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Juliette Benzoni: Asesinas por el puñal o el veneno

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Juliette Benzoni Asesinas por el puñal o el veneno

Asesinas por el puñal o el veneno: краткое содержание, описание и аннотация

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Agripina, Isabel de Angulema, Erzsébet Báthory, madame de Montespan y otras doce mujeres únicas protagonizan las historias tan verdaderas como mortíferas de esta obra. Desde la Antigüedad hasta la Edad Contemporánea, de Manchuria al Palacio de Versalles, pasando por Eslovaquia, Inglaterra, España e Italia, el mismo hilo rojo sangriento une a estas damas que, por amor, ambición, venganza, miedo o mera crueldad, no temían asesinar, por mano propia u orquestando elaboradas conspiraciones. Implacables, a veces hasta la locura, estas protagonistas fascinan por su habilidad estratégica y por su falta de escrúpulos. En cada una de sus historias, el hierro brilla, el hacha cae, la pócima se insinúa, en el contexto tan trágico como deslumbrante de las grandes cortes a través de los siglos.

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–¡Tus pruebas son débiles! Por suerte para ti, tengo una manera de verificarlo. ¡Ábrele la boca!

–Que le…

–Haz lo que te digo –se impacientó la emperatriz–, si no quieres sufrir su mismo destino. ¡Ábrele la boca!

El esclavo lo hizo, temblando. Agripina se inclinó y examinó cuidadosamente los dientes de la muerta. Luego se irguió, sonriente.

–Es realmente Lolia Paulina –dijo con satisfacción–. La muerte la desfiguró, pero esos dientes son de ella. ¡Llévate este cadáver y haz con él lo que quieras!

Ya tranquila, con el alma en paz, Agripina, emperatriz de Roma desde hacía dos meses, fue a reunirse con las mujeres que la vestirían y la adornarían para el banquete de la noche. Desde que se había casado con Claudio, Agripina pensaba que nunca estaba suficientemente arreglada. Aunque el emperador fuera feo y tonto, aunque su físico fuera poco atractivo, era el emperador, es decir, el hombre sobre el que convergían todas las miradas femeninas. Ante la menor señal, las más bellas estaban dispuestas a entrar en su cama. Y la muerte brutal de Mesalina le había demostrado a su reemplazante que, para permanecer en el trono de Roma, una mujer tenía que usar todas sus armas.

Los dioses sabían, empero, que en cuestión de armas, Mesalina había estado mejor provista que nadie, pero su coraza tenía un defecto que Agripina se prometió no dejar que se instalara en la suya: Mesalina amaba el amor y era incapaz de resistirse a él. La nueva augusta se juró desterrar de su corazón para siempre ese sentimiento peligroso. Poseía el trono, viviría para él y para entregárselo a su hijo, el joven Nerón, en detrimento del hijo que Claudio había tenido con Mesalina, Británico.

De los dos favoritos de Claudio, Narciso y Palas, el segundo no disimulaba demasiado la pasión que sentía por la nueva augusta. Había trabajado con gran energía por aquel matrimonio, alabando ante su amo los encantos de su bonita sobrina… y esperaba ser recompensado por ello. Un día se atrevió incluso a declararle sus sentimientos a Agripina.

–¡Solo actué por amor a ti! Tú eres emperatriz porque yo lo quise. ¡Lolia Paulina tenía las mismas posibilidades de gustarle a Claudio!

–¿Qué significa eso? –le preguntó secamente Agripina.

No le había gustado esa declaración brutal, aunque, sin admitirlo, se sintió perturbada por ella. Ese hombre no era hermoso, pero tenía prestancia. Había algo de tribuno en ese liberto cuya voz profunda agitaba los corazones.

–Significa –prosiguió Palas inclinándose sobre el lecho en el que descansaba la emperatriz– que todavía puedo hacer mucho por ti… ¡mucho más de lo que crees!

–Claudio me ama y me escucha, es feliz conmigo. Todas las noches estamos juntos…

–Pero de día escucha mis consejos y hasta me los pide. Yo te conozco bien, Agripina, y conozco tus más secretas ambiciones. No te basta ser augusta: ¡quieres mucho más!

–¿Qué?

–El trono para tu hijo. Pero Claudio ya tiene un heredero, un hijo que será su sucesor. Si tú deseas que reine Nerón, Claudio debería adoptarlo. Si no, aunque a Británico le ocurriera alguna desgracia, Nerón no tendría ninguna posibilidad de convertirse en emperador.

–¡Yo sabré convencer a Claudio de adoptar a mi hijo!

–Yo puedo hacerlo mucho mejor que tú. Claudio siempre desconfiará de su esposa. Mesalina se encargó de insuflarle la sospecha para siempre. Pero no desconfiará de su mejor amigo.

Agripina no respondió de inmediato. Sentía algo extraño. Ese Palas la atraía como ningún otro hombre. Entendía perfectamente sus intenciones y no tenía el menor interés en convertirlo en su enemigo. Pero, si cedía ante él, ¿no corría el riesgo de quedar a su merced? ¡Y le gustaba tanto! ¿Cómo podía saber si, en sus brazos, ella no perdería la lucidez que se había prometido mantener a cualquier precio? Para forzarlo a ser explícito, le preguntó con desdén:

–¿Qué quieres en pago por tus servicios? Tu fortuna ya es inmensa, Palas, puesto que eres el guardián del Tesoro…

–¡No quiero oro! ¡Te quiero a ti! ¡Te haré tan grande que el emperador desaparecerá ante ti! ¡Te amaré como nadie te amó jamás, ni Enobarbo, ese bruto, ni Pasieno, ese imbécil, ni Claudio, ese viejo! ¡Yo soy joven y vigoroso, y te amo!

Y así fue como Agripina se entregó, por interés, al hombre que amaba.

Durante mucho tiempo, los amores de Agripina y Palas permanecieron en secreto. Para la joven, fue una extraña aventura: en los brazos de ese hombre al que empezó a amar con pasión, debía controlarse siempre, porque él siempre debía creer que ella se estaba sacrificando. Aunque Palas cumplió todas sus promesas, pocas veces se abandonaba Agripina en forma total. En cuanto a Claudio, reducido al estado de un instrumento dócil, porque estaba perdidamente enamorado de su esposa, adoptó a Nerón y hasta llegó a decir, un día en que Nerón tomo la palabra en el Senado (un gran honor para un niño de trece años), que, si él moría, Nerón sería capaz de reinar.

Palas hizo algo más para su amante. Logró que le otorgaran los mismos privilegios que al emperador. Se acuñó moneda con su efigie. Ella presidía las revistas militares, recibía a los embajadores extranjeros e incluso obtuvo el derecho de ir al Capitolio en un carruaje dorado. Por último, la hija de Claudio, Octavia, se casó con Nerón. Quedó totalmente despejado para este el camino al trono.

Pero, mientras que Palas era el más apasionado de sus esclavos, Agripina tenía un encarnizado enemigo en Narciso. El otro comensal de Claudio había visto con envidia la creciente intimidad entre la augusta y su rival. Sobre todo porque sus derechos, como también sus servicios, eran mucho más antiguos. ¿Acaso no había ayudado Narciso a Agripina a desembarazarse de Mesalina? Decepcionado y ofendido, sintió que se terminaba su antigua amistad y empezó a defender la causa de Británico. Una mañana de abril de 54, Narciso se ingenió para ver a Claudio a solas en las termas, mientras le hacían masajes.

–Nerón se comporta ya en todas las circunstancias y en todas partes como tu sucesor –le dijo al emperador–. Es tiempo de que recuerdes a tu verdadero hijo y no a ese adoptado.

Claudio alzó sus pesados párpados arrugados y observó al liberto con una mirada fría.

–¿Quién dijo que olvido a mi hijo? Adopté a Nerón para darle el gusto a su madre y porque un muchacho con sus méritos valía la pena, pero es Británico quien me sucederá.

–¡Entonces, haz que el pueblo lo sepa! Otórgale a Británico la toga viril en una gran ceremonia para que se disipen los equívocos. ¡Una vez que sea un hombre, el pueblo tendrá en él a un auténtico césar!

Claudio vaciló un momento. Le preocupaba lo que pudiera decir Agripina de ese golpe de Estado. Pero Narciso volvió a la carga.

–¡Cuídate, Claudio! ¡La ambición de la augusta no tiene límites! Ella quiere que reine su Nerón, y si tú no haces de tu hijo un muro entre ella y tú, un día morirás… ¡como murió Pasieno!

–¿Qué sabes tú de la muerte de Pasieno?

–¡Nada! Salvo que, en esa época, Locusta recibió visitas muy extrañas…

–Locusta se está pudriendo ahora en el fondo de una fosa del Tullianum.

–Deberías hacerla matar, césar. ¡Sería más seguro!

Pero el destino protegía a Locusta. Claudio estaba seguro de sus prisiones y consideró inútil hacerla ejecutar, pero siguió escrupulosamente los demás consejos de Narciso… y de ese modo, firmó su sentencia de muerte. Agripina se preocupó tanto al ver que le otorgaban la toga viril a Británico que decidió pasar a la acción.

La emperatriz sentía un gran interés por Locusta y le preocupaba su destino. Sabía que la hechicera estaba encerrada en el Tullianum y secretamente había dado la orden de que la pusieran a resguardo en el caso de que alguien, incluso el emperador, intentara hacerla desaparecer. Habiendo tomado esas precauciones, se sentía más bien satisfecha de que Locusta estuviera en prisión: eso la dejaba aún más a su merced.

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