—No es un espectáculo agradable —comentó Jim McGlynn, jefe del equipo forense. Kirby sabía que al hombre le gustaba picarse con la jefa, la inspectora Lottie Parker, aunque ni ella ni McGlynn lo admitirían jamás.
—Oh, Dios mío —exclamó Lynch, y su frente palideció bajo el corto mechón de pelo rubio que se le había escapado de la capucha.
—Joder, Jim, ¿qué es eso? —Kirby se quedó en la entrada de la tienda. Se sentía mareado. ¿Sería por el calor o por el puro? Tal vez el gimnasio no fuera tan mala idea. No, ni hablar. No podía permitírselo.
—¿Quieres darme un momento? —McGlynn sonaba irritado.
Una vez hubo recuperado el equilibrio, Kirby espió por encima del hombro de Lynch para ver mejor. Había un cuerpo, mejor dicho, parte de un cuerpo, encajado entre dos traviesas. Un torso descabezado. Le habían cortado las piernas a la altura de las caderas, y los brazos a la de los hombros. Era difícil determinar el sexo. Y era muy muy pequeño. La piel estaba putrefacta y rezumaba en algunos sitios, y en otros parecía estar…
Se rascó la cabeza.
—¿Estaba congelado?
—Sí. Por el aspecto que tiene, lleva unas cuantas horas descongelándose. Puede que lo hayan congelado poco después de morir, así que tal vez tengamos suerte.
—¿Suerte? —Kirby se moría de ganas de salir de aquella tienda del demonio.
—Sí, detective Kirby. Congelar un cuerpo poco después de la hora de la muerte preserva el ADN y fibras. Puede que consigamos muestras para analizar, y, posiblemente, nos indique la causa del fallecimiento.
—Bien, bien —dijo Kirby—. ¿Y la hora de la muerte?
—No sabremos nada hasta que la patóloga forense haga su trabajo. ¿Dónde está? —McGlynn le lanzó una mirada acusadora.
—Comprobaré si está de camino. ¿Crees que el torso es de una mujer?
—Por el momento, sí.
—¿Cuándo crees que la asesinaron?
—Mi apellido no es Dios, así que ni idea. ¿Me dejas seguir trabajando o qué?
Kirby aprovechó la oportunidad para escapar al aire fresco, y Lynch lo siguió rápidamente. Tenía la cara verde cuando se quitó la mascarilla. Se puso a hablar con un agente uniformado en la entrada de la tienda mientras se despojaba del traje y lo metía en una bolsa de pruebas marrón. Kirby se acercó a ella.
—¿Te encuentras bien? —preguntó.
—Sí —contestó su compañera con brusquedad—. Jane Dore debería llegar en una hora. —Se soltó le pelo y lo sacudió, como si quisiera evitar que su cabello quedase impregnado del hedor que inundaba el lugar—. ¿Qué diantre es eso de ahí dentro, Kirby?
—No estoy seguro, pero diría que es el cuerpo de una niña.
Lottie, de pie frente a su nueva comisaria, no se sentía muy contenta. Ella misma había sido candidata para el ascenso después de que el comisario Corrigan se retirase oficialmente por motivos de salud. La última vez la habían pasado por alto en favor de David McMahon, que había ocupado el puesto de manera temporal, pero en esta ocasión, ni siquiera se había molestado en presentar su candidatura. McMahon había armado una gorda, y después de que lo suspendieran, pasaba el tiempo pateando guijarros en la playa de Dollymount mientras Asuntos Internos sacaba a la luz sus trapos sucios. Por lo que Lottie había oído, tenían suficiente como para llenar dos lavadoras. El karma, pensó. Con todo, seguía cobrando el sueldo, a la espera de la vista de su caso.
Hasta el momento no había tenido mucho contacto con Deborah Farrell, que había ido escalando puestos rápidamente. Lottie se alegraba de que una mujer hubiera conseguido el puesto, pero no estaba segura de querer estar a las órdenes de esta en concreto. No se hablaba mucho de ella, así que su información dependía de las fuentes oficiales, que no abrían el pico.
