—Lo siento chicos, no puedo más. Espero llegar a casa y tumbarme aunque sea por un par de horas.
—Tómate un último café, te ayudará a alcanzar el objetivo —indicó Yves burlón.
—Te despejará un poco —añadió Corinne—, te sentará bien.
Ambos tomaron una última taza antes de despedirse. Corinne cerró la puerta cuidadosa de no hacer ruido y abrió la ventana. Recogió las tazas y la cafetera, dejándolas en el fregadero. Reunió lo que ya se estaba convirtiendo en una importante documentación y cuando iba a guardarla en el pequeño cajón de la biblioteca, dudó por unos instantes. Dio media vuelta y dirigiéndose al dormitorio la depositó encima del armario. Se echó encima de la cama sin desnudarse y al poco tiempo se quedó dormida.
El utilitario fue dejando atrás el tráfico de la capital, alejándose de aquella muchedumbre que partía de fin de semana. Los jóvenes guardaban silencio, reflexivos. Habían conseguido finalmente una cita con el profesor Robert Merrillot, que residía en la localidad de Zierikzee, en la costa holandesa. Su reputación de experto tal vez podría sacarles de dudas.
Una gélida brisa provocada por la pequeña nevada de la mañana, anunciaba un frío invierno. Yves, a pesar de la calefacción del vehículo, se arrebujó en su parka, observando por el rabillo del ojo el rostro de su amiga que en aquel instante, con el ceño fruncido, miraba a través de los empañados cristales la caída de tenues copos de nieve. Absorta, estaría pensando si aquel viaje desde Bruselas sería esclarecedor o bien resultaría en vano. Paul, por su parte, impertérrito, se hallaba pendiente exclusivamente de la carretera que poco a poco empezaba a blanquear, sin decir esta boca es mía. A medida que se acercaban al domicilio del profesor, la nevada empezó a arreciar. Al cabo de media hora aproximada de haber atravesado la frontera, llegaron a distinguir la silueta de una mansión que se recortaba contra el cielo ceniciento de la mañana.
Una vez cruzada la verja que daba a un gran patio, bajaron del vehículo y durante unos instantes contemplaron el edificio oscuro, cubierto por una capa abundante de hiedra que le confería un aspecto descuidado y lúgubre a la vez. Unos viejos robles y unos arbustos que rodeaban la casa casi por completo demostraban la ausencia de jardinero. El silencio del lugar sólo era roto por sus pasos al pisar la fina gravilla. Ya en la entrada, Paul agarró el picaporte con forma de animal híbrido y fantástico, tan habitual en la iconografía del Románico y dio dos golpes secos que retumbaron a través de la gruesa puerta, ricamente tallada y cuya madera había oscurecido con el paso de los años.
—¡Caramba!, esa casa parece sacada de una de esas novelas de Stephen King —dijo Yves intentando romper la tensión de aquel instante.
La mirada reprobadora de Paul fue suficiente para que el joven olvidara por un momento su habitual sentido del humor. Escucharon unos lentos y pesados pasos que se acercaban seguidos del chirrío de la gran puerta. El profesor Merrillot era delgado, con una frente abultada sobre la que colgaban unos mechones de pelo blanco. Su rostro se difuminaba en la penumbra del vestíbulo. Sin mediar palabra, hizo gesto para que entraran.
Una enorme biblioteca ocupaba una pared entera, viejos cuadros polvorientos adornaban los gruesos muros y en el centro, rodeada por varios sillones, una gran mesa de madera tallada con figuras de animales y dibujos geométricos. Un viejo y destartalado sillón de orejas, cercano a la chimenea, completaba el conjunto.
—¿Os interesa la historia? —dijo mirándoles interrogativo. Corinne fue la primera en hablar, separándose un poco del grupo.
—Sí, me… nos interesa conocer la vida, la evolución y los acontecimientos del ser humano.
