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Juliette Benzoni: Asesinas por el puñal o el veneno

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Juliette Benzoni Asesinas por el puñal o el veneno

Asesinas por el puñal o el veneno: краткое содержание, описание и аннотация

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Agripina, Isabel de Angulema, Erzsébet Báthory, madame de Montespan y otras doce mujeres únicas protagonizan las historias tan verdaderas como mortíferas de esta obra. Desde la Antigüedad hasta la Edad Contemporánea, de Manchuria al Palacio de Versalles, pasando por Eslovaquia, Inglaterra, España e Italia, el mismo hilo rojo sangriento une a estas damas que, por amor, ambición, venganza, miedo o mera crueldad, no temían asesinar, por mano propia u orquestando elaboradas conspiraciones. Implacables, a veces hasta la locura, estas protagonistas fascinan por su habilidad estratégica y por su falta de escrúpulos. En cada una de sus historias, el hierro brilla, el hacha cae, la pócima se insinúa, en el contexto tan trágico como deslumbrante de las grandes cortes a través de los siglos.

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–¡Se están impacientando! –le gritó a su hija–. Tienes un minuto para bajar. Si no, te curtiré la piel de tal manera que no te quedarán deseos de gustarle a nadie.

Abajo, en efecto, los visitantes se impacientaban y se aprestaban a irse. Crátero, deshaciéndose en sonrisas, les dijo:

–Pensé que solo mi hija era digna de servir a sus señorías y fui a despertarla. Perdonen esta demora de una joven… ¡La coquetería!

Como por arte de magia, el tumulto se serenó y el tabernero sorprendió la mirada que intercambiaron el príncipe y el hombre que había hablado en primer lugar. Se alegró, convencido de no haberse equivocado: seguramente habían oído hablar de su hija.

Un minuto más tarde, apareció Anastasia y los visitantes olvidaron a su padre. Lenta, graciosa, con un cántaro de vino al hombro y copas en la mano izquierda, avanzó hacia ellos con una sonrisa. De pronto, se hizo un silencio en la taberna: todos los hombres presentes contuvieron el aliento, pues jamás habían visto una muchacha tan bella. La fina tela de su túnica seguía las curvas de su cuerpo, sus ojos del color del mar brillaban bajo la masa reluciente y negra de los cabellos que caían en gruesos bucles más allá de su cintura, acariciando sus hombros desnudos.

Casi sin darse cuenta, petrificado ante tanta belleza, el príncipe se puso de pie y apoyó las dos manos sobre la madera rugosa de la mesa, mientras la miraba acercarse. Por su parte, Anastasia lo devoraba con sus ojos, agradablemente sorprendida al ver a ese hermoso joven que apenas tendría dieciocho años. Alto, ancho de hombros, erguido como un ciprés, tenía magníficos ojos negros, una piel fresca y rasgos regulares. Todo su aspecto proclamaba a un joven acostumbrado desde siempre a los ejercicios violentos: seducida, Anastasia quiso gustarle.

No tardó en comprender que lo había logrado. Mientras colocaba los vasos sobre la mesa y servía el vino, sentía la obstinada mirada del joven sobre ella. Le sonrió tímidamente y se disponía a retirarse cuando él la retuvo tomándole el brazo con su mano. Le preguntó:

–¿Cómo te llamas?

–Anastasia, señor.

–¡Eres muy bella, Anastasia!

–¡Y tú, señor, eres muy bueno!

Eso fue todo. La joven se alejó tan lentamente como había entrado y, mientras estuvo visible, el joven Romano la siguió con la mirada. Luego se volvió hacia uno de sus compañeros:

–Tenías razón, Teodoro. Es Afrodita y Artemisa en una sola mujer. ¡Nunca más podré olvidarla!

De inmediato, el eunuco Teodoro, preceptor del príncipe, le preguntó:

–¿Qué ordenas, señor? Di una palabra y la raptaremos esta misma noche. Dentro de una hora, estará en tu lecho…

Pero Romano meneó la cabeza:

–No. No es así como la quiero. Tengo una idea mejor. ¡Ven! ¡Salgamos!

Abandonaron la taberna de inmediato, mientras Crátero contaba el oro de la bolsa que, al irse, Teodoro, con un gesto indiferente, le había arrojado.

Algunos días más tarde, los mensajeros del emperador Constantino VII salieron del palacio sagrado y partieron al galope en todas direcciones para anunciar a todas las provincias del imperio la decisión del basileus. Había llegado el momento de elegir una esposa para el joven heredero del trono y los emisarios debían reunir a las muchachas más hermosas del país para someterlas a la elección del príncipe. Así lo dictaba la costumbre: cuando un príncipe no estaba comprometido con una princesa extranjera, seleccionaban para él, con el mayor cuidado, unas tres o cuatro mil candidatas entre las más bellas de sus súbditas para que pudiera elegir. No se consideraban ni el rango ni la fortuna: solamente la juventud, la belleza y la salud.

