Patricia Gibney - Los ángeles sepultados

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¿Puede construirse una familia a partir de mentiras? Cuando Faye Baker descubre el cráneo de un niño tras las paredes de su nueva casa, la policía asigna la investigación a la inspectora Lottie Parker. La casa pertenece a la familia de Jeff, el novio de Faye, pero el joven se muestra reacio a colaborar, y Lottie se pregunta qué oculta. Al día siguiente, la inspectora descubre que Faye ha desaparecido, y poco después encuentran su cuerpo sin vida en el maletero de su coche. Sin embargo, Jeff, el principal sospechoso, tiene una coartada sólida. Por si fuera poco, esa misma semana unos niños encuentran en las vías del tren unos huesos humanos relacionados con el caso. La caza por el asesino de Faye acaba de empezar y el reloj corre en contra de Lottie. ¿Quiénes son las víctimas? ¿Qué relación guardan con Faye? ¿Podrá Lottie atrapar al asesino antes de que muera alguien más? El nuevo fenómeno del
thriller internacional Más de un millón y medio de ejemplares vendidos Best seller del
Wall Street Journal y del
USA Today

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Ella sacudió la cabeza.

—No. Supongo que la mayoría deben de estar en el trabajo.

—Probablemente. —Jeff se levantó y se acercó a examinar el trabajo de demolición. Luego estudió la calavera que yacía en el suelo. Le dio un golpecito con el zapato—. A mí me parece falsa.

—En ese momento, me ha parecido muy real. Es diminuta. Me ha pegado un susto de muerte.

Haciendo gala de su metro ochenta de altura, Jeff comenzó a pasear en círculos.

—¿Necesitas ir al médico?

—¿Por qué lo dices?

—Por el bebé. Has sufrido una conmoción y…

—Jeff, el bebé está bien. Y yo también. —Se preguntó cómo conseguiría librarse de la imagen de la calavera aterrizando a sus pies—. Creo que deberíamos llamar a la policía.

Jeff detuvo su ansioso paseo.

—No, ni hablar. Menudo espectáculo montaríamos —rio antes de cogerle la mano y mirarla a los ojos con seriedad—. Es falsa. Probablemente, sea un resto de un Halloween de hace años. No hay que hacer perder el precioso tiempo de la policía por algo así.

—Pero ¿quién la puso ahí, y por qué? —Faye sintió los dedos de Jeff masajearle la mano cubierta de polvo—. ¿Sabías que había un rincón secreto?

Jeff la soltó y dio un paso atrás, con las manos en las caderas.

—No. Puede que ya estuviera ahí antes de que mis tíos compraran la casa, pero sé que en algún momento quitaron un fogón.

—¿Podrías averiguarlo?

—¿Averiguar qué?

Faye suspiró. Jeff estaba insoportable.

—Averiguar cuándo enyesaron la pared y cuándo pudieron dejar allí la calavera.

—No se lo puedo preguntar a nadie. Mis padres y el tío Noel murieron hace años, y la tía Patsy también está muerta.

—Tiene que haber alguien más.

—Yo soy el único que queda, y tienes que dejar de pensar en esa calavera. Voy a tirarla a la basura. Olvidémonos de todo esto. Vámonos a la ciudad a tomar un capuchino y un cruasán calentito.

Faye se puso en pie de un salto y exclamó:

—¿Cómo puedes pensar en comida cuando esa cosa que está tirada en nuestro salón podría ser la cabeza de alguien?

No había pretendido levantar la voz, pero todas las células de su cuerpo le decían a gritos que esto era algo malo y que debían tomárselo en serio. El polvo se le metió en la garganta y comenzó a toser. Los ojos se le llenaron de lágrimas y trastabilló. Jeff la agarró del brazo con fuerza, y ella se tambaleó contra él.

—Qué melodramática eres, Faye. Mírame. Te estoy diciendo que nos olvidemos del tema. Hablo en serio.

Inmóvil, apoyada contra la pared para mantener el equilibrio, la joven observó cómo Jeff recogía la pequeña calavera.

—¿Tenemos bolsas de basura en alguna parte? —Giró la calavera en la mano y metió los dedos en las cuencas de los ojos.

—No creo que…

—Ah, joder, Faye, ya basta. —Jeff respiró hondo y la miró—. Lo siento, siento haberte hablado así. Es horrible…, a mí también me ha afectado. Quédate aquí. Yo me encargo de buscar las bolsas de basura.

Salió del cuarto con la calavera todavía en la mano, y Faye lo oyó abrir cajones en la pequeña cocina. Miró por la ventana para ver cómo el mundo seguía con su apresurada rutina. Los coches circulaban por la calle. Dos adolescentes se reían a carcajadas mientras se perseguían por la acera. Probablemente, estuvieran haciendo novillos, pensó. Un pájaro se posó en el cerezo del jardincito delantero. Lo observó muy concentrada, mientras el ave movía la cabeza. Lo que fuera con tal de no pensar en el cráneo sin ojos que había rodado a sus pies.

En ese preciso instante, lo sintió por primera vez. Un aleteo, como una mariposa atrapada revoloteando en su barriga. Un ser diminuto creado por ella y por Jeff.

Pero, por alguna razón, no le produjo alegría.

6

El detective Larry Kirby aparcó el coche de policía camuflado en el arcén junto al puente. Siempre había pensado que era un nombre muy poco apropiado, porque todos los niños y chorizos de la ciudad reconocían un coche camuflado a un kilómetro de distancia.

Los agentes uniformados habían establecido un sentido único de circulación, e indicaban a los conductores furiosos que volvieran a bajar por la estrecha colina. Se habían detenido todos los trenes, lo que había provocado el caos en la estación, y habían tenido que contratar autobuses para transportar a los pasajeros. Kirby se colocó un puro apagado en la comisura de la boca, salió del coche y esperó a la detective Maria Lynch. Debía admitir que tenía un aspecto saludable y parecía muy en forma después de la baja de maternidad.

—¿Y el diablillo duerme toda la noche? —preguntó el detective mientras mordisqueaba el extremo del puro.

—Se porta mucho mejor que los otros dos. Huelga decir que Ben está encantado, porque no tendremos que compartir la juerga nocturna de salir de la cama con el biberón.

—Bien, bien —comentó Kirby, buscando el mechero en el bolsillo. No sabía nada de bebés ni de juergas nocturnas. A menos que se tratara de juergas alcohólicas, claro. No tenía hijos, y no parecía que fuera a tenerlos, considerando que estaba divorciado y que habían asesinado a su novia había sido asesinada en acto de servicio. El marido de Lynch, Ben, podía quedarse con sus hijos.

Por fin consiguió encender el puro, mientras Lynch intercambiaba unas palabras con uno de los agentes.

—Apaga eso, Kirby —dijo ella—. Todavía nos queda un paseo después de bajar a la orilla. Debería haberme puesto los pantalones. —La detective comenzó a bajar las escaleras ubicadas en el lateral del puente.

Los dos muchachos que habían hecho el nefasto descubrimiento estaban en medio de un grupo de uniformados.

—Primero deberíamos hablar con los chavales —sugirió Kirby.

—Ya se están encargando de ellos. Tengo los detalles. Vamos, holgazán.

Si esas palabras las hubiera dicho cualquier otra persona, se las habría tomado como un insulto, pero había trabajado mucho tiempo con Lynch, así que rio para sus adentros y comenzó a seguirla. Tal vez las cosas podrían volver a la normalidad, ahora que la agente había vuelto al trabajo. Y esperaba que Sam McKeown se largara de vuelta a Athlone. McKeown había sido una buena incorporación al equipo como sustituto Lynch, pero tenía la costumbre de sacar de quicio a Kirby sin motivo.

—¿Está muy lejos? —le gritó a Lynch mientras esta avanzaba por el borde cubierto de césped junto a las vías del tren.

—Solo es un kilómetro. —El viento cálido de la mañana le hizo llegar la voz de su compañera.

—¿Solo? —masculló Kirby. Encontró un pañuelo mugriento en el bolsillo y se secó el sudor que le goteaba por los pliegues de la piel del cuello.

Al doblar la siguiente esquina, aparecieron los forenses vestidos con sus trajes blancos. Kirby correteó tras Lynch. La detective ya casi había terminado de ponerse el traje cuando él se unió al grupo de gente apiñada. Cogió un traje, pero antes de intentar ponérselo, se vio obligado a doblarse y colocar las manos en las rodillas.

—¿Estás bien? —dijo Lynch.

—Solo necesito recuperar el aliento.

—Tal vez deberías apuntarte al gimnasio.

—No tengo energía para eso. —Levantó la cabeza y observó a su compañera. Lynch había perdido casi todo el peso que había ganado durante el embarazo, y tenía la cara más delgada de lo que recordaba. Se llevó un dedo a sus fofos carrillos y pensó que tal vez la detective tuviera razón.

—Ponte el traje y date prisa, por Dios —dijo esta.

Se embutió en el estrecho traje forense, y se puso el gorro, los patucos y los guantes. Olió lo que les esperaba incluso antes de entrar en la cálida tienda. Se subió la mascarilla para cubrirse la nariz, pero, aun así, le dieron arcadas.

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