En el debate político y legislativo referente a los derechos indígenas, previo a la reforma de 2001, un sector importante de la clase política mexicana esgrimió el tema de los derechos de las mujeres indígenas como argumento para rechazar las demandas autonómicas del movimiento indígena. La descalificación de los llamados “usos y costumbres”, señalándolos como esencialmente violatorios de los derechos de las mujeres, fue utilizada políticamente en contra del derecho a la justicia propia y a la autodeterminación. En esa coyuntura, las mujeres indígenas organizadas levantaron sus voces para demandar al Estado sus derechos colectivos como pueblos indígenas y para demandar al movimiento indígena su derecho a cambiar aquellas formas culturales que atentan contra sus derechos humanos. [6]En varios de los estudios de caso incluidos en este libro, damos cuenta de la manera en que las mujeres indígenas fijan la pauta sobre cómo repensar la justicia indígena y la autonomía a través de una perspectiva dinámica de la cultura: a la vez que reivindican el derecho a la autodeterminación, lo hacen a partir de una concepción de la identidad como construcción histórica que se reformula cotidianamente (véanse los capítulos de Chávez y Terven, Macleod y Sierra).
En Guatemala, los compromisos del Estado para reconocer los derechos indígenas nunca se tradujeron en una reforma de la Constitución de 1985. [7]La firma de los Acuerdos de Paz de diciembre de 1996 puso fin a 36 años de conflicto armado, y señaló el término de la tradicional ideología segregacionista como rectora de la política del Estado: los Acuerdos hicieron hincapié en la necesidad de garantizar los derechos humanos y los derechos colectivos de los pueblos indígenas. [8]También enfatizaron en la necesidad de mejorar la situación de las mujeres indígenas, sujetas a discriminación, no sólo étnica, sino también de género. Después de la firma definitiva, un paquete de reformas a la Constitución para incorporar los compromisos de los Acuerdos fue negociado entre los partidos políticos en el Congreso Nacional y finalmente fue sometido a un referéndum nacional, en mayo de 1999, de acuerdo a lo estipulado en la propia Constitución. Los opositores al reconocimiento de los derechos indígenas se movilizaron en contra de la aprobación de las reformas, alegando que implicaría la “balcanización” del país y el “racismo al revés” (Jonas, 2000; Warren, 2003). El voto, ejercido por menos de treinta por ciento del electorado, rechazó el paquete de reformas. No obstante, el Congreso guatemalteco, en 1997, ratificó el Convenio 169 de la OIT, lo que ofreció un instrumento potencialmente “justiciable” para el movimiento indígena y sus aliados. De hecho, la judicialización de las demandas indígenas en los años posteriores al conflicto armado se ha centrado en las garantías establecidas en el Convenio, como el reconocimiento del derecho indígena o la garantía de la consulta previa (Fulmer, Snodgrass-Godoy y Neff, 2008; Padilla, 2008; Sieder, 2010). De igual manera, los movimientos indígenas en México han invocado el Convenio 169, y demandan la consulta previa, libre e informada, cuestionando, así, los megaproyectos que promueven los gobiernos federal y estatales (véanse Cruz y Martínez, ambos en este volumen).
Al decretar la atención específica a los pueblos indígenas, las políticas y los programas multiculturales impulsados después de la guerra en Guatemala significaron una ruptura con el pasado. Cosa que contrasta con México, donde, de alguna forma, hubo cierta continuidad en las políticas indigenistas o “neoindigenistas” después de la reforma constitucional de 2001 (Hernández, Paz, y Sierra, 2004). Independientemente de esa diferencia, en ambos países se privilegió el campo de la justicia como un área de intervenciones estatales multiculturales. Las reformas se insertaron en las políticas de modernización de los aparatos de justicia, fuertemente influenciados por tendencias globales en favor de incrementar el acceso a la justicia para los sectores marginados, y han estado promovidas por las agencias multilaterales, como el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) y el Banco Mundial (BM) durante la década de 1990 (Domingo y Sieder, 2000; Hammergren, 1998).
