Marcos González Morales - Hijo de Malinche

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Con un mensaje de WhatsApp procedente de un número desconocido, el periodista Martín Cortés comienza, a regañadientes, un vertiginoso viaje de descubrimiento personal, social y emocional. Muy pronto, Martín comenzará a entender que lo poco que sabía sobre México dista mucho de la realidad, y que el batir de las alas de una mariposa puede cambiarlo todo en un abrir y cerrar de ojos, incluida su vida. Hijo de Malinche es una explosiva novela negra de aventuras con tintes sobrenaturales. Mezcla de realidad y ficción que homenajea a los que trabajan por un mundo mejor y habla de felicidad, sexo, doble moral, periodismo social, valores, ODS… Hijo de Malinche, la primera novela del periodista Marcos González, narra la transformación vital de Martín Cortés, un periodista catalán y español que, por diversas circunstancias, comenzará a creerse que es la reencarnación del hijo de Hernán Cortés, y conquistará y será conquistado por 'las américas' en pleno siglo XXI.

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No obstante, Cortés se había sentido algo incómodo en la entrevista sin saber muy bien el porqué; aquella mujer le ponía nervioso, quizá porque se acariciaba el pelo de forma continua y refrendaba cada cosa que decía tocándole la mano, algo que hizo en diversas ocasiones. Para el periodista toda aquello estaba fuera de lugar. Él trató en todo momento de aparentar normalidad. Durante la comida, volvió a notar que ella fijaba en él su mirada de vez en cuando.

A su lado estaba el director financiero, José Barriosanto. Un individuo gordo con un destacado bigote que le recordaba a Pancho Villa. El becario le había parecido más misterioso de todos, un tal Lorenzo Alonso, que se paseaba como un fantasma a lo largo y ancho de la oficina. Logró sobresaltar a Cortés hasta en dos ocasiones, apareciendo detrás de él como por arte de magia. Cortés creyó que aquel individuo lo había hecho a propósito mientras el periodista hacía anotaciones en su cuaderno, quizás con ánimo de ver lo que escribía. Con disimulo, apuntó un nombre más en su lista de sospechosos. Pensó que podría encargarle a su colega el Mafias que hiciera seguimiento en redes sociales del individuo en cuestión, y de los demás sospechosos.

La comida había sido más amena de lo que esperaba y, cuando se estaba despidiendo, echó un último vistazo a la panorámica espectacular que podía disfrutarse desde la terraza del restaurante; durante unos momentos, se paró a observar en una esquina, a lo lejos, lo que parecían ser unas fachadas ruinosas, como de madera.

—¿Eso qué es? —preguntó al joven camarero, que se movía tan incómodo con su elegante esmoquin como él con su corbata.

—El México real —respondió con un susurro mientras abría los ojos achinados. Mitzi le cogió por sorpresa del brazo y se lo llevó hasta el ascensor.

—Ahí no puedes ir, es peligroso, y más para alguien como tú o como yo —le dijo señalándole sus ojos azules—. No olvides mañana la ropa deportiva, que nos tocará volar con las mariposas hasta el más allá... —añadió en tono misterioso.

Cortés iba a responder, pero Mitzi no le dejó; se acercó a él y le dio un beso cerca de la comisura de los labios.

CAPÍTULO 10

La vaca Ramona

«Si te ha pillao la vaca, jódete, ¡jódete!; si te ha vuelto a pillar la vaca, te vuelves a joder».

Si te ha pillao la vaca

2 de diciembre, Ciudad de México y Santa Fe

Cortés llamó a Villoro para que fuera a recogerle y le acercara hasta su hotel. El taxista le dijo que el tráfico estaba complicado y que tardaría un poco.

—Ahorita voy, compadrito, en cuanto me desenrede.

—No hay problema —dijo Cortés, que sabía que lo del «ahorita» podía significar unos minutos, una hora o aún más.

En la amplia recepción, una joven ataviada con uniforme de conserje color granate le dio la clave de la conexión wifi del edificio. Cortés buscó en Google las palabras «Santa Fe México» para conocer mejor dónde estaba. La descripción de Wikipedia coincidía con lo que él había visto desde la ventanilla del taxi y la terraza del restaurante. La zona era un lujoso distrito comercial y residencial y uno de los centros de mayor actividad económica; cubría un territorio de casi diez kilómetros cuadrados, donde hacía treinta años solo había minas de arena, barrancas profundas, praderas y pueblos campesinos. Después tecleó «Santa Fe México pobreza», leyó: «A tan solo unos metros del distrito financiero de una de las zonas más modernas de la capital, se encuentra el viejo barrio de Santa Fe, un área marginal. Un barrio rico y uno pobre separados por un muro invisible de desigualdad».

