Enrique Garcés de los Fallos - Cartas desde el abismo

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"…tirada en cualquier sitio en donde dejo deambular mi muerte, mientras espero papelinas que aborten cualquier sentimiento de vida…" esta premonitoria frase es el portal que nos conduce a ser testigos de una senda de amor, drogas y destrucción.Nos adentramos en la mirada de Javier, un psicólogo que recibe cartas de María, su antigua alumna y paciente a la que le une un vínculo muy especial. Va observando con impotencia la espiral irrefrenable que lleva a María al abismo, donde ni siquiera el amor podrá salvarla. Sentiremos el mágico Uruguay (Punta del Este, José Ignacio, Montevideo…) tan lejano que no podremos salvarla, tan cercano que viviremos en nuestra piel las emociones que atrapan en una espiral de destrucción irremediable.

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No, me había adentrado en el intento de comprensión de los conflictos propios de una persona que maduraba a dos velocidades. De una parte, procuraba ser coherente cuando establecía relaciones que superaban el comportamiento esperado de otras personas de su edad. Así, podía justificar varios de sus encuentros sexuales, repetidos en algún caso, con hombres mayores que ella. Por otra parte, se mostraba infantil adoptando comportamientos rebeldes en los que, por ejemplo, perseguía acabar con el sistema político con una simple sentada delante del edificio de una institución, junto a tres o cuatro de sus colegas habituales.

Aprendí a conocerla, a quererla. Para mí fue un reto como alumna. Ella deseaba aprender más de lo que yo había previsto para aquel primer cuatrimestre, echándome a menudo pulsos profesionales en la evaluación y afrontamiento de sus problemas. Pulsos, que enriquecían mi forma de acceder a ella.

—¡Cuando te convencerás de que tengo un trastorno bipolar! —Exclamó con energía.

—María, no lo creo, porque ni en el espectro psicótico de la sintomatología, ni en el más neurótico, presentas los síntomas con claridad —hice una pausa—. Creo más bien que se trata de un desorden emocional, provocado por innumerables situaciones estresantes en tu devenir habitual.

—Sé que cuando estoy arriba me siento capaz de cualquier cosa, al igual que sucede en la fase maniaca. Sin embargo, después, padezco una gran necesidad de evadirme de este mundo y, en muchas ocasiones, desaparezco sin más.

—Sabes que los trastornos psicológicos se encuadran en grupos amplios que, a la fuerza, han de compartir síntomas. Ni siquiera cumplirías los criterios relacionados con el tiempo de padecimiento de los mismos.

—Bueno, a veces —sonrió eufórica, parecía que hubiese acertado la pregunta de un examen.

—Es más —seguí con mis argumentos para desmontar su propuesta diagnóstica, sin atender a su “alegría”—, el hecho de consumir con regularidad alcohol y otras drogas, imposibilita realizar un diagnóstico limpio de trastorno bipolar.

—Eres un cabezón, Javier —dijo sonriendo, acariciándome la mano con la que sujetaba la taza de café que estaba tomando.

—De todas formas, si quieres ese diagnóstico ve a tu médico de familia, hazle un resumen de tu historia. Con un poco de suerte lo conseguirás con facilidad. Ya sabes lo que te espera a continuación.

—¿Qué me espera? —Preguntó con cierto tono desafiante.

—Pues toda una batería de pastillas para estabilizar el ánimo. Supongo que, de entrada, litio para disminuir la activación y, después, antidepresivos para aumentarla. Cuidado, porque en tu caso, las fases se intercambiarían con tal rapidez que, si no los tomas bien, los efectos podrían ser contraproducentes —volví a tomar la taza de café, bebí un poco y la dejé en la mesa—. Además, seguirías con los antipsicóticos para las crisis agudas de manía, y los ansiolíticos para la ansiedad generalizada que, con esta prescripción de medicamentos, seguro que se incrementaría.

—¡Vale! —Exclamó derrotada—. No sé quién está peor de los dos. Yo, con mi trastorno bipolar, o tú, con tu trastorno obsesivo compulsivo, con ese perfeccionismo que un día te matará.