En México, los lineamientos constitucionales de 2001 delimitaron el alcance de las reformas en materia de justicia, que se redujeron a reconocer los sistemas normativos internos de las comunidades indígenas y a establecer ciertas garantías para el acceso a la justicia del Estado, como reconocer costumbres y especificidades culturales en el proceso judicial, así como el derecho a intérpretes y traductores. [9]En general, se trata de reformas que se sitúan en los marcos de un “pluralismo jurídico aditivo” (Hoekema, 1998) en el que los sistemas jurídicos indígenas se consideran auxiliares de la jurisdicción estatal, con limitados márgenes para ejercer una real autonomía. Si bien en el texto constitucional se hace referencia a la libre determinación y a la autonomía para aplicar sus propios sistemas normativos en la resolución de conflictos, no se reconoce explícitamente el derecho de las autoridades indígenas de ejercer funciones jurisdiccionales de administración de justicia, como sí fue el caso con las últimas reformas constitucionales en los países andinos (Yrigoyen, 2010). El reconocimiento limitado ha tenido incidencia en los alcances de las reformas posteriores realizadas en las legislaciones estatales (Sierra, 2010).
Hasta mayo de 2011, no todos los estados mexicanos habían realizado cambios legales a sus marcos constitucionales, por ejemplo, Guerrero y Morelos. [10]Algunos, como Chiapas (1994), Oaxaca (1995), Campeche (1996) y Quintana Roo (1998), entre otros, reformaron sus constituciones antes de 2001, pero no en todas se han adecuado sus marcos legales a la nueva ley del Artículo Segundo constitucional. Oaxaca rebasa en varios puntos lo dispuesto en la reforma constitucional nacional, y Quintana Roo tiene propuestas innovadoras en materia de justicia. Otros estados modificaron sus constituciones posteriormente a 2001: San Luis Potosí (2003), Puebla (2004), y, más recientemente, Chiapas (2009) [11]e Hidalgo (2010). San Luis Potosí cuenta con una ley reglamentaria sobre derechos indígenas (2003), [12]lo mismo que el estado de Oaxaca (1998). [13]En San Luis Potosí, se tuvo la astucia de tomar la reforma nacional como piso para elaborar algunas propuestas que la rebasan, como el hecho de considerar las comunidades indígenas entidades de derecho público y no solamente como entidades de interés público, según lo establece el Artículo Segundo de la Constitución. [14]
El reconocimiento de la justicia indígena en las reformas estatales mexicanas tiende a plantearse como una instancia más de mediación y como medio alternativo a la justicia del Estado (justicia alternativa a la vía jurisdiccional ordinaria en Puebla, Quintana Roo, San Luis Potosí, Hidalgo), o bien se hace explícita su subordinación a la justicia estatal (Campeche), o su calidad de justicia auxiliar (Chiapas y Campeche). En San Luis Potosí y Quintana Roo, en algunos casos, se considera que las autoridades indígenas tienen ámbitos jurisdiccionales en el espacio de sus comunidades, y en otros, como en Oaxaca, se da el reconocimiento en los entornos municipales (Anaya, 2004 y 2005; Recondo, 2007). Pero los alcances de la justicia indígena están acotados y delimitados por el Estado. Algunas legislaturas estatales instituyen nuevas figuras, como los jueces de paz y los de conciliación indígena (Chiapas), que deben hablar la lengua indígena y ser abogados. También se han instituido los juzgados de conciliación (Campeche), el Consejo de la Judicatura de la Justicia Indígena y los magistrados de asuntos indígenas (Quintana Roo), o bien se crearon los nuevos juzgados indígenas que comprenden al juez indígena como al agente mediador, vinculado al Centro Estatal de Mediación (Puebla e Hidalgo) (Sierra, 2010), según veremos en algunos estudios incluidos en este volumen.
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