—Tal y como dijo Villoro —murmuró.

Cuando se disponía a pedirle al navegador que le enseñara imágenes de la zona, vio por el rabillo del ojo que Laly, la becaria morena y rellenita, salía del complejo de oficinas casi a hurtadillas. Se había quitado el traje de ejecutiva que vestía durante la comida para cambiarlo por un pantalón vaquero desgastado, un jersey fino y unas zapatillas descoloridas, lo que reforzaba su aspecto indígena. Le llamó la atención su actitud y que mirara hacia atrás continuamente, parecía temer que la siguieran. Su instinto periodístico saltó como un conejo dentro de una chistera, así que comprobó que no había nadie a la vista y salió del edificio dispuesto a averiguar dónde iba. La vio a cierta distancia, y comprobó que se acercaba a una especie de casetas de madera que avistó desde las alturas, en el restaurante. Caminó rápido, pero la chica se esfumó entre ellas. La orientación no era uno de sus fuertes, Cortés se perdía hasta en su barrio, pero hizo caso a su instinto y se apartó de los edificios de apartamentos para dirigirse hacia el lugar donde la becaria parecía haber desaparecido.

No anduvo ni cinco minutos cuando llegó a un puente largo, escoltado por dos altísimos edificios de color grisáceo. Lo cruzó y a mitad de camino vislumbró, abajo, una especie de huerto urbano donde una persona mayor estaba labrando la tierra entre lo que parecían ser un montón de cactus. Cortés se quedó mirando al hombre, sorprendido.

«¿Qué hace un señor tan mayor en un lugar como ése? —se preguntó—. No pinta nada». Le recordó a su padre, cuyo hobbie consistía en cuidar de un huerto que poseía a las afueras de Barcelona, en una pequeña finca que él mismo, cuando era un niño, había ayudado a construir.

Cortés vio que la becaria intercambiaba unas palabras con el viejo y que reemprendía la marcha hasta perderse otra vez en medio de las barracas. El periodista se disponía a bajar cuando el hombre lo vio y le saludó. Cortés le devolvió el gesto con la mano y le preguntó qué estaba sembrando.

—Estoy plantando elote en la parcela de la familia Carmona, ¿los conoce? Cortés negó con la cabeza. Pensó en responderle que era su primera vez en Santa Fe, pero prefirió no hacerlo para no dar sensación de vulnerabilidad.

—Si quiere, baje por esa escalerilla y les presento —le dijo el hombre—; son muy buena gente, toda una leyenda en la comunidad —comentó señalando a su lado izquierdo donde, en efecto, el periodista constató que había una pequeña escalera medio escondida y bastante raída.

—Me encantaría, pero tengo que marcharme. Me están esperando —contestó con una verdad a medias.

—No importa, se ve a leguas que es usted un extranjerito, pero aquí ya habrá oído del «ahorita» y que el tiempo es relativo —bromeó—. ¿No quiere probar un elote especial? —insistió mientras sostenía en alto una especie de mazorca.

Cortés miró a ambos lados del puente, no se veía a nadie. Tampoco debajo del mismo. Sí se vislumbraban unas cuantas casitas de madera, las que creía haber visto desde la ventana del restaurante. De pequeño, en su barrio de la Florida, en l’Hospitalet de Llobregat, las había visto de todos los colores, lo que le sirvió para aprender a sobrevivir y distinguir una oferta amistosa de otra que entrañara peligro. Aquel señor le inspiraba confianza, pero no tenía claro si debía aceptar la invitación. Cortés volvió a mirar a ambos lados de la carretera.

—Imagino que serán muy antiespañoles, ¿verdad? Yo soy catalán, de Barcelona, pero sé que mis antepasados hicieron por aquí mucho daño —argumentó mientras encogía los hombros como si pidiera disculpas.

El señor lanzó una sonora carcajada.

—Eso pasó hace ya mucho tiempo. Mayor daño nos han hecho nuestros compadres estos últimos años, cuando levantaron ese muro maldito. Hijos de chingada, la gente de lana se ha refugiado detrás de nuestras barracas, y con ayudas e incentivos del municipio han construido paredes inmensas para evitar mezclarse con nosotros. Venga conmigo, que le muestro ahorita mismo el México real.

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