Juliette Benzoni - Asesinas por el puñal o el veneno

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Agripina, Isabel de Angulema, Erzsébet Báthory, madame de Montespan y otras doce mujeres únicas protagonizan las historias tan verdaderas como mortíferas de esta obra. Desde la Antigüedad hasta la Edad Contemporánea, de Manchuria al Palacio de Versalles, pasando por Eslovaquia, Inglaterra, España e Italia, el mismo hilo rojo sangriento une a estas damas que, por amor, ambición, venganza, miedo o mera crueldad, no temían asesinar, por mano propia u orquestando elaboradas conspiraciones.
Implacables, a veces hasta la locura, estas protagonistas fascinan por su habilidad estratégica y por su falta de escrúpulos. En cada una de sus historias, el hierro brilla, el hacha cae, la pócima se insinúa, en el contexto tan trágico como deslumbrante de las grandes cortes a través de los siglos.

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Mandó sacar subrepticiamente a la envenenadora de la cárcel y le dio la orden de proporcionarle un medio rápido y seguro de eliminar al emperador. Locusta no tenía alternativa: si se negaba, regresaría al Tullianum sin la menor esperanza de salir algún día de allí, y si el emperador lograba salvarse, tampoco podría permanecer en libertad. De modo que aceptó.

–Al césar le gustan mucho los hongos –le confió Agripina.

Y Locusta, obediente, confeccionó un plato de hongos tan apetitoso como mortal, que le sirvieron en la cena al infortunado Claudio. Como era su costumbre, el emperador comió en forma inmoderada. La dosis masiva de veneno que ingirió no lo mató, pero lo enfermó gravemente. Mandaron llamar a un médico. El que fue a verlo le era fiel a Agripina, que, de pie junto al lecho imperial, sostenía la mano del moribundo.

–El césar comió demasiados hongos. Hay que hacerlo vomitar.

Y el médico introdujo en la garganta imperial un cálamo de pluma… previamente envenenado. Esta vez, Claudio no resistió y en la madrugada del 12 de octubre entregó a los dioses su alma ingenua.

Ahora, entre el trono y Nerón, no había más que un pequeño paso. Agripina, segura de sí misma, fue a ver a Británico y lo abrazó muy fuerte, en medio de grandes llantos, mostrando un profundo dolor… con el único objetivo de impedirle salir. Mientras tanto, Nerón se mostraba ante los todopoderosos pretorianos y se hacía aclamar emperador de Roma. Agripina y Palas podían felicitarse: ¡habían hecho un buen trabajo!

Eso pensaban al menos el día en que Nerón se convirtió en césar. Ese día les había dado a sus soldados como contraseña “la mejor de las madres”. Agripina creía que su hijo sería un instrumento aún más dócil que su difunto marido. Y, fiel a su política de eliminación de sospechosos, hizo caer varias cabezas, entre ellas, la del imprudente Narciso. Pero, a sus diecisiete años, Nerón ya sabía lo que quería. Y, en primer lugar, no quería estar casado con Octavia, a la que considerada insípida y desprovista de ese atractivo picante que le gustaba. Se había enamorado de una bella liberta, Actea, y pretendía repudiar a Octavia para casarse con ella. Esto provocó una primera escena entre madre e hijo.

–Me costó mucho trabajo hacerte casar con Octavia como para que ahora la repudies. ¿Olvidas que es la hija de Claudio?

–No. Tampoco olvido que yo soy su hijo adoptivo y el emperador de Roma. Mi placer es lo más importante y estoy cansado de Octavia.

–Cansado o no, ¿cómo crees que reaccionará Roma cuando te vea rechazar a la hija de los césares por una ex esclava? ¿Crees que tu poder es tan firme? ¿No piensas que los pretorianos podrían rebelarse? ¡Tu corona es muy reciente, hijo mío, y lo olvidas con demasiada facilidad!

Nerón no contestó. Las palabras de su madre penetraron en su alma. En un sentido tenía razón. ¿Amaba suficientemente a Actea como para correr el riesgo de una revolución y la pérdida de su trono?

–Está bien, madre –suspiró, obligándose a sonreír–. ¡Usted gana! No repudiaré a Octavia: en esto, seguiré su consejo.

–Sigue siempre mis consejos y no te arrepentirás. Palas y yo sabemos qué es bueno para ti: solo queremos tu felicidad.

¡Desafortunadas palabras! Mencionar a Palas fue por lo menos una torpeza. Algunos días más tarde, Palas fue destituido de sus funciones de administrador de los bienes imperiales y obligado a regresar a sus tierras. Agripina, loca de ira, corrió a ver a su hijo y le reprochó con violencia.

–¿Es así como reconoces los servicios prestados? ¿Me equivoqué tanto entonces contigo? He creído darle a Roma el mejor de los emperadores ¡y le he dado un tirano!

–Mida sus palabras, madre, y no me obligue a recordar que soy el emperador.

–¿Gracias a quién? ¡Sabes que me bastaría un gesto para que tu poder se derrumbara! ¡Y haré ese gesto! Mañana llevaré yo misma a Británico al campamento de pretorianos y haré que le devuelvan lo que le fue quitado. ¡Mañana tú no serás ya nadie y reinará Británico!

Nerón, pálido de ira, se puso de pie, enfrentó a su madre y le dijo, tratando de mantener la calma:

–¡Madre, sé lo que le debo! Pero me niego a darle a Palas una parte del agradecimiento que le pertenece a usted por completo. Ese hombre saquea las finanzas del imperio y lo echo como se echa a un servidor infiel. Es inútil que lo siga defendiendo. He tomado una decisión y nada hará que la cambie.

–¿Estás seguro?

Una sonrisa se dibujó en los labios del emperador.

–¡Completamente seguro!

–¡Piensa en Británico!

–¡Pienso en él, madre!

En efecto, unos días más tarde, Británico murió bruscamente, en circunstancias extrañas. Ese joven vigoroso sucumbió después de un alegre festín. Locusta, una vez más, había servido al hijo con el mismo celo que a su madre.

Encerrada en sus aposentos, Agripina sintió que el miedo mordía sus entrañas. Por primera vez, comprendió que su amado hijo estaba hecho de la misma materia que ella: era cruel y no tenía escrúpulos. Palas estaba lejos y ella se sentía muy sola frente a ese desconocido al que había creído conocer tan bien. Ella había querido que Nerón reinara. Nerón reinaba, ¡pero su propio poder había llegado a su fin!

Durante los días siguientes, Agripina comprendió que su caída en desgracia se acentuaría. Nerón no le perdonó que hubiera querido poner a Británico en su lugar. Le pidieron que dejara el Palatino. Le dieron un palacio en Roma. Disolvieron la guardia que le habían adjudicado y su efigie desapareció de las monedas. Ahora solo era la madre del emperador. La herida era profunda, pero salió a relucir su orgullo. Nadie sabría hasta qué punto se sentía ofendida y humillada. Abandonó el Palatino con la frente en alto, rechazó el palacio romano y se retiró a la magnífica residencia que poseía en Baule, cerca de Nápoles. Tenía la esperanza de que algún día Nerón se sintiera solo y la necesitara. Entones, ella le pondría una condición a su regreso… ¡y esa condición sería que volviera Palas!

Las cosas podían haber quedado así: Nerón reinando en Roma, Agripina cultivando su jardín en Baule, y cada uno ellos podría vivir sin molestar al otro. Pero el destino había decidido algo distinto.

El reinado de la dulce Actea, que le había inspirado una pasión tan fulgurante a Nerón, había terminado, justamente porque Actea era demasiado dulce, pura y buena. El joven emperador necesitaba placeres más fuertes.

Había oído elogiar los encantos de la bella Popea, esposa de Salvio Otón, uno de sus compañeros, y la invitó al palacio. Fue un flechazo. Un hombre como Nerón no podía resistirse a una belleza como la de Popea, voluptuosa y arrogante. Se enamoró perdidamente de la joven y se lo hizo saber. Popea era ambiciosa, por lo menos tanto como Agripina. Entrevió la corona imperial y se dispuso a hacer desaparecer los obstáculos que le molestaban.

Convertida en la amante del emperador, empezó por desembarazarse de su esposo. Otón fue enviado a Lusitania, donde murió poco después de una fiebre súbita cuya causa ningún médico se arriesgó a diagnosticar. Luego exigió que despidieran a Actea.

Quedaban dos obstáculos: Octavia, la esposa legítima, y Agripina, la madre, a quien temía más. De hecho, al enterarse de los nuevos amores de su hijo, Agripina abandonó su retiro marítimo y fue a ocupar por fin su palacio romano. Conocía a Popea, y una unión con esa mujer pérfida y demasiado bella le parecía la peor de las tonterías. Nerón ya tenía una tendencia demasiado pronunciada hacia el libertinaje y la tiranía. En manos de Popea, estaría perdido para siempre.

Un vez más, se alzó contra la voluntad de su hijo, intentó hacerlo entrar en razones y estuvo a punto de ganar la partida, pero Popea era tan astuta como ella y sabía cómo convencer a Nerón. Empezó por hacer que se casara con ella y luego, consciente de que una de las dos, Agripina o ella, debía desaparecer, rechazó a su marido.

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