Marcos González Morales - Hijo de Malinche

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Con un mensaje de WhatsApp procedente de un número desconocido, el periodista Martín Cortés comienza, a regañadientes, un vertiginoso viaje de descubrimiento personal, social y emocional. Muy pronto, Martín comenzará a entender que lo poco que sabía sobre México dista mucho de la realidad, y que el batir de las alas de una mariposa puede cambiarlo todo en un abrir y cerrar de ojos, incluida su vida. Hijo de Malinche es una explosiva novela negra de aventuras con tintes sobrenaturales. Mezcla de realidad y ficción que homenajea a los que trabajan por un mundo mejor y habla de felicidad, sexo, doble moral, periodismo social, valores, ODS… Hijo de Malinche, la primera novela del periodista Marcos González, narra la transformación vital de Martín Cortés, un periodista catalán y español que, por diversas circunstancias, comenzará a creerse que es la reencarnación del hijo de Hernán Cortés, y conquistará y será conquistado por 'las américas' en pleno siglo XXI.

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Averiguó que se trataba de la capital del estado de Guerrero, y que aquella ciudad había tenido mucha importancia en la Guerra de Independencia contra los españoles, pues era la localidad donde José María Morelos presentó el documento bautizado como Sentimientos de la nación. Decidió investigar y descubrió que el tal Morelos había sido un sacerdote y militar insurgente y uno de los artífices de la guerra.

«Eso voy a hacer yo, independizarme, pero de mi mujer», pensó Cortés con una sonrisa torcida.

Luego decidió buscar noticias actuales, por lo que tecleó «Noticias Chilpancingo» y accedió al periódico El Sur, de Guerrero. Lo primero que leyó le dejó impresionado. Una fotografía de un cadáver en plena calle, con un cordón policial rodeándolo y con muchísima gente observando. Se sintió sobrecogido al ver la imagen que acompañaba un largo texto y un encabezado siniestro: «Este jueves se informó de cinco asesinados presuntamente por la delincuencia organizada en Guerrero. En Chilpancingo acribillan a un joven frente a la Secretaría de Finanzas; en Iguala matan a un hombre y le dejan un narco mensaje, y en Teloloapan aparece en un camino el cuerpo de un hombre decapitado».

Ya había leído en El País algunas de esas atrocidades, pero sentir que en pocos días estaría en el lugar de los hechos le estremeció.

Otra información de la misma cabecera aún le produjo más zozobra. Decía que en los once meses del año en curso habían sido «ejecutadas» en el estado de Guerrero 2111 personas, en crímenes en los que, presuntamente, estuvo involucrada la delincuencia organizada. Los recontaban como si fueran goles de Messi, por el tipo de asesinato: la mayoría de las víctimas murieron por disparos de armas de fuego; entre ellas, había casos de violencia extrema con desmembrados, calcinados, embolsados, decapitados, asfixiados y hallados en fosas clandestinas; en algunos casos, los ejecutores habían dejado mensajes.

Aquello era un juego de niños en comparación con esto».

También se explayaban con las ocupaciones de las víctimas: diez taxistas, un chófer de tráiler, un panadero, un guardia, un exguardia de seguridad privada, cinco trabajadores repartidores de volantes, tres albañiles, un médico, un herrero, un vendedor de discos, un vendedor de carne, un comerciante, dos mecánicos, un estudiante de veterinaria de la Autónoma de Guerrero, un ganadero, un «lavador» de autos, un aspirante a alcaldía, un pescador, dos periodistas.

—¡¡Periodistas!! —exclamó.

«Madre mía, aquí no dejan títere con cabeza, y nunca mejor dicho», pensó Cortés, tan preocupado por lo que estaba leyendo, en especial el asunto de los periodistas, que se había olvidado por un momento del portátil. Aun así, el maldito ordenador volvió a irrumpir en su mente.

Buscó declaraciones institucionales sobre el tema de los asesinatos, extorsiones y secuestros, lo que no le resultó tan sencillo. Encontró la de la directora de Amnistía Internacional para América Latina, que calificaba como «grave contexto de tolerancia y de impunidad» la situación en la que tenían lugar aquellas desapariciones forzadas. «Los signos alarmantes de corrupción y terribles violaciones de los derechos humanos permanecen a la vista de todos, y aquellos servidores públicos que negligentemente los ignoran son cómplices. En Chilpancingo se vive un clima de terror», concluía la responsable de la ONG.

—Un clima de terror, joder, ¿dónde narices me llevan, al matadero? Debería coger las maletas y regresar a mi país.

Por un momento, le vino a la mente un episodio de la crónica de fray Bartolomé de las Casas que había vuelto a releer antes del viaje: «[...] en una provincia de la Nueva España, yendo cierto español con sus perros a caza de venados o de conejos, un día, no hallando qué cazar, paresciole que tenían hambre los perros, y tomo un muchacho chiquito a su madre e con un puñal córtale a tarazones los brazos y las piernas, dando a cada perro su parte; y después de comidos aquellos tarazones échales todo el corpecito en el suelo a todos juntos».

—¿Será que nosotros enseñamos a estas gentes a ser tan burros? —se preguntó durante unos instantes. Cortés se estiró en la cama y habló mirando al techo—. No, no puede ser, los problemas de México y América Latina empiezan cuando nos vamos los españoles, ¡si está clarísimo! Y como son tan energúmenos, nos echan la culpa a nosotros. ¡Si no ha sido más que llegar y me han robado el portátil! Mañana mando al carajo a Gutiérrez y me vuelvo a casa. Después, se quedó de nuevo profundamente dormido.

***

Le despertó el teléfono fijo del hotel. Era casi medianoche. Seguía un poco atontado, y cuando por fin localizó el aparato ya no sonaba. Probó a marcar a recepción, pero no funcionó. Estaba en la segunda planta y el ascensor no llegaba. Decidió bajar por las escaleras hasta el mostrador de admisión, y cuando llegó casi se cayó de espaldas al reconocer en seguida la figura de espantapájaros, viejo y flaco, del taxista que le había llevado hasta el hotel. Sujetaba con firmeza su maletín con el portátil. Cortés se lo arrebató sin pronunciar palabra y respiró aliviado cuando comprobó que su ordenador seguía donde lo había dejado. El taxista se disculpó por no haber podido ir antes a devolvérselo.

—He estado muy ocupado con la chamba, disculpe.

Cortés le dio un abrazo y le agradeció una y otra vez el gesto.

—Quiero que sepa que me ha salvado la vida —manifestó.

Echó mano de la cartera para devolverle el favor, pero el mexicano negó con la cabeza. Pese a su insistencia, el taxista no dio su brazo a torcer.

—¿Cómo se llama usted? —inquirió Cortés.

—Raimundo Villoro, para servirle. Llámeme Villoro. Muchos me llaman Mon, por la tendencia que tenemos en mi país de abreviar hasta los caballitos de tequila, pero no me gusta.

Cortés rio con ganas. Le pidió su número de teléfono y le preguntó si podía contar con él durante toda su estancia en México, a lo que el hombre accedió. Regresó a su habitación con otra sensación muy distinta sobre los mexicanos, la misma que ya le había señalado Elena García. Su percepción de ellos y todos aquellos prejuicios se comenzaban a desmoronar como un castillo de naipes, lo cual provocó que se sintiera confuso.

«Quizá este taxista sea una excepción —se dijo— la que siempre confirma las reglas». A continuación, tecleó en Spotify «Música latina» y, pese a su ritmo, se quedó profundamente dormido. Despertó casi a la hora, cuando le sobrevino la imagen del cadáver que había visto en el diario, y un espasmo de horror le atenazó el vientre pues era su propio rostro el que estaba deformado. Apagó el playlist y se abrazó a la almohada.

CAPÍTULO 9

El México real

«No quiero hablar de la lucha si no estamos preparados; no quiero que des la espalda; hay que tomárselo en serio; basta de palabras; busquemos remedio; vamos a hacer el camino con decisión».

Quiero tener tu presencia (Seguridad Social)

2 de diciembre, Santa Fe, Ciudad de México

Cortés no había querido aceptar los servicios de un conductor que ponía a su disposición Bancasol México. Prefirió llamar a la central a primera hora y comentarles que contrataba a un taxista local por decisión propia. Le advirtieron que tuviera cuidado, que no podían garantizar su seguridad. Era la mejor forma en que podría agradecerle al desconocido la devolución de su herramienta de trabajo.

El cielo tenía un tono azul pastel y el aire soplaba fresco cuando salió a la calle al encuentro del taxista. Eran casi las ocho y media de la mañana y la ciudad y el tráfico ya estaban en ebullición.

—¿A dónde le llevo? —le preguntó Villoro.

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