No es fácil relatar unos acontecimientos a través de una relación epistolar. Las cartas de María dieron vida a esta historia, permitiéndome construir un personaje en el que la ficción y la realidad quedaran separadas por fronteras tan frágiles que ni yo mismo supiera diferenciar.
Durante mi relación con María pretendí recorrer la senda que soñé para ella, mostrarle el mundo como un lugar maravilloso en el que ser feliz, ofrecerle cada día una colección de motivos para estar alegre, pero lo que cuenta es el resultado final. Lo que importa no es la intención, sino la acción. Por ello quiero compensar con gratitud lo que he aprendido con María. Ha sido una de las personas más bonitas que me ha regalado la vida. Ella me ha enseñado a saber perdonar, seguir hacia delante y tender una mano, descubriendo así la grandeza de su ser.
Desde esa gratitud hay que leer Cartas desde el abismo, que ojalá sirva para conocer, al menos, donde está el sendero que nunca se ha de cruzar, incluso cuando se nos ofrece una libertad, en apariencia inalcanzable por otros medios, que solo es la puerta trasera de una cárcel definitiva.
Siempre existe una alternativa para ser libre más allá de las drogas.
enero de 2018
—Lo que estás afirmando es que el viaje que voy a hacer a Uruguay durante, al menos, un año va a servir para estar igual que ahora o peor ¿correcto? —Su tono desafiante era frecuente, lo mantenía al observar que me hacía fuerte en mis argumentos.
—Más o menos —la miré serio mientras terminábamos de elegir la cena en el restaurante que tanto le gustaba.
—¿No vas a admitir la posibilidad de que te equivoques? ¿Que, para tu sorpresa, me haga más fuerte y madure en esta nueva situación?
—Cabría esa posibilidad si te hubieses encontrado en una encrucijada que te obligara a enfrentarte a esta nueva etapa que se abre en tu vida —hice una pausa y continué—: sin embargo, revelas sin darte cuenta que los objetivos que buscas no son coincidentes con los que manifiestas.
—¡Joder, Javier! Voy a una asociación que intenta integrar a chicos con problemas de inadaptación que…
— ¡Qué dices! — Interrumpí enfadado—. Eso ha sido debido al azar, la semana pasada ibas a cuidar tortugas que están próximas a desovar. ¡Te da igual tortugas que personas!
—¡Claro! Siempre que sea ayudar a la naturaleza, la sociedad, da igual —argumentó seria.
—Pues entonces quédate con lo que estás haciendo al lado de tu casa. ¿Acaso esas personas, con problemática psicológica, merecen menos atención por tu parte que los chicos uruguayos?
—Me atacas sin sentido. Sabes que aquí estoy anclada emocionalmente, necesito cambiar de ambiente.
—¿Qué necesitas cambiar? ¿Quizás...?
—Pues a lo peor todo. Lo mismo mi forma de ser está naufragando porque no tengo ni puta idea de por dónde continuar mi camino. Estoy perdida. ¿Acaso lo ignoras?
—Exacto, y a 10.000 kilómetros de aquí ¿te encontrarás? Es tan infantil tu planteamiento. ¿Por qué no denominas de forma correcta lo que estás haciendo?
—Dilo tú —su rostro estaba rígido, su ira al límite—, y de paso dime ¿qué coño tengo que hacer?
La conversación se fue endureciendo más.
Nos conocíamos desde siete años atrás, cuando con diecisiete entró a clase de la asignatura que yo impartía en la Universidad donde trabajo. Existía la confianza suficiente para decirnos las cosas con claridad, sin fisuras, con contundencia. Hacía tiempo que habíamos superado la relación profesor-alumna, y habíamos avanzado consolidando nuestra relación psicólogo-cliente. Nunca fue una relación profesional en sentido estricto. Teníamos la suerte de considerar que caminábamos unidos siendo amigos, “amigos especiales”, a pesar de nuestras diferencias, tanto en edad como en nuestra forma de comprender y afrontar la vida.
