Jesús María López-Davalillo y López de Torre - Yo sí pude del valle de lágrimas a la cima de los listillos

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En este libro conoceremos parte de la historia de un hombre normal, con una vida monótona, como es la de la mayoría, pero al que la recesión condujo al desempleo a una edad en la que no resulta fácil integrarse de nuevo en el mercado laboral. Si bien, la suerte, el azar o la providencia le presentan la oportunidad de conseguir lo que siempre había soñado y que estaba seguro de que no alcanzaría nunca, hasta que llegó el momento que supo y pudo aprovechar.

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Tras un buen rato tratando inútilmente de ayudar al chavalito, tenemos que decirle:

—Se está haciendo tarde. Hay que cenar y mañana a ver si tenemos más tiempo para poder resolver estos tediosos problemas que, además de no servir para nada, son sosos y sin argumentos lógicos, por lo que nunca se producirán en la vida real.

—¡Mañana los tengo que presentar! ¡Me van a suspender! ¡Parece mentira que no me ayudes!

Al final, por orden de su madre, recoge los cuadernos y se los lleva a su habitación, no sin antes pasar por el cuarto de baño a lavarse las manos para sentarse a la mesa a engullir la última comida del día.

Aprovechando el breve tiempo hasta que sale la sopa, empieza la niña a contar sus numerosos problemas y que también necesita que le escuche su padre para que, con su sabiduría, le dé la solución a uno de ellos, verdaderamente angustioso, que sin necesidad de preguntárselo lo cuenta inmediatamente, ya que ha estado maquinando durante toda la tarde alguna de las posