
Se luchó contra Aníbal en Cannas en medio de un gran desastre: murieron en dicha batalla cuarenta y cinco mil quinientos infantes y dos mil setecientos jinetes entre ciudadanos y aliados, noventa senadores y treinta antiguos cónsules, antiguos pretores y antiguos ediles. […] A Aníbal los demás generales rodeaban, felicitaban y aconsejaban. Maharbal le dijo: «En cinco días celebrarás el banquete de la victoria en el Capitolio. Sígueme: iré por delante con la caballería, para que sepan que he llegado antes de que se enteren de mi intención de ir». A Aníbal le pareció la propuesta demasiado optimista y necesitaba tiempo para sopesar el plan. Entonces Maharbal le espetó: «Sin duda los dioses no conceden todo a la misma persona: sabes vencer, Aníbal, pero no sabes explotar la victoria». El retraso de aquel día, es opinión generalizada, supuso la salvación de Roma.
No solo eso: sobre las ruinas de este desastre, el Senado y el pueblo romanos forjarán su grandeza. Si al estudiar la batalla de Maratón afirmábamos que una victoria táctica podía hacer fracasar una estrategia de largo alcance, ahora ocurría el fenómeno inverso: el incontestable triunfo de Cannas se mostraría insuficiente para culminar una planificación brillantemente concebida y ejecutada. Seguramente Aníbal no explotó el éxito de su victoria por no contar con medios adecuados para sitiar Roma y optó por realizar ofertas de paz, que la ciudad rechazó sistemáticamente. Aníbal se pierde luego en una serie de campañas parciales que, si bien le aseguran el control del sur de Italia, no logran decantar la balanza a su favor. Pero una prolongación del conflicto solo podía beneficiar a su enemigo, que moviliza nuevas fuerzas y envía a un joven tribuno superviviente de la derrota a la península ibérica: es Publio Cornelio Escipión, quien ha aprendido de su rival y va a iniciar la campaña de aproximación indirecta que acabará con Cartago… y le valdrá el sobrenombre con que pasará a la historia: el Africano.
En un espacio relativamente corto de tiempo, Escipión desmantela la base de operaciones púnica en Hispania y la convierte en provincia romana, incluyendo el vital puerto de Cartagena. Conforman su ejército las «legiones malditas», aquellos supervivientes de Cannas a los que ha devuelto la dignidad perdida y convertido en una formidable máquina militar. Mientras tanto, otras fuerzas latinas baten al hermano del púnico en el río Metauro (207 a. C.): cuando el caudillo cartaginés recibe con pavor en su campamento la cabeza decapitada de Asdrúbal comprende que no hay posibilidad alguna de paz negociada y ve llegado el momento de volver a África. Las tornas han cambiado definitivamente de signo. Las vidas paralelas de los dos generales van a converger en Zama (202 a. C.), cuando un envejecido Aníbal y un pujante Escipión se encuentren cara a cara al frente de sus fuerzas.
Se dice que la noche antes de la batalla ambos mantuvieron una entrevista en la tierra de nadie. El segundo recordaba perfectamente al Barca, pues, siendo muy joven, había resultado herido en el combate del río Tesino mientras rescataba a su padre de una muerte segura. Y si es cierto que Aníbal de niño había jurado odio eterno a Roma, muy probablemente aquel joven Escipión jurara entonces lo mismo contra Cartago. Más allá del debate histórico que este encuentro sigue planteando, parecen plausibles los términos de la conversación: Aníbal, ahora a la defensiva y a pocos kilómetros de su ciudad de origen, a la que no había regresado desde la infancia, buscaría negociar la paz…, pero ni Roma ni Escipión estaban a esas alturas de la guerra por nada que no fuera una rendición incondicional, esa tentación a la que sucumbirán en el futuro tantos militares y políticos.

