevando las conquistas hasta el canal de la Mancha y manteniendo a raya, de paso, a los germanos. Se trató en realidad de varias guerras sucesivas donde Julio César aunó fuerza, diplomacia y terror hasta conseguir la definitiva victoria de Alesia sobre Vercingétorix (52 a. C.), valeroso caudillo que había unido a las fragmentadas tribus de su país y que solo aceptó entregarse en persona al general que le había derrotado. Merece la pena reseñar siquiera la genial osadía con que César logró esta importante victoria: al luchar en dos frentes, uno interno contra las fuerzas rodeadas de los galos y otro externo proveniente de la ayuda que estos iban a recibir, los romanos levantaron dos murallas concéntricas, una de contravalación y otra de circunvalación, «emparedándose» voluntariamente…, solo para batir con mucho riesgo y por partes a sus indómitos contrincantes.
Con ello consiguió recursos económicos y la lealtad absoluta de sus legiones, pues sin duda César fue un capitán a la altura de Alejandro o Aníbal, pero a costa de granjearse poderosos enemigos, como su antiguo compañero de triunvirato, Pompeyo, con quien sostuvo una demoledora guerra civil que agotó a Roma, terminó por sumirla en la anarquía y provocó las iras de los senadores, algunos de los cuales se confabularon y lo asesinaron para «salvar la república» en los idus de marzo de 44 a. C.; pretendían soslayar el riesgo de una dictadura personal. Pero Bruto y los demás criminales estaban despejando en realidad el camino al poder de los príncipes supremos, de un autoritarismo que cerraba la triada de las formas de gobierno romanas: monarquía, república e imperio.
El largo periodo de prosperidad que supuso el mandato del primer emperador, Augusto, la Pax Romana , reforzó la necesidad de un poder omnímodo, si bien auxiliado por una burocracia cada vez mayor, otro monstruo que a sí mismo se alimenta y crece parejo a las conquistas. La geopolítica del primer imperio (31 a. C.-235 d. C.) oscilará a partir de ahora entre dos tendencias naturales en una potencia de tan enorme poderío: consolidar lo que ya se dominaba, reforzando el limes , los límites fronterizos, o bien proseguir empujando estos más allá. Y esta estrategia alternativa, más o menos meditada, mejor o peor gestionada, funcionó, tanto en el orden doméstico como en las relaciones exteriores. La dinastía Julio-Claudia invade Britania y consolida zonas todavía dudosas, como la Mauritania Tingitana o Judea. Los Flavios añaden algún territorio menor y comienzan un plan para racionalizar las fortificaciones, especialmente en la vulnerable línea Rin-Danubio. La dinastía Antonina o de los «cinco buenos emperadores» continúa la obra defensiva, flexibiliza los tributos, alivia el régimen esclavista, establece un programa de subvenciones alimentarias y trae una era de estabilidad donde la periferia, dividida en distritos, cobra gran importancia. Los Severos conceden la ciudadanía romana a todos los habitantes libres del imperio y cierran este ciclo, si bien ya con claros síntomas de agotamiento que anuncian la falla histórica que se avecina.
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