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A la esposa de Hasan Esat Isik, embajador de Turquía,
como recuerdo y testimonio de amistad.
¡Las mujeres son extremas!
Son mejores o peores que los hombres…
LA BRUYÈRE
Estimada Juliette Benzoni,
Me bastó pulsar un botón, una noche, para conocerla. Claro que fue en la televisión, donde usted enfrentaba las terribles preguntas de Pierre Sabbagh, para responderlas, por otra parte, con una soltura que me dejó maravillado. Se trataba del Renacimiento italiano, y estoy seguro de que nadie en Francia demostró nunca tanto conocimiento sobre ese tema tan estimulante, pero tan difícil.
Y un día, me envió usted su primera novela histórica. Trataba sobre una mujer llamada Catalina, muy seductora, que nos sumergía en plena Edad Media. Gracias a usted, seguí a Catalina a lo largo de aventuras apasionantes, a través de cinco tomos. Luego, con Mariana, me llevó a la época de Napoleón. Y una vez más, la leí con profundo interés. Con pasión.
Es que usted tiene un secreto, estimada Juliette. Toda su formación la llevaba hacia la historia, pero su temperamento de escritora la predisponía a recomponer esa historia, partiendo de hechos reales, siguiendo su imaginación. Tiene usted una imaginación fabulosa que sabe, sin embargo, disciplinar. Se pone usted en el lugar de sus heroínas, y también de sus héroes. Con ellos, usted siente, actúa, ama y sufre. Por lo general, los documentos históricos, que suelen ser demasiado secos, solo nos permiten adivinar los sentimientos de los personajes. Usted define los contornos de esos sentimientos que aparecen a veces apenas esbozados.
Su secreto reside en el hecho de ir más lejos, pero sin ir demasiado lejos.
Para descansar de sus grandes frescos, en este libro presenta usted historias más breves, sin que esto signifique que sean menos interesantes. Encuentro en cada una de ellas tal intensidad, que a veces lamento que no les haya dedicado a esos personajes un libro entero.
Usted, gran admiradora de Alejandro Dumas, a quien considera su maestro, sigue el mismo camino que él: ayuda a los lectores a amar la historia.
ALAIN DECAUX
de la Académie Française
La Agripina china
(200 a. C.)
De rodillas, con la frente pegada a la arena del jardín, el mensajero esperaba, temblando, que la emperatriz se dignara dirigirle la palabra. Ella no tenía prisa. Sentada sobre un banco de mármol incrustado en el hueco de un cantero de peonías y jazmines, contemplaba con una mirada ausente el curso luminoso del río Wei, acariciando con los labios la estrella blanca de un jazmín.
El hombre casi no se atrevía a respirar y menos aún a levantar la vista hacia esa mujer de rostro delgado y duro, vestida con ropa bordada en oro, adornada con flores y alhajas, pero que escondía bajo sus anchas mangas sus manos demasiado estropeadas por antiguos trabajos rudos como para que algún aceite pudiera devolverles su blandura y su suavidad primitivas. Lu parecía haberse olvidado del mensajero y su silencio le otorgaba al desdichado algunos minutos más de vida: según la costumbre, un mensajero de malas noticias era ejecutado en el acto. ¡Y solo los dioses sabían hasta qué punto era mala la noticia! El hombre se oyó murmurar con una voz ahogada por el terror:
–El sublime señor, el emperador amado por el cielo, tu esposo y mi amo, está rodeado en Pengcheng. ¡Manda decir, oh, divina, que, si no le envías de inmediato refuerzos, los salvajes xiongnu, los esclavos furiosos, los demonios de la estepa, se apoderarán fácilmente de su sagrada persona!
Y luego se calló, mientras creía sentir ya sobre su cuello el frío del sable del verdugo. Pero, en realidad, Lu no parecía tener la intención de mandarlo matar de inmediato. No gritó ni lloró al recibir la noticia. Apenas parecía haberla oído. Siguió oliendo su jazmín y la expresión de su rostro no cambió. El tiempo pareció detenerse…
Finalmente, los ojos de la emperatriz se posaron sobre la nuca escarlata del hombre prosternado.
–¡Retírate! –ordenó con voz tranquila–. Ve a tu cuartel y espera mis órdenes. Debo consultar a los dioses. Pero no te alejes, tal vez te necesite.
Aturdido, sin poder creer en su buena suerte, el hombre se retiró hacia atrás, sobre sus rodillas, pero a toda velocidad. ¡Tenía tanto miedo de que Lu cambiara de idea! La emperatriz se quedó sola.
Sin llamar siquiera a sus damas de compañía, a las que había alejado y que cuchicheaban cerca de un bosquecillo de bambúes, se puso de pie, dio algunos pasos y empezó a caminar por el sendero de loza roja que bordeaba el río. Sonreía, y si el aterrorizado mensajero hubiera podido ver esa sonrisa, habría entendido por qué no lo habían entregado al verdugo: para Lu, la noticia del peligro que corría su esposo no era una mala noticia. Era, por el contrario, una bendición, porque le permitiría darle una lección a ese marido y resolver un conflicto que, antes de la partida del emperador Liu Bang hacia la frontera, los había enfrentado violentamente.
Era muy sencillo: Liu Bang, gran mujeriego, había oído elogiar la belleza sin par de una joven de la alta nobleza, Mei, hija de uno de sus más poderosos barones. Los informes eran tan entusiastas que pidió su retrato y declaró:
–Si es tan bella como dicen, ¡me casaré con ella!
A Lu se le oprimió el corazón, pues sintió que se abatía sobre ella el viento glacial del repudio. La ley autorizaba a los hombres, y a su emperador más que a los simples mortales, a tener varias esposas, pero la imaginada belleza de Mei había trastornado la cabeza, habitualmente tan bien organizada, del esposo de Lu. Él ya tenía, por supuesto, muchas concubinas, pero, hasta ese momento, nunca había hablado de casarse con ninguna. Entonces Lu se rebeló:
–¡Yo soy tu esposa! ¿Qué necesidad tienes de tomar otra?
–¡La necesidad que tiene todo hombre con una esposa vieja de poner a una mujer joven en su lecho! –respondió Liu Bang.
–¡Tienes todas las concubinas que quieres! ¡Toma a esa como a las demás, sin hacer intervenir a los dioses!
–Ella pertenece a una nobleza demasiado alta como para ser solo una concubina y mezclarse con cocineras o campesinas. ¡Si su retrato me gusta, me casaré con ella!
Afortunadamente, el emperador había partido antes de que llegara el retrato. Los xiongnu salvajes habían atravesado una vez más, en 198 a. C., la Gran Muralla que había costado tanta sangre y tantos sufrimientos bajo el látigo constructor del despiadado Qin Shi Huang y que resultaba, sin embargo, tan poco eficaz. Sobre sus pequeños caballos veloces, armados con sus temibles arcos, los xiongnu devastaban, mataban, saqueaban y quemaban aldeas y ciudades. Liu Bang había partido precipitadamente, dejando el gobierno a cargo de Lu, ya que valoraba su prudencia y su vigor.
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