El púnico combate por primera vez con superioridad de medios, si bien solo una pequeña parte de su infantería es veterana: el resto son jóvenes reclutados en Túnez sin tiempo para recibir la adecuada instrucción. Por otro lado, la eficaz caballería númida ha desertado al bando contrario, poniéndole en una clara inferioridad en esta arma. Los elefantes, por su parte, iban a caer presos de una estratagema bien ideada por los romanos, quienes dejan unos pasillos en su formación legionaria más amplios de lo habitual para ofrecerles una avenida por la que penetrar, momento en que son aturdidos con un atronar de trompas y hostigados por lanzamiento de jabalinas que causan su desbandada. Tras unos momentos de incertidumbre, la caballería romana llega a la retaguardia cartaginesa y culmina, esta vez a su favor, la maniobra de envolvimiento.
Aníbal viviría aún lo suficiente para reformar política y económicamente Cartago, si bien los romanos pondrán precio a su cabeza y le perseguirán hasta los confines del Mediterráneo oriental, deseosos de llevarlo a Roma encerrado en una jaula. Por su parte, Escipión se convertiría en el hombre más influyente de Roma, despertando las envidias de poderosos enemigos internos. Tras participar en las campañas de Asia Menor, sería procesado por corrupción, renunciando por un prurito de dignidad a defenderse. Enterrado voluntariamente fuera de la ciudad inmortal, su epitafio bien podría haber servido a estos dos grandes generales de la Antigüedad que se profesaron mutua admiración: «¡Patria ingrata, ni siquiera posees mis huesos!».
Carthago delenda est : cincuenta años después de la batalla de Zama, Roma arrasaba sin piedad la ciudad africana. Si la primera de las guerras púnicas había supuesto la irrupción de la república latina como potencia y la segunda su consagración definitiva tras amargas vicisitudes, la tercera solo puede ser considerada como un acto de venganza, una muestra de poderío incontestable. Como muchos imperios posteriores, los romanos no se conformaban con anular las principales amenazas que sobre ellos se cernían, sino que las más de las veces cayeron en la siniestra tentación de su aniquilación total.
Pero volvamos por un momento a los inicios de este capítulo. Tras las guerras pírricas, Roma había consumado su dominio del sur de Italia, lo que, unido a sus conquistas en el norte, la afianzan como fuerza hegemónica de la península (c. 270 a. C.). Con la primera guerra púnica crean su primera provincia en Sicilia y se anexionan Córcega y Cerdeña, controlando así el Mediterráneo central (c. 220 a. C.). En la guerra anibálica se han instalado en Iberia por la parte occidental mientras que por la oriental tienden una cabeza de puente en Macedonia, que les servirá para domeñar la Hélade (190-140 a. C.). Tras la destrucción de la capital púnica ocupan la costa africana e impulsados por una fuerza inercial que a veces a ellos mismos sorprendía se lanzan a controlar Siria y territorios limítrofes (140-60 a. C.). Julio César añadirá la Galia a este gigantesco puzle, lo que servirá de trampolín para ganar territorios germánicos y parte de Britania (a partir de 50 a. C.).
Todo ello lo hace bajo la forma de una república de corte elitista ejemplificada en un acrónimo que todavía resuena con fuerza: SPQR, el Senado y el Pueblo de Roma ( Senatus Populusque Romanus ). Aunque teóricamente el Senado solo tenía funciones de asesoramiento a los cónsules y magistrados electos, de facto actuaba como órgano rector supremo y, dada su compleja estructura y los delicados equilibrios de poder en su seno, constituía el auténtico cerebro político que atesoraba las esencias de la «raza». Al pueblo le ocurría lo contrario: su asamblea, compuesta solo por ciudadanos de pleno derecho, estaba dotada de facultades legislativas, pero en realidad era un ente empleado por la oligarquía dominante como fuente de legitimidad. Una foto válida para todo este periodo nos ayuda a entender su composición además de los derechos —o su carencia— y las obligaciones —mayores o menores— de los distintos grupos sociales, incluyendo sus cometidos militares:
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