Constantino VII había dado esa orden por pedido expreso de su hijo, feliz al ver que, por una vez, pensaba más en el matrimonio que en sus placeres. Ignoraba que el príncipe ya había elegido y que montaba esa gigantesca comedia para salvar las apariencias. Por intervención de Romano, ya habían sacado a Anastasia secretamente de la taberna de su padre; la llevaron a una casa de la ciudad, en la que el emisario del emperador la “descubrió”, como por casualidad.

Llegaron mujeres jóvenes desde todos los puntos del imperio, y las instalaron en el palacio de la Magnaura, donde eunucos y matronas hicieron una primera selección, y luego una segunda. Al final, solo quedaron doscientas jóvenes, entre las cuales estaba, por supuesto, Anastasia.

En el día fijado para la presentación, las bañaron y las adornaron suntuosamente; luego, fueron entrando una tras otra para arrodillarse, sobre los mosaicos azules de la sala del trono, frente a dos íconos rutilantes de oro y piedras preciosas que eran el basileus y su hijo Romano. Por supuesto, Anastasia fue elegida como la futura esposa.

Para no despertar susceptibilidades, ocultaron su origen más que modesto. Se dijo que era oriunda de Macedonia y pertenecía a una antigua familia arruinada y caída en el olvido. Crátero, a quien su futuro yerno colmó de oro, aceptó desaparecer y radicarse en Asia Menor. Por último, siguiendo la costumbre, Anastasia cambió su nombre de pila por otro, más elegante de acuerdo con el código de la corte.

Convertida en la princesa Teófano, la joven tabernera se casó con gran pompa, en octubre de 956, con el príncipe Romano, bajo las cúpulas de Santa Sofía. Poco más de un año después, en el palacio de pórfido reservado para los partos imperiales, la joven dio a luz un varón que recibió el nombre de Basilio. Así empezó el camino al poder para la hija de Crátero.

Entre los altos funcionarios del palacio sagrado, uno de los más activos, de los más ambiciosos también, era sin duda el parakoimomenos , o ministro, José Bringas. Como muchos dignatarios, era un eunuco, ávido e inteligente, fríamente cruel y con un único objetivo: el poder. Ya como princesa, viviendo dentro de las murallas del palacio, Teófano apreció al hombre en su justo valor y pensó que podría serle útil.

La limitación física de Bringas le daba un fácil acceso al gineceo, los aposentos de las mujeres: por lo tanto, a la joven esposa de Romano no le costó ningún trabajo atraerlo. De inmediato se ganó su voluntad con algunos obsequios, porque él era avaro e interesado, y luego con algunas picardías en las que era una experta. Interpretando el papel de una niña admiradora, le hizo creer que tenía por él un gran respeto, una enorme consideración y que pensaba que él era mucho más apto que el viejo emperador para dirigir los destinos de Bizancio. Conquistado por esos agradables halagos, Bringas empezó a soñar con un futuro en el que esa adorable muchacha, tan sencilla e inteligente, desempeñara el papel principal en el palacio sagrado. Ella sería una basilisa ideal, sobre todo porque solo pedía que él, Bringas, la manejara.

Por eso la escuchó con oído complaciente cuando ella suspiró:

–El emperador es un hombre notable y lleno de bondad, pero yo creo que, desde hace algún tiempo, está envejeciendo. ¿No le aconsejarías tú, amigo, que se retirara, que le dejara su lugar a su hijo? A su edad, debería querer descansar, ¿no te parece?

El tono era tan ingenuo que Bringas no pudo evitar una sonrisa.

–Quizá me parezca a mí, pero él no piensa de ese modo. Pretende morir en el trono.

–¡Ah! –se limitó a decir Teófano–. ¡Qué pena!

Pero su insinuación fue escuchada: pronto, en octubre de 959, el basileus Constantino, preocupado seguramente por no seguir afligiendo más tiempo a una joven tan encantadora, murió tan de súbito que alguien habló por lo bajo de veneno. De todos modos, su lugar quedó libre.

Teófano empezó a lucir la pesada corona de oro y piedras preciosas de las emperatrices de Bizancio, mientras que, en Santa Sofía, Romano se convertía en el basileus Romano II y recibía su propia corona de manos del patriarca Polieucto. Ese mismo día, con gran pompa, la nueva soberana tomó posesión de los legendarios aposentos de las basilisas, fastuosamente adornados con mármoles y pórfidos excepcionales que formaban con el oro y las gemas un magnífico abanico de colores.

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