—Bien, bien… Quitaros los abrigos y sentaros. Este es un lugar tranquilo y ello me permite escuchar música y dedicarme a mis aficiones una vez he dejado la universidad por imperativo administrativo. Siempre queda mucho por aprender, ¿no os parece?
—Sí, claro… naturalmente —esta vez intervino Yves, mientras Paul seguía callado pero atento al inicio de la conversación.
—Así que habéis creído encontrar algo sumamente interesante, ¿no es cierto? Mi buen amigo Georges Moreau me ha informado de que obra en vuestro poder la reproducción de un manuscrito supuestamente del siglo xiii. ¿Es así?
—Bueno… la verdad es que… creo que la fotocopia reproduce fielmente un pergamino de aquella época…—contestó Corinne algo titubeante.
La figura enjuta del profesor parecía dominar con su presencia la situación. Los jóvenes tenían una impresión de pequeñez ante su voz grave, medida y calculada, producto de sus disertaciones facultativas. Sentados alrededor de la gran mesa, se sentían observados por una mirada penetrante, casi analítica, cuyo significado era imposible averiguar. Ignoraban si sus conocimientos podrían serles de utilidad y si estaría dispuesto a colaborar.
—¿Habéis traído la fotocopia? —preguntó inclinándose hacia ellos. Paul respondió casi al instante, antes de que sus amigos pudiesen reaccionar.
—No, no pensamos en ello pues en realidad nuestra curiosidad sólo está basada en que en el documento aparecen unos números, ocho concretamente, que suponemos tal vez sería alguna clave utilizada en aquella época. Eso es todo —en aquel momento, disimuladamente, Yves y Corinne intercambiaron unas miradas. En el bolso de ella se encontraba la fotocopia, pero por algún motivo, tal vez por prudencia, Paul había mentido.
—Bueno, no importa. Como comprenderéis, resulta imposible afirmar nada sin haber visto el documento, pero por otra parte, estáis en lo cierto. La Edad Media, calificada erróneamente de edad oscura, fue el caldo de cultivo del Renacimiento. Dicho movimiento no nació espontáneamente, sino que se fue gestando en aquellos años y durante largo tiempo. De ello se cuidaron bien los Maestros Canteros, las sociedades secretas, las órdenes de caballería y un sin fin de intelectuales e iniciados que, con sus obras, fueron educando al pueblo llano, preparándolo para dicho cambio. Tened presente que existían formas y métodos para transmitir conocimientos y saberes ocultos para la mayoría. En ocasiones, se efectuaba a través de la iconografía de los talladores de la piedra y los escultores. En ermitas, iglesias y catedrales, hay mensajes codificados para aquél que conoce las claves. Una de esas órdenes de caballería, la Orden del Temple, poseía un alfabeto secreto basado en la cruz denominada de las «ocho beatitudes».
En aquel preciso instante, Paul dejó de escuchar las explicaciones del anciano profesor. Veía moverse sus labios pero ya no oía lo que decía. Su voz le parecía lejana, casi inaudible y en consecuencia incomprensible. Su mente vagaba por un mar de números y letras. Había memorizado cada una de ellas, cada dígito, su exacta ubicación en el pergamino y su cantidad: OCHO.
El número empezó a cambiar de aspecto, a inclinarse y a aparecer como el símbolo del infinito. Comenzó a dar vueltas en su cabeza, cada vez a mayor velocidad, transformándose en distintas figuras geométricas que cambiaban de forma constantemente. Cuando todo aparecía como la visión de un calidoscopio, súbitamente surgió ante sus ojos una figura resplandeciente, geométrica y precisa, sin posible error. Era un octógono. Lentamente, como procedente del fondo del salón, la voz del profesor fue acercándose poco a poco, más audible y más clara.
—… Y así es como cátaros, valdenses, hugonotes y un sinfín de llamadas herejías impulsaron lo que más tarde sería la Reforma —finalizaba el profesor—. Como habéis podido comprobar, todo se coció, por llamarlo de algún modo, en la Edad Media. Espero haberos ayudado. Si precisáis de mayor información, ya sabéis dónde encontrarme.
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