En 1962 el joven abandonó Encarnación para siempre, pero antes pasó por Colonia Cosme. No encontró ningún motivo para quedarse. Robin se dio cuenta de que ya nada lo haría regresar ahí. No podía sentir cariño por ese lugar. Quizá los tiempos habían cambiado, como la gente: antes eran todos irlandeses y escoceses, cultos y angloparlantes, como lo era Robin en su infancia; pero ahora eran todos paraguayos que trabajaban el campo. En los tiempos de Tino en Colonia Cosme, su única afinidad pasaba por disfrutar de su soledad, sus aventuras físicas e imaginarias y sus libros, únicos compañeros de toda la vida. Solamente permaneció dos noches y se despidió del lugar hasta entrada la década de 2000, cuando se inauguró un parque en su honor en la colonia.
Tino regresó a Buenos Aires y se puso en contacto con su fiel ladero Juan, que estaba viviendo en una paupérrima pieza de pensión en la zona de Retiro. De las cinco camas que se compartían en la triste habitación, una era para Tino. Vinieron años de miseria y hambre, pero jamás sintió desesperación. Resistió.
A pesar de su cultura, por no tener aprobado sexto grado de la escuela primaria y no ser obrero calificado, solo podía ser contratado como peón, el que mueve las cajas y limpia el piso, y pasó años de esfuerzos y privaciones en lo más bajo de la escala laboral.
Su primer trabajo fue en la fábrica de cinta adhesiva Scotch, en la Capital Federal. Desde el primer día tuvo una tensa relación con un capataz alemán, Alois Breck, que había formado parte de la Waffen SS durante la Segunda Guerra Mundial. Pero Tino había sido criado parcialmente en el Alto Paraná, cuchillo en mano, y no se dejaba domesticar. Jefe y empleado eran dos bombas de tiempo que estallaron en una pelea donde el alemán lo quiso matar con un suncho, y como resultado Robin fue despedido.
Tras ese incidente, se presentó en una fábrica ubicada en Martínez, en la zona norte del Gran Buenos Aires, competencia de la anterior, y logró conseguir trabajo haciéndoles creer que conocía secretos clave en la producción del producto rival. En esa fábrica llegó a ocuparse de la impresión del celofán, que le manchaba las manos con pintura roja, amarilla y azul. Le pagaban poco y lo trataban peor. Desafiante, aunque cansado de quemarse las manos con querosén, Tino seguía trabajando sin perder la esperanza. Sin que él lo supiese, esta sería su última experiencia laboral en una fábrica. Trabajaba y trabajaba y solo tenía libres los domingos. Entonces se iba al puerto, a la zona donde atracaban los barcos mercantes, y pasaba todo su día franco allí, mirándolos entrar y salir. Mirando cómo escapar. A veces se iba a los cines que daban funciones en continuado y veía tres películas seguidas sin parar, sin comer, soñando.
“Quise alistarme en el ejército estadounidense para ir a Vietnam. Y me dijeron: ‘Perfecto, vaya a EE. UU. y alístese...’. ¡Pero si yo tuviera el dinero para ir hasta allá no me hubiese querido alistar!”.
Robin Wood
Trabajaba desde las siete de la mañana hasta las seis de la tarde, ya que necesitaba hacer todas las horas extras posibles para poder comer todos los días y pagar la pensión. En ese estado de indefensión tuvo ideas alocadas para buscar otra vida, como irse a pelear a Vietnam.
También quiso enrolarse para combatir a favor de Israel en la Guerra de los Seis Días, pero no se lo permitieron porque no era judío. De todas maneras, comenzó a tramitar el pasaporte. Robin recuerda aquel momento:
“Un día me fui al consulado de Paraguay. Allí me atendió el clásico empleado de consulado latinoamericano que yo califico como las tres P: petiso, pomposo y panzón, con bigotito grasiento. Parecen todos salidos de una mala película norteamericana. El tipo me pregunta mi nombre.
”—Robin Wood —contesto.
”—No, su nombre de verdad.
”—Robin Wood. —El tipo me mira, como confundido—. R como ‘roña’ —le respondo firmemente—, O como ‘oeste’, B como ‘bo…’ como ‘barba’…
”—¡Bueno, está bien! ¿Nombre del padre?
”—No tengo. Bah, tengo, pero no figura.
”Hizo una raya en el casillero. Eso le salió bien.
”—¿Dónde sirvió?
”—¿Servir?
”—En el ejército.
”—En ninguna parte.
”—¿Cómo que en ninguna parte? ¿Es objetor de conciencia?
”—No. Sentido común, nomás.
”Al final me mira y me dice:
”—O sea, que usted es desertor…
”—Sí.
”—¿Y cómo se siente al no haber cumplido con su patria?
”—Gordito, no me vengas a contar a mí lo de la Marcha de San Héroe...
”El tipo refunfuñó, firmó y, con gesto despectivo, me extendió finalmente el pasaporte.
”—¡Acá tiene. El pasaporte de la vergüenza!
”—¡Por fin!
”Y me fui silbando”.
En esa etapa de sueldos miserables y pobreza, lo primero que hacía cuando compraba zapatos era ponerles una suela extra, con taco de goma, para que le duraran más. Compartió cuartos en pensiones decadentes, con cocinitas a querosén. Comía hamburguesas con huevos fritos, y cuando no había plata para comida, rasqueteaba la grasa de la parrilla con un pedazo de pan y comía sándwiches de grasa con gusto a carne que había sido cocinada días antes. Si algún día lograba convencer a una chica para salir, lo primero que pensaba era: “A lo mejor esta tiene dónde cocinar, me invita a la casa, ¡algo!”. Comer era en lo único que pensaba.
Otra de sus distracciones era, como siempre, leer, y principalmente historietas. Quizá porque las podía leer de arriba en los quioscos, bien rápido, quizá porque sus ganas de narrar lo llevaban a ver las imágenes en su cabeza mientras leía un libro o contaba cosas… Lo cierto es que Tino había descubierto las maravillosas historietas escritas por Héctor Germán Oesterheld y publicadas en Editorial Frontera a fines de los cincuenta y, desde ahí, nunca pudo dejarlas. Ticonderoga , El Eternauta , Rolo el marciano adoptivo , Ernie Pike y, ya en los sesenta, Mort Cinder , de Oesterheld y Alberto Breccia. ¡Listo! Tino quería hacer historietas y, para él, eso significaba tener que dibujarlas.
Su meta secreta, su anhelo, fue, a partir de ese momento, ser dibujante de historietas. Por increíble que parezca, logró conseguir un poco de dinero extra y se anotó en la Escuela Panamericana de Arte, que publicitaba en las revistas de Frontera a sus grandes maestros, como Alberto Breccia y Hugo Pratt, entre otros.
Con el paso del tiempo, por primera vez se sintió frustrado, porque hasta él se daba cuenta de lo malo que era su dibujo y su falta de progreso. “Un profesor me dijo: ‘Hágale un favor al arte, no dibuje más’”. Tino comenzó a prestarle más atención a sus compañeros del turno noche, y descubrió a un joven alto y adusto que con pocos trazos realizaba maravillas. Cada ejercicio de ese callado y serio estudiante sorprendía a Robin. Lo admiraba en secreto, lo envidiaba, no podía creer lo que veía. Ese tipo antipático miraba medio de costado la hoja, y de repente, zazaza-pum, tres líneas y ¡guau! “Ojalá te mueras rápido”, pensaba el fracasado artista en Robin. Lo odiaba, planificaba cómo podía matarlo o, por lo menos, cómo cortarle la mano. Ese joven era un dibujante muy talentoso. Y, en una clase, Wood le preguntó a un compañero que tenía cerca:
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