Una de las veces que Tino y Juan se encontraron con Roberto y sus hijos, el Negro ya sabía quiénes y cómo eran.
—¿Qué hacés para entretenerte? —le preguntó con desprecio el hijo mayor de Roberto.
Juan simplemente le contestó:
—Algo que vos no sabés cómo se hace.
—¿A ver? ¿Qué es?
—Trabajar —remató el ladero de Robin.
Pero Juan no era un amigo de esos que te consuelan, o para compartir los íntimos sentimientos. Era solo una especie de fiel acompañante, poco interesante pero muy leal. Aunque no tenían mucho en común, Juan estaba dispuesto a seguirlo hasta el fin del mundo. Y a Tino le parecía bien.
A comienzos de 1960, debió dejar el departamento y, decidido a no depender más de nadie, sin trabajo y con hambre, Tino buscó una fuente de empleo conocida. Se puso en contacto con su tío y decidió regresar a Paraguay, a deslomarse nuevamente en la selva. La Ruta Transchaco lo esperaba. Juan fue incorporado al Servicio Militar Obligatorio, pero ambos intuían que se volverían a ver.
Tino volvió a la casa de sus tíos tras un largo viaje en ómnibus hasta Asunción. Apenas llegó, se dirigió hacia su rincón en el mundo, el único lugar donde estaba completamente protegido, el lugar donde su amigo dormía entre botellas vacías. Pero Tom no estaba. Preguntó qué había pasado con su perro y los tíos le explicaron que, poco después de su partida, Tom había dejado de comer y beber. El perro murió de tristeza. Con esto, Tino reafirmó su decisión de no tener grandes afectos, porque para él todo eventualmente terminaba mal. No volvió a tener un perro, para no encariñarse, hasta bien entrada la década de 2000, por insistencia de su esposa. Y Tom se convertiría en mucho más, al ser uno de los principales protagonistas de la historieta Mi novia y yo .
En esta nueva tanda de años de esfuerzo en la zona del Alto Paraná, fue camionero, lavacopas, estibador en el puerto y obrajero. En su período de camionero por los caminos de tierra entre la selva paraguaya, hasta hizo contrabando junto con Big. A veces, el precio del café subía en Paraguay pero no en la Argentina, entonces Tino y su tío iban hasta el Brasil, cruzaban la frontera, cargaban bolsas, volvían y vendían los granos logrando una interesante diferencia.
Tino tenía diecinueve años cuando la empresa cuentapropista del tío se fundió. Un día el camión dejó de funcionar y se acabaron el transporte y el contrabando. Terminó así su etapa en la selva hachando y trasladando árboles. Su tío volvió a las changas en la zona y Tino decidió quedarse un tiempo en Encarnación, con la expectativa de conseguir un trabajo mejor, no sin antes evitar ser reclutado para el servicio militar obligatorio de su país natal.
En ese tiempo encarnaceño, Tino veía a los soldaditos descalzos, pero con uniformes de brin, que parecían de madera, obligados a pintarle la casa a un coronel, llevándole cosas a un capitán, lustrándole las botas a un teniente; hasta los sargentos tenían sus esclavitos. Con nombre y personalidad rebelde, Robin debía enfrentar la regla que imponía su sociedad.
—Bueno, Tino, prepárese —le dijo Big, muy serio.
—¿Para qué?
—Para el ejército.
—No.
—¿Cómo que no?
—No. ¿Voy a estar dos años con todos esos sargentos analfabetos? Eso no es un ejército. Es una broma. Yo no voy a ir.
—¡Todos nosotros fuimos!
—Bueno, el hecho de que ustedes sean estúpidos no quiere decir que yo lo sea.
La rebeldía triunfó. Tino nunca hizo el servicio militar, se convirtió en un desertor, ocultándose de las patrullas militares que rondaban la ciudad pidiendo documentos a cualquier hombre joven que encontraban. Para cuando le tocara el momento de alistarse, él ya estaría en otro lado, en otra ciudad, en otro país, en otra aventura.
