1 ...6 7 8 10 11 12 ...22 –¿Qué significa esto? –explotó Nerón–. ¿Por qué me rechazas? Decías que me amabas…
Popea lo miró con sus bellos ojos verdes y se estiró como una gata, revelando su cuerpo flexible.
–En efecto, te amaba… o más bien, amaba a un hombre frente al que todos temblaban, que era el amo del mundo y sabía hacerse respetar.
–¿Acaso no lo soy?
–¿Tú? ¡No eres más que un niño miedoso que tiembla ante su madre! Yo creo, por Venus, que, si a Agripina se le ocurriera azotarte, tú mismo irías a buscar el látigo.
La burla era pesada pero surtió efecto. Nerón se puso rojo, saltó sobre la joven y le retorció las muñecas.
–¿Cómo te atreves a decir eso? ¿Sabes qué merecerían tus palabras?
–¿Qué me importa? –dijo Popea con los dientes apretados, tanto por la rabia como por el dolor–. ¡Mátame si quieres! Pero jamás me poseerás mientras te comportes como un bebé. ¡Y serás un bebé mientras viva Agripina!
A pesar de su crueldad, Nerón palideció al entender lo que significaban las palabras de su amante.
–¡No puedo matar a mi madre!
–Matarla, no, pero puede haber un accidente.
–¡No puedo!
–Entonces, yo tampoco puedo pertenecerte. ¡Yo necesito un verdadero hombre!
Aquel día, Nerón se alejó de su mujer tapándose los oídos. Pero estaba demasiado enamorado: regresó. Y poco a poco se fue elaborando el plan criminal, con la ayuda de un hombre servicial convocado por Popea. Aniceto, un liberto que se había convertido en marino, sugirió un proyecto grandioso: Nerón iría a Bayas, cerca de Baule, para celebrar las fiestas de Minerva. Allí invitaría a su madre a una cena fastuosa para celebrar su reconciliación y luego la haría llevar de regreso a Baule en una embarcación de lujo, siguiendo la costa.
Así se hizo. Agripina, sin desconfiar, aceptó la invitación de su hijo. Nerón fue tierno y atento con su madre, la cubrió de caricias e incluso la acompañó hasta la galera, la instaló en la suntuosa habitación que habían preparado especialmente para ella y le deseó buen viaje.
–Lo juzgué mal –le dijo Agripina, enternecida, a su dama de compañía–. ¡Es un buen hijo! ¡Popea no lo tiene todavía!
Seguía sumergida en esos dulces pensamientos cuando de pronto, el techo, cargado de plomo, se derrumbó sobre las dos mujeres. La dama de compañía, creyendo que de ese modo la salvarían más rápido, gritó que era Agripina… e inmediatamente fue abatida por los socorristas, que la golpearon con los remos. Pero el baldaquín que cubría el lecho de la emperatriz la había protegido. Ella presenció horrorizada lo que le habían hecho a su compañera y, sin más tardanza, se arrojó al agua.
La noche era clara, la costa no estaba lejos y Agripina era una buena nadadora. Logró llegar a la orilla y, desde allí, se hizo llevar hasta su villa de Baule.
Al enterarse de que su madre había escapado a la muerte, Nerón tuvo un ataque de furia, a la que se sumó un temor supersticioso. Por un instante, volvió a ser el niño aterrorizado frente al poder de esa mujer a la que los dioses parecían proteger. Pero Popea estaba allí, y también Aniceto. Los dos cómplices inventaron una falsa conspiración, supuestamente encabezada por Agripina. Y Nerón firmó sin chistar la condena a muerte de su madre. A partir de ese momento, Aniceto tenía las manos libres.
Cuando el marino y sus hombres llegaron a la casa de campo de Baule, ningún sirviente les impidió la entrada. Todos habían huido porque les había llegado la noticia de la ira del emperador y del trágico destino que le reservaba a su madre. Hasta el esclavo preferido de Agripina, que siempre estaba a su lado, había huido.
En su habitación, la emperatriz estaba sola, acostada, porque había sufrido algunas heridas en el accidente de la galera. Al reconocer a Aniceto, palideció, pero intentó controlarse.
–¿Vienes de parte de mi hijo para llevarle mis noticias? En ese caso, puedes decirle que estoy mejor.
Por toda respuesta, Aniceto sacó su gladio. Los soldados hicieron lo mismo. Entonces, Agripina miró a todos esos hombres, uno por uno, y en sus ojos leyó su muerte. Luego, su mirada se dirigió a Aniceto y con una terrible expresión de dolor y de desprecio, apartó sus sábanas y le dijo:
–¡Hiéreme en el vientre! ¡Merece un castigo por haber llevado en su interior a Nerón!
Un minuto después, Agripina expiraba, cubierta de heridas.
La taberna de Crátero, el laconio, estaba situada en la parte más miserable del barrio Zeugma, en Bizancio, cerca del acueducto de Valente, pero su negocio iba bien. Seguramente Crátero era tan ladrón como los demás taberneros de la ciudad, pero su vino griego era bueno y su hija, Anastasia, una verdadera maravilla. La palabra no es demasiado fuerte: la muchacha tenía apenas dieciséis años, una piel dorada, más lisa que mármol bien pulido, enormes ojos verdes rasgados, labios rojos y carnosos, siempre entreabiertos, que eran una permanente invitación al beso, y un cuerpo que podía despertar los celos de la propia Afrodita. Además, de cada uno de sus gestos emanaba una gracia sensual a la que ninguno de los que se le acercaban podía sustraerse. Por eso, Crátero, prudente y calculador, no mostraba a menudo a la bella adolescente. Aunque todas las noches se reunían en su taberna muchos clientes, muy pocos tenían el privilegio de que les sirviera Anastasia. Su padre la reservaba para algún hombre adinerado dispuesto a pagar por ese esplendor su precio real, es decir, muy caro.
Una noche, Crátero se disgustó al ver entrar a un grupo de hombres, porque se disponía a cerrar, pero el aspecto de los recién llegados le hizo cambiar de opinión. Eran cinco y estaban envueltos en gruesos abrigos negros, pero el tabernero vio que debajo brillaba el oro. Fue a limpiar su mejor mesa y les preguntó:
–Nobles señores, ¿qué puedo servirles?
Uno de los hombres, que mostraba un rostro duro bajo la capucha de su abrigo, contestó con arrogancia:
–Tu mejor vino… ¡servido por la muchacha más bella de tu taberna!
–Enseguida, señor.
Crátero corrió a buscar el vino, pero, al llegar frente a la pequeña puerta que llevaba la bodega, se detuvo, pensativo. Esos hombres parecían ricos y su actitud mostraba a las claras que pertenecían a la nobleza. Muchos nobles iban a embriagarse a su taberna. ¿Estos serían dignos de que fuera a despertar a Anastasia? ¿Cómo saber si eran esa clase de señores de alcurnia a los que deseaba mostrar a su adorable hija? Oculto detrás de las tablas de cedro mal ensambladas, observó a sus clientes…
De pronto, su rostro ladino enrojeció de emoción y se frotó los ojos para asegurarse de que no soñaba. Sentados a la mesa, los cinco hombres habían dejado caer sus capuchas. Reconoció al más joven, el que ocupaba el centro de la mesa, por haberlo visto recientemente en una carrera de carruajes en el hipódromo.
Sin vacilar, llamó a su ayudante, le ordenó que sacara un gran recipiente de su mejor vino de Chipre y subió hasta la habitación de su hija. Anastasia dormía profundamente, pero la sacudió con energía.
–¡Rápido! ¡Levántate y ponte tu mejor túnica! ¡El hijo del emperador está aquí!
Anastasia abrió grandes los ojos adormilados y gruñó:
–¿El hijo del emperador? ¡Estás loco, padre! ¡Otra vez bebiste demasiado!
–¡Si no te despiertas al instante, voy a buscar el látigo! Sé lo que digo, y digo que el príncipe Romano está abajo y pidió vino, servido por la muchacha más bella de la casa.
Esta vez, Anastasia entendió y ya no dudó. Se levantó rápidamente, corrió a abrir un baúl y sacó el único vestido de seda que tenía. Se lo estaba poniendo cuando se oyó un gran alboroto proveniente del piso inferior. Crátero se precipitó a la escalera.
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