Patricia Gibney - Los ángeles sepultados

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¿Puede construirse una familia a partir de mentiras? Cuando Faye Baker descubre el cráneo de un niño tras las paredes de su nueva casa, la policía asigna la investigación a la inspectora Lottie Parker. La casa pertenece a la familia de Jeff, el novio de Faye, pero el joven se muestra reacio a colaborar, y Lottie se pregunta qué oculta. Al día siguiente, la inspectora descubre que Faye ha desaparecido, y poco después encuentran su cuerpo sin vida en el maletero de su coche. Sin embargo, Jeff, el principal sospechoso, tiene una coartada sólida. Por si fuera poco, esa misma semana unos niños encuentran en las vías del tren unos huesos humanos relacionados con el caso. La caza por el asesino de Faye acaba de empezar y el reloj corre en contra de Lottie. ¿Quiénes son las víctimas? ¿Qué relación guardan con Faye? ¿Podrá Lottie atrapar al asesino antes de que muera alguien más? El nuevo fenómeno del
thriller internacional Más de un millón y medio de ejemplares vendidos Best seller del
Wall Street Journal y del
USA Today

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Niñas.

Unas chiquillas preadolescentes, pensó. ¿Quién sería capaz de hacer algo así?

Dos niñas vestidas con pijamas desparejados de color rosa y amarillo. Una de ellas tenía un pie descalzo y el otro enfundado en un calcetín de franela, a medio quitar. Vio su pierna estirada, como si hubiera intentado huir. La segunda niña estaba cerca de la ventana, con la mano extendida de manera similar, buscando escapar, y la boca paralizada en un grito mudo. Las cortinas ocultaban la ventana de guillotina, que estaba cerrada.

Permaneció inmóvil. No tenía sentido avanzar más. No quería alterar la escena del crimen. Ya hacía mucho que el asesino había llevado a cabo su despiadado ataque y huido. A menos que…

El policía se quedó paralizado. ¿Se escondería el asesino tras otra de las puertas?

Salió del cuarto, se volvió hacia la tercera puerta y levantó la mano muy despacio hasta la cartuchera que llevaba en el hombro. La idea de matar al autor de semejante crueldad lo llenaba de adrenalina.

—Voy a entrar —advirtió, aunque no estaba seguro de haberlo dicho lo bastante alto como para alertar a cualquiera que pudiera estar dentro.

La habitación era otro dormitorio. En el suelo había ropa de cama de varios colores y dos almohadas. La sábana que había en la cama tenía un charco húmedo en el centro. Obviamente, no era sangre. Lo más probable era que quien hubiera dormido allí, hubiera mojado la cama. ¿Una de las niñas? ¿Las había despertado el ruido del intruso? ¿Era ese el dormitorio principal? Las preguntas se agolpaban en su mente mientras su reflejo lívido le devolvía la mirada desde el espejo situado en la puerta del armario.

La ventana estaba abierta y la cortina ondeaba hacia el interior, impulsada por la brisa. Sabía que no debería adentrarse más, pero tenía que asegurarse. Se arrodilló y miró bajo la cama. Una maleta polvorienta y un par de zapatillas de ante. Al ponerse en pie, se fijó en una puerta que había a su derecha. ¿Un baño en suite? Se acercó lentamente, sin saber muy bien por qué temía hacer ruido. Había anunciado su presencia. Tenía un arma en la mano. ¿Qué podía temer?

La puerta colgaba de dos de los goznes, el tercero estaba roto. Tras ella, había una ducha con una cortina de plástico anticuada y un pequeño inodoro. La habitación estaba vacía.

Tres cuerpos. ¿Madre e hijas? ¿Había un padre, marido o pareja? Si era así, ¿dónde estaba? ¿Había llevado a cabo ese ataque brutal contra su familia antes de escapar?

Salió del cuarto y echó un vistazo al último dormitorio. Una cama individual. Un armario contra una pared, una pequeña mesita de noche con la lámpara apagada junto a la cama. Una ventana estrecha con finas cortinas de algodón y estampado de flores. La luz se colaba a través de la rendija, formando un cono de motas de polvo en el centro de la pequeña habitación.

Bajó las escaleras a toda prisa y salió disparado por la puerta. Se dobló y apoyó las manos en las rodillas, aspiró el aire fresco e intentó mantener el desayuno en el estómago.

—¿Qué has encontrado? —le preguntó su compañero uniformado.

—Una madre y dos niñas. Muertas, todas muertas. —Jadeó mientras intentaba tomar aire y trataba desesperadamente de librarse del hedor a muerte y de las imágenes que se habían grabado para siempre tras sus ojos.

—¿Dos niñas?

—Sí. No he encontrado al padre. Todavía. Hijo de puta.