Los dos reímos la ocurrencia, porque algo que no he comentado de María, es que su espontaneidad la convertía en un ser especial. Por eso lo que más aprendí con ella fue a quererla y contemplarla como el ser humano extraordinario que era. Aunque tenía características que se pueden encontrar en otras personas, en ella se observaban de forma más contundente. Liberal en sus comportamientos, al tiempo que respetuosa con cualquier opción ideológica, sexual o religiosa. Incluso aquellas actitudes que no encajaban en su forma de entender la vida, que podían llegar a ser manifiestamente negativas en otras personas, las explicaba y justificaba diciendo que pertenecían a individuos que habían tomado decisiones equivocadas, sin ser conscientes de su error. La presunción de bondad en el ser humano superaba su propia bondad.

Una persona sincera hasta el límite de lo problemático. Ni siquiera admitía la mentira piadosa, que la hubiese librado de conflictos por describir asuntos íntimos que cualquiera hubiese ocultado, o emitir juicios personales, que discutía con tal vehemencia que le hacían víctima de crueles batallas en defensa de sus ideales.

En definitiva, un espíritu inquieto que le llevó a deambular por distintas ciudades hasta alcanzar su graduación como psicóloga. Ya con 24 años, a punto de ir a América para continuar con su búsqueda, encuentro consigo misma, o no sé bien qué, me preguntaba si sus conductas se podían calificar de inadaptadas, inmaduras, producidas por consumo de drogas, o consecuencia de una vida desordenada. Nunca fui capaz de responder con certeza a esas dudas. Ni tan siquiera a si su continuo trasiego por distintas ciudades fue la causa que agudizó su problema. En aquel momento, mi único objetivo era hacerle desistir de su aventura en Uruguay porque sabía que podía suponer su caída definitiva.

Su sensibilidad, relacionada con los momentos frecuentes en los que su inestabilidad emocional la sumían en situaciones cargadas de melancolía, se reflejaba en bellos poemas escritos frente al mar, lugar que tanto ansiaba y elegía cada vez que necesitaba aire nuevo para sobrevivir. Al menos una cosa iba a lograr: mar tendría mucho en Uruguay, me alegraba pensar que así sería. Quizás, que ella naciera en una localidad costera le influyó. Su amor por ese mar, y por disponer de un barco con el que surcar los mares en un futuro, constituía su gran ilusión.

Conforme fuimos intimando desaparecieron los secretos, pasé a ser protagonista en su vida. Esa fue la razón que tanto nos unió, y por la que ella se apoyó en mí cada vez que necesitaba una válvula de escape, cuando alguna situación relacionada con su conducta sexual le influía demasiado. Recuerdo su facilidad para mantener encuentros sexuales que, aun no siendo satisfactorios, apenas le causaban carga emocional negativa. Sin embargo, el hecho de que pudiesen darse cuando estaba intentando consolidar su relación con Miguel, le generaba evidente malestar.

Nunca tuvo una pareja a la que no le hubiese sido infiel. Resultaba llamativo, porque no se trataba de la infidelidad por causa de otro deseo o atracción surgida de repente, sino que podría pensarse en ello como una conducta de solidaridad con el necesario actor de la situación. Eso, de difícil comprensión para cualquier persona que quisiese entablar una relación de futuro con María, le permitía solventar de forma airosa el escaso sentimiento de culpa que le generaba lo acontecido. Al no existir enganche emocional con ninguno de los tipos con los que se relacionó, tampoco le resultaba difícil borrarlos de su vida con la máxima inmediatez.

Fascinante.

En definitiva, se marchaba a Uruguay. Lo dejaba todo, su trabajo, sus amigos, su pareja, su familia, para ir a ayudar a chicos con problemas de inadaptación. Curiosa vida esta que, irónica, permite a personas con problemas no menos desadaptativos en muchas ocasiones, ir a ofrecer ayuda a otras con casuísticas similares. Quién sabe, hasta podría ser positivo. Desde luego era lo que yo deseaba, sin confiar demasiado en el éxito de esta posibilidad.

Quedamos en mantener el contacto. Lo habría mantenido, aunque ella no me lo hubiese pedido, porque esta situación me llenaba de preocupación. Llevo tiempo intentando comprender al ser humano y he llegado a una conclusión: que las personas, hagan lo que hagan, bueno o malo, son extraordinarias. Desde esta situación anómala que supone el mismo hecho de ser extraordinario, es imposible prever qué puede ocurrir en cada momento.

Ante esta realidad aprendí a aprehender las sensaciones que las personas, con dificultades emocionales, transmiten de forma inconsciente. Sin saber explicar su causa, porque son sensaciones sin más, las que desprendía María en esta ocasión me resultaban inquietantes.

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