José Fernández finalmente había acertado un disparo.
Cuando Robin se lo contó a Peggy, ella apenas prestó atención.
—Mamá, después de que lo dejaste, José se pegó un tiro.
Ella lo miró y dijo:
—¿En serio?
—Sí, en serio
—Qué idiotez.
“Ese fue el epitafio del pobre José: Buen hombre, suicida, y menospreciado”.
Robin Wood
Roberto era un simpático italiano que, durante la Segunda Guerra Mundial, compraba grasa en los mataderos y empleaba a media docena de mujeres para fabricar velas que luego vendía, porque no había electricidad. Así juntó su primer dinero para poder viajar a la Argentina, decidido a triunfar en el cine. Dejó en Italia a una esposa con dos hijos pequeños, hasta que ella lo encontró y fue a buscarlo a Buenos Aires. “Roberto Monti” era el seudónimo artístico de Roberto Zapetti, hombre atrevido, buen mozo, elegante y refinado. Hizo una breve carrera en la industria del cine, siendo la más destacada su participación en el elenco de Continente blanco (dirigida por Bernard Roland, en 1957, con Duilio Marzio en el rol protagónico). La actriz Iris Marga fue amante suya mientras duró su etapa actoral, y cuando su esposa italiana no consiguió hacerlo volver al hogar, encontró al verdadero amor de su vida: Peggy Wood.
Peggy conoció a Roberto en un encuentro casual. Ella trabajaba en un local frente a la plaza San Martín, donde estaban todas las tiendas que vendían prendas y artículos de cuero y circulaban muchos turistas. Ella hablaba varios idiomas, era elegantísima, fina y tenía amigas con quienes iba de cócteles por las mejores confiterías de entonces. Con Roberto se conocieron tragos de por medio, se gustaron y al poco tiempo decidieron irse a vivir juntos. Tras un año y medio de idilio, hicieron traer a Tino del Paraguay, para que viviese con ellos en una burbuja de normalidad familiar. Robin venía del monte del Alto Paraná, convertido en un adolescente hostil, agresivo, muy reservado. Su primer encuentro con Roberto no fue en los mejores términos: el italiano lo recibió a los besos. El joven Tino, de sangre celta, criado por fríos familiares anglosajones, con una vida desarraigada y demasiada experiencia en la crudeza de la jungla, no estaba preparado para las expresiones de cariño del latino. Y menos para compartir una casa con el hombre y sus dos hijos, unos años mayores que él.
Los dos muchachos le resultaban poco interesantes, dos jóvenes con los cuales no tenía nada que ver. En una ocasión, Robin llegó a trenzarse a puñetazos por haber sido descubierto besándose con la pareja de uno de ellos. Otra noche, los hermanos Zapetti se habían puesto a cantar a los gritos, ignorando los pedidos de Peggy, enloqueciéndola. Exasperada, bajó a la calle a esperar que Roberto volviera. Cuando este llegó, subió por la escalera con expresión enfurecida y no solo abofeteó a sus propios hijos, sino que enfrentó a Tino, quien contemplaba todo inmutable, gritándole:
—¡Tú eres el peor, porque eres su hijo!
Y le pegó un tremendo sopapo.
El jovencito de casi quince años corrió a su habitación a buscar su cuchillo de treinta centímetros de hoja afilada del Alto Paraná y salió dispuesto a pelear contra el adulto. Roberto adivinó lo que Tino era capaz de hacer con su arma y decidió irse a dar una vuelta hasta que se calmaran los ánimos, mientras Peggy se refugiaba en su dormitorio, lejos de toda la escena. Desde ese día, Roberto nunca más le levantó la mano al muchacho y siempre lo presentó con orgullo, como propio.
—Este es mi hijo, el que casi me atacó con su cuchillo. Ah, sí... ¡Es peligroso, el salvaje! —contaba con satisfacción siempre que podía.
Poco a poco, Tino y Roberto fueron mejorando la relación, empezaron a llevarse bien. El adolescente aprendió muchísimo de ese hombre y llegaron a quererse como padre e hijo, pero en silencio. El ex actor ahora era dueño de un restaurante en la zona céntrica de la Capital Federal, La Porta D’Oro, y logró convencer al joven de que debía abrirse camino por sí mismo. Además, el italiano le enseñó mucho de su idioma, y aunque él se decía perteneciente a una noble familia de Milán, Robin siempre dudó de esa versión. Con el tiempo, Roberto apuntaló la falta de imagen paterna, pero la que decidía todo en la relación era Peggy. Y Roberto Zapetti pasaría a la historia.
Hacia 1959, Peggy se separó de él. Abandonó a quien creía que era el amor de su vida, dejando a los hijos del italiano y también a Tino. Ella desapareció, convencida de que su hijo seguiría al cuidado de su ex amante que tanto lo apreciaba. Pero el joven decidió que ya era hora de encontrar su destino y se fue a vagar por Buenos Aires. Un lobo solitario en la Ciudad de la Furia.
A la deriva en la gran ciudad, Tino hizo changas y vivió en la calle, literalmente. Hasta dormía tirado en la vereda. Nunca pidió limosna, pero más de una vez volvió a ver a Roberto, aunque fuese para comer un plato de comida en el restaurante, los días que no había probado bocado. El italiano se debatía entre ayudar a su hijo postizo o dejarlo que se forjara el camino solo. “Ya tengo dos hijos incapaces”, decía refiriéndose a los de su primer matrimonio, a los que había empleado y no hacían nada. Uno vivía encerrado en su dormitorio y solo salía para comer. El otro no era mejor. Roberto no quería que Tino sufriese, pero tampoco quería cargar con él. Tenía que valerse por sí mismo. Y el orgullo y la fuerza interior de Robin lo harían seguir adelante, con la guía del italiano o sin ella.
Como era un joven simpático, Tino consiguió pequeños trabajos, aunque por una paga miserable; pero, paradójicamente, vivía rodeado de lujo y belleza. La mala fortuna había llevado al acomodado noble español Arturo García Paladini a tener que alquilar los cuartos de su inmenso departamento sobre la avenida Libertador, mientras lo usaba como depósito de pinturas y esculturas. A Tino le alcanzaba justo para alquilar una habitación en el departamento, decorado con muebles del siglo XVII, una gran chimenea, obras de arte y una biblioteca inmensa.
Entonces apareció en su vida un personaje que lo seguiría por décadas: Juan.
Juan Gutiérrez, apodado “el Negro”, era otro inquilino en ese departamento y se lo presentaron a Tino como “el Doblado”, ya que hablaba en español neutro, como en las películas: “Anda, chico, quítate del paso”, por ejemplo. Juan también estaba solo en la ciudad y se ganaba la vida como podía, pero pertenecía a un grupo de jóvenes que bordeaba la ilegalidad, pandilleros que a veces robaban para comer. A pesar de, o quizás por, eso, el Negro decidió convertirse en policía. Era un tipo peligroso y feo, morochón y con una ideología extraña, que lo llevaría a tener un precio sobre su cabeza por parte de algunos fuera de la ley. Pero lo importante era que sentía a Tino como a un hermano, más que como a un amigo, y se convirtió en su protector, su guardaespaldas, su secretario, su sombra.
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