Mientras tanto, se ocupaba de la educación de su hijo y lo menos que se puede decir es que el pequeño Nerón no tenía una vida fácil con semejante madre. Ella exigía que superara en todo al hijo de Mesalina, Británico, ¡y eso no era sencillo! Nerón, que amaba la poesía y la música, era forzado a interminables sesiones de gimnasia, largas cabalgatas a galope tendido y un entrenamiento de campeón olímpico, solo para su madre tuviera el placer de asistir a sus victorias sobre su joven rival.
–El trato con los poetas y contigo me bastaría ampliamente –le confesó a su preceptor, el filósofo Séneca–. ¿Por qué le interesa tanto a mi madre que supere a mi primo?
–¡Porque espera verte un día en el trono de Roma! –le contestó Séneca, que conocía la secreta ambición de Agripina–. Para eso, es preciso que tú seas el más fuerte.
–¡Qué ridículo! ¡El día que yo sea emperador, nadie se atreverá a medirse conmigo!
–Eso es cierto. Pero, mientras tanto, tendrás que superar varios obstáculos. Por eso, debes estar listo.
Ese era un lenguaje que Nerón podía entender y, un poco menos angustiado, volvía a lanzar la jabalina o el disco hasta el agotamiento, para sumergirse luego, como siempre, en sus amados poetas griegos.
Alrededor del año 48, Mesalina empezó a actuar en la forma que su rival esperaba desde hacía tanto tiempo. La emperatriz estaba enamorada desde hacía mucho tiempo de Cayo Silio, el más bello de los romanos, pero, como el hombre estaba lejos, ese amor no tenía consecuencias. Cuando Cayo Silio regresó, Mesalina dejó de luchar contra la violenta atracción que él le inspiraba y pronto, toda Roma, menos Claudio, supo que la augusta era la amante del apuesto Cayo. La pasión de la joven era tan intensa que hizo sacar del palacio imperial los muebles y las más valiosas obras de arte para adornar la vivienda de su amado.
–Decididamente, está muy enamorada de ese hombre –le contó a Agripina el todopoderoso liberto Narciso, testigo cotidiano de esos traslados.
Mesalina había cometido el error de enemistarse con ese hombre de una terrible inteligencia y un odio tenaz, mientras que la astuta Agripina lo convirtió en uno de sus comensales habituales.
–¿Y el césar no dice nada? ¿Lo acepta?
Narciso se encogió de hombros.
–¡Está loco por ella! Lo obsesiona. Nunca vi que un hombre fuera esclavo de una mujer hasta ese punto.
–El bien del imperio exige que alguien le abra los ojos.
–No seré yo quien me encargue de eso, noble Agripina. ¡Tampoco tú! No nos escucharía.
–Es preciso… Sí, es preciso que la propia Mesalina lo haga. Eso sería bastante fácil si ama tanto a Cayo.
–Con la ayuda de los dioses, tal vez.
En realidad, Agripina creía mucho más en la ayuda humana que en la de los dioses. La amistad de Narciso era muy valiosa para ella, porque él la mantenía informada sobre todo lo que hacía la pareja imperial. Además, había logrado que liberaran, a su pedido, a la famosa Locusta: Agripina le estaba muy agradecida por esto. Le prometió:
–Si encuentro una oportunidad propicia, puedes estar seguro de que intentaré hacer entrar en razones a mi tío.
–¡Y toda Roma te lo agradecerá!
Pero Agripina no tuvo que tomarse ese trabajo. Mesalina se encargó de su propia perdición. Dominada por la fiebre de su amor, tuvo una idea extraña: aprovechar una ausencia de su marido para casarse con su amante y hacerlo subir al trono con ella. Mediante un hábil pase de magia, jugando con la superstición de Claudio, le hizo creer que, en una fecha determinada, “el esposo de Mesalina” moriría. Claudio siempre había sido un timorato y se asustó tanto que aceptó de inmediato la insólita idea de su esposa: bastaría que ella estuviera casada, para ese día, con un marido postizo… que sería el querido amigo de ambos, Cayo Silio. Durante ese tiempo, Claudio iría a Bayas, a esperar el final de ese período peligroso.
Lo más increíble es que el audaz plan estuvo a punto de triunfar. El ingenuo Claudio, confiado, esperaba tranquilamente en Bayas que terminara la “mascarada”, cuando Narciso y otros hombres de su entorno fueron a verlo para urgirlo a volver a Roma. Las noticias que llegaban de allí eran tan inquietantes (y mayormente enviadas por Agripina) que terminó por comprender y sentir temor. Mesalina se había burlado de él y trataba de destronarlo.
Furioso, Claudio regresó a su capital. Los dos amantes fueron detenidos: Silio fue ejecutado y Mesalina, apuñalada. Sin embargo, Claudio lloró su muerte con toda su alma.
En ese momento hizo su aparición Agripina. Con los ojos llenos de lágrimas, la ternura de su corazón y el calor de su cariño, fue a consolar a su tío.
–Aún eres joven, ¡oh, césar! Tu corazón sanará. Volverás a encontrar el amor.
–¿El amor? ¡No quiero oír hablar más del amor! A partir de este momento, mantendré el celibato.
–Tuviste mala suerte. Pero eso no durará. Conozco mujeres que solo piensan en tu felicidad.
–Viejas, feas…
–Nada de eso… –Agripina bajó la vista con un pudor perfectamente interpretado–. Conozco por lo menos una que, según dicen, es joven, bella y deseable, y te ama más que a nada en el mundo.
Claudio abrió grandes los ojos. La idea de otra mujer, bella y joven, empezó a secar sus lágrimas. Pero se repuso:
–Más tarde, Agripina, más tarde me hablarás de esa mujer joven y bella que, si se pareciera a ti, tendría ciertas posibilidades de gustarme. Pero, por ahora, solo quiero llorar mis ilusiones y mi estupidez.
Y volvió a llorar. Agripina no insistió. El pez había picado: solo faltaba ajustar el anzuelo. Pero estaba segura de lograrlo: por fin veía abrirse ante ella el camino al trono.
De pronto, recordó un detalle que había olvidado por un momento en medio de su alegría: ¡Pasieno! Para casarse con Claudio, debía ser libre. Pero estaba casada…
Agripina no era una mujer que dudara mucho tiempo cuando estaba en juego su futuro. Esa misma noche, cubierta con un velo, subió a su litera y se hizo llevar hasta la Porta Capena. Desde allí, se dirigió a pie a la casa de Locusta.
El resultado no se hizo esperar. Poco tiempo después, el pobre Pasieno pasaba a mejor vida y su viuda quedaba libre para ir en busca de su tío y unir sus lágrimas y sus lamentos a los suyos.
Claudio se convenció tan pronto que en la primavera de 49 se casó con su sobrina.
Desde ese momento, Agripina vigiló estrechamente su corona, como también a su esposo: una doble operación que dio lugar a algunas intervenciones enérgicas.
Un día, por ejemplo, los ojos claros de Agripina no perdieron su calma habitual ante el espectáculo que se ofrecía ante ellos. Lenta, graciosa en sus velos de púrpura imperial bordada en oro, avanzó hasta el trípode de bronce sobre el cual los esclavos habían colocado la cabeza cortada de Lolia Paulina. Hacía poco tiempo que la muerte había cerrado esos bellos ojos negros y estropeado la piel dorada de la víctima, porque aún fluía la sangre, pero el hermoso rostro, que por un instante había atraído la mirada del emperador Claudio, estaba irreconocible. El terror y el sufrimiento lo habían deformado con crueldad. Frente a los restos de esa mujer cuya muerte había ordenado por haberse atrevido a disputarle el corazón de Claudio tras la muerte de Mesalina, Agripina frunció el ceño y su boca hizo una mueca dubitativa.
–¡Esa cara es muy fea! –dijo–. ¿Estás seguro, Faros, de que realmente es Lolia Paulina?
El jefe de los esclavos pareció sorprendido, pero Agripina hablaba en serio.
–¿Qué prueba puedo darte, augusta? Esta mujer fue arrestada en la casa de Lolia Paulina, vestida con la ropa de Lolia Paulina, en el lugar de Lolia Paulina. ¿Qué más puedo decir?
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