De tanto en tanto, entre jornada en la junGLA y viaje en camión, Tino iba al centro de Encarnación a ver gente, libros, civilización. En uno de estos primeros paseos conoció a un hombre extraordinario, un profesor de Literatura y Filosofía de la Universidad Católica que cambiaría su vida: Rómulo Perina. Le dijeron que era un hombre que había sido analfabeto hasta los veintitantos años, se casó con una maestra, aprendió a leer y a escribir, y terminó siendo profesor universitario, filósofo, político, un gran hombre que influyó en la vida del casi adulto Tino Wood.
Se conocieron un día en que Perina, quien parecía Beethoven por el pelo, de ojos verdes con grandes pestañas negras y una boca de sonrisa casi mefistofélica, estaba sentado en un bar. Al verlo pasar, Perina chistó a ese flacucho rotoso y Tino se acercó a él.
—Sentate —dijo el profesor, que estaba en una mesa en la vereda, señalándole una silla vacía—. ¿Vos sos nuevo en el poblacho este?
—Sí, algo así —respondió el obrajero.
—¿Y a qué te dedicás, aparte de perder el tiempo?
—Bueno, voy a los obrajes, me las rebusco…
—Los obrajes…, buen lugar para morir —acotó el profesor, odiado por muchos por su honestidad brutal.
En ese momento pasó por allí un político y, al ver a Tino, se detuvo y le preguntó:
—¿Vos sos Robin Wood, el hijo de Kingo?
Perina, que siempre tenía un cigarrillo colgando del labio, le dijo al joven, sin mirar al funcionario:
—Estos politicastros… Porque se acuerdan de tu nombre ya creen que los vas a votar.
El comentario produjo una ola de admiración de un rebelde joven a uno mayor. El provocador personaje cautivó a Tino: había encontrado a su mentor. Adulto y adolescente comenzaron a reunirse a charlar todo el tiempo que el trabajo les dejaba libre. Rómulo Perina era otra clara figura paterna para el joven Tino, pero además sería el apuntalador de su talento cultural.
A veces, Tino iba a la salida de la facultad para encontrarlo, y cuando sonaba la campana, lo escuchaba decir:
—Bueno, señores, señoritas, a pastar.
Perina nunca sonreía por la vida, pero con Tino era diferente. Disfrutaban de largas conversaciones entre amigos, y el docente convenció a Robin de que debía dedicarse a escribir. El profesor lo incitaba a redactar cuentos, poemas, lo que fuera; le recomendaba libros para que buscara en bibliotecas y juntos los analizaban. Tenían una relación intelectual y también de afecto, pero que nunca les hizo falta verbalizar. En una de esas charlas, el profesor le contó a Tino que la embajada francesa en Paraguay organizaba un concurso que daba un premio en metálico y una medalla. Había que escribir un artículo, una sinopsis histórica, analizando la cultura y el arte de Francia. Tino, entre camión y camión, participó y lo ganó. Fue a retirar el galardón apenas acababa de llegar del monte, después de tres meses de cortar troncos en la selva, sucio y harapiento.
“Todavía me acuerdo de cuando fui a buscar el premio. Fui después de trabajar, mugriento. Tenía puestas chapitas en las suelas para que me resistieran más las botas. Me acuerdo del ruido metálico sobre las baldosas cuando subí a buscarlo...”.
Robin Wood
Cumpliendo con las bases del concurso, El Territorio , un periódico de Posadas, la vecina ciudad capital de la provincia argentina de Misiones, lo tomó como corresponsal y, al poco tiempo, Perina le insistió con que se marchara del Paraguay. Decía que Tino tenía talento, pero que en ese país no iba a hacer nada con ello, que iba a terminar de chupatintas en una oficina. Entonces, él lo mandó a Buenos Aires y Tino le dejó de regalo el único poema que había terminado de escribir. En el futuro, Perina le diría que era pésimo. Robin estuvo de acuerdo.
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