Deborah Farrell había llegado a Ragmullin hacía dos meses con un expediente intachable. Ambas tenían cuarenta y cinco años, pero Lottie le sacaba unos buenos ocho centímetros. Al menos era algo, se decía a sí misma. Aunque no es que fuera a servirle de mucho durante una entrevista en la que debía estar sentada. Los ojos de Farrell eran de color gris oscuro, y el pelo, de un marrón insípido, lo llevaba recogido en un apretado moño en la base de la nuca. No había ni un mechón suelto. Ni siquiera su cabello toleraba la insubordinación. Pero la camisa blanca del uniforme necesitaba un buen planchado, una de las charreteras del hombro se le había soltado y la corbata descansaba sobre el escritorio, hecha un nudo.
La comisaria se pasó un dedo despojado de anillos por el cuello abierto de la camisa.
—Inspectora Parker. —Era una afirmación, no una pregunta.
—Esa soy yo, comisaria Farrell. —Lottie se irguió en la silla.
—Podemos dejar las formalidades. ¿Te importa si te llamo Lottie?
—En absoluto.
—Al otro lado de esa puerta soy la comisaria Farrell, pero entre nosotras, soy Deborah.
—Por mí, de acuerdo. —Lottie no tenía ni idea de cómo acabaría todo eso, y confundida por el tono acogedor de la comisaria, no sabía si sentirse aliviada o preocuparse.
—El sargento Boyd está de baja por enfermedad, pero tengo aquí una solicitud de reincorporación a tiempo parcial.
—¿De verdad? —Lottie se inclinó hacia delante. Primera noticia.
—Me gustaría saber tu opinión al respecto. Tengo entendido que Boyd y tú sois… íntimos.
Lottie sintió el calor que le afloraba bajo la piel, y no pudo evitar el rubor. ¿Cómo podía gestionar la situación? Supuso que lo mejor sería contar la verdad.
—Estamos prometidos, comisa… Deborah. —Dios, qué raro resultaba dirigirse a su jefa con esa informalidad—. No llevo el anillo. No me parece apropiado, ¿sabes? Porque soy viuda y todo eso. —¿Por qué se estaba excusando?—. A Boyd le diagnosticaron una leucemia el diciembre pasado. El tratamiento le ha afectado bastante, pero los últimos resultados muestran una mejoría.
—¿Qué quieres decir con eso? —Farrell se pasó una mano por la barbilla, en un gesto casi masculino.
—Ha respondido bien al tratamiento. Según su oncólogo, es lo mejor que podían esperar en esta etapa.
—He oído que su madre ha muerto hace poco. —Farrell inclinó la cabeza hacia Lottie, bajó la mano de la barbilla y colocó ambos codos sobre el escritorio.
—Sí —confirmó Lottie—. La enterraron ayer.
—¿Cómo le ha afectado?
Lottie reflexionó sobre la pregunta mientras se toqueteaba los puños de la camiseta desaliñada. La voz de Farrell era suave y tranquilizadora. Un tono estupendo para obtener información, tanto de testigos como de sospechosos. ¿En cuál de las dos categorías entraba Lottie? ¿Y por qué estaba allí, respondiendo preguntas sobre Boyd? Farrell podría haberlo hecho venir e interrogarlo, si le parecía necesario.
—Sinceramente, está bien. —La inspectora se revolvió en su asiento, inquieta.
—¿Crees que está en condiciones de volver al trabajo? —insistió Farrell.
«Maldita sea», pensó Lottie. Ahora la estaba poniendo en una posición incómoda. Boyd había mencionado de pasada que había consultado con su especialista si podía reincorporarse a tiempo parcial, pero la verdad era que no le había prestado atención. Pensaba que sería bueno para su estado mental y emocional hacer de nuevo algo significativo, pero ¿estaba físicamente capacitado? ¿Cómo afectaría al equipo? Maria Lynch había regresado después de la baja de maternidad, y a Sam McKeown todavía no lo habían reasignado a Athlone. No quería perturbar el equilibrio. Pero, por otra parte, no soportaba ver sufrir a Boyd. La quimioterapia había producido algunos efectos secundarios. ¿Cómo podía ser diplomática?
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