—Se llama huir, María, huir de ti, de tu consumo descontrolado de alcohol y drogas, de las relaciones extrañas que entablas con hombres que ni tú misma eres capaz de explicar. Hasta de tu relación con Miguel que, muchas veces, no sé si es algo placentero para ti o una condena que has de cumplir siendo su novia —contemplé sus ojos con tristeza—. Así se llama lo que quieres hacer yendo a Uruguay.
—Está bien —se serenó—. En cualquier caso, me voy. Tal como te he comentado antes, me gustaría seguir manteniendo el contacto contigo, porque con independencia de quién tenga razón, yo te voy a necesitar.
—Me tienes desde aquel primer día de clase —me emocioné—, y seguirá siendo así.
Sellamos ese momento con un abrazo. Nos despedíamos. A los pocos días iniciaba ese incierto viaje a su futuro. Seguimos hablando, dejamos de lado el asunto que había tensado la conversación. Los dos sabíamos que cruzar sus líneas rojas, como había sucedido instantes antes, generaba una tensión que impedía el desarrollo normal de nuestra relación, siendo injusto, por mi parte, deteriorar lo que tanta ilusión le hacía: el viaje que me generaba inmensas dudas, y demasiadas preocupaciones.
La noche se fue alargando. Las risas, los abrazos y las muestras de cariño impregnaron de armonía el momento, era lógico que sucediera entre dos personas que habían aprendido a quererse, a pesar de las grandes diferencias y dificultades que les separaban.
En el contexto de la docencia, en el que llevo trabajando años, María fue la persona que más me impresionó. Me sorprendió que siendo tan joven tuviera tantas cosas claras y oscuras al mismo tiempo. Me preguntaba cómo era posible que se mostrara tan firme en cuestiones que, a la mayoría, le cuesta asimilar. Por ejemplo, su autonomía para vivir fuera del alcance de la influencia familiar y que, al mismo tiempo, no temiera el riesgo de las drogas, el alcohol y todo lo que conllevaba su consumo desde tan joven. Me confesó que a los catorce años se había iniciado en alguna de estas locuras, con borracheras que empezaron a ser demasiado frecuentes.
Recuerdo cuando me pidió, según avanzábamos nuestra relación, que la ayudase a regular su consumo de cannabis, la otra droga que se había instaurado en su vida desde temprana edad. No se trataba de dejar lo que tanto le gustaba, sino de fumar menos maría porque desde hacía no mucho tiempo había aumentado en exceso los petas que fumaba. También me acuerdo de mis absurdos intentos de comprender cómo alguien, con unos principios de libertad, de seguridad personal tan evidentes, algo desordenados, se dejase manipular tan fácil por tipos que solía conocer en fiestas de las que disfrutaba varias veces a la semana.
No era sencillo entender que aceptara mantener relaciones sexuales con desconocidos, porque una vez dado el paso de intimar con alguien, de acompañarlo a su casa, no se viera con fuerza suficiente para decir que no a algo que a ella no le apetecía. Nunca asociaba que esas situaciones coincidían con lo que ella denominaba grandes pelotazos. Presentaba un enorme interés en defender el consumo de drogas por encima de cualquier intento de prohibición. Se refería a esos momentos en los que había ingerido cantidades ingentes de alcohol, así como otras sustancias. Este consumo variaba en función de los grupos con los que se movía, del ambiente en el que se encontrara o, a veces, de los objetivos que persiguiera, casi nunca decididos por ella.
Cualquier colega profesional habría definido a María como un claro ejemplo de persona politoxicómana. Sin embargo, habría sido demasiado simple el diagnóstico. Desde luego, no habría alcanzado a comprender las dificultades tan profundas que cabalgaban a lo largo de su desarrollo vital.
Cuando, después de mucho tiempo, fui descubriendo su historia familiar, de pareja y de amigos, logré comprenderla mejor. En ningún momento pude encorsetarla como una persona inadaptada en una familia marginal, siguiendo el juicio clínico típico de los libros que versan acerca de la temática del uso y abuso de drogas.
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