—¿Has dicho dos niñas?

—Me cago en la leche, ¿estás sordo o qué, joder? ¿Por qué no paras de repetirlo?

—No estoy seguro… Creía que el informe decía… —El garda rebuscó en el bolsillo de la chaqueta y sacó la libreta. Pasó las páginas—. Debería haber tres niños.

El policía se incorporó y se frotó la frente con dedos temblorosos. Mientras buscaba el tabaco en el bolsillo, dijo:

—Entonces, ¿dónde diablos está el tercero?

Veinte años después

Extraer los productos congelados requería fuerza bruta y, por supuesto, guantes.

Encontré un par en una caja, bajo un conglomerado de herramientas de jardín, bolsas de basura, repelente para babosas y herbicida. Medité sobre posibles usos del herbicida, pero, al final, volví a dejarlo donde estaba. En una caja de herramientas localicé un rollo de cinta de embalar. Salí del cobertizo y regresé al lugar donde llevaría a cabo mi tarea.

Corté con las tenazas el candado del primero de los tres arcones congelador. Sentí cómo la expectación hacía vibrar el aire. Levanté la tapa y me puse manos a la obra, empezando por sacar la carne congelada. Dos piernas de cordero y media res. Era el señuelo, por si alguien venía a husmear. Una vez retirado el falso fondo, apareció el elemento conflictivo, congelado y pegado a las paredes.

Levantarlo requirió de cierto esfuerzo. El plástico que lo envolvía se rasgó en algunas partes. Cuando por fin estuvo completamente desenterrado, parte del plástico quedó en el congelador. Ya no podía hacer nada al respecto. Sin prestar demasiada atención al trozo de carne (a falta de una descripción mejor), lo dejé caer al suelo. La verdad es que no quería mirarlo. Ya sabía lo que era. Lo había visto antes de que estuviera congelado.

Las bolsas de basura resultaron ser de utilidad. Las corté y las coloqué sobre el suelo, y luego enrollé el trozo de carne con ellas. La carne congelada, que estaba arrugada y había adquirido un tono amarillento, se veía a través del envoltorio rasgado.

Cuando estuvo completamente cubierto por las bolsas y envuelto con cinta de embalar, volví a colocar el falso fondo en el congelador, seguido del señuelo. El trabajo estaba casi terminado. Ahora solo faltaba transportar la carga al abrigo de la oscuridad y deshacerse de ella. Ya había cambiado de sitio antes. Esta sería la última vez.

Tenía dos congeladores más que vaciar. Trabajé metódicamente.

Había mucho que hacer antes de que saliera el sol.

1

Domingo

Bajaron el ataúd lentamente para introducirlo en la tierra blanda.

Un grito, más bien un suspiro melancólico, se elevó en el aire. Lottie Parker miró hacia su derecha. Grace Boyd, con los ojos vidriosos, tenía la vista fija al frente y el rostro cubierto de lágrimas. Se mordía las uñas. Las gotas que le caían por la nariz reposaban sobre su labio superior, y Lottie sintió deseos de coger un pañuelo y limpiárselas. Pero permaneció inmóvil, rígida.

Pese a que era la última semana de mayo, el océano Atlántico envió un tornado de aire frío hacia la costa oeste que atravesó la liviana chaqueta veraniega de Lottie. El cementerio, en lo alto de la colina, estaba a merced de los elementos. Sus altas cruces célticas lucían motas de musgo verde, y una incluso tenía conchas incrustadas en su punto más alto. Los escasos árboles se inclinaban suplicantes ante el viento. Los arbustos de brezo púrpura frotaban sus hojas contra los morros de las cabras, que acariciaban con el hocico la hierba algodonera. Habría sido una escena idílica de no ser por la tristeza.

El cura roció agua bendita sobre el agujero de dos metros donde ahora reposaba el ataúd. Indicó a los parientes más cercanos que hicieran lo mismo. Lottie se quedó sola unos instantes mientras los demás avanzaban. Cogieron un puñado de tierra con la pala y la dejaron caer sobre la caja de madera con su cruz de latón. Grace se rezagó, y entonces cogió un lirio de la corona de flores y lo arrojó en las profundidades de la tierra abierta. Sus pétalos blancos iluminaron la oscuridad del fondo.

Desde el mar llegó otra brisa cortante. Lottie se estremeció. Los recuerdos del entierro de su marido Adam reaparecían desnudos y descarnados. El potente olor de los lirios le obstruía las vías respiratorias, y se llevó la mano a la boca y se cubrió la nariz. Pero no derramó ni una lágrima. Demasiadas lágrimas habían brotado de las profundidades de su ser durante años, y ya no le quedaban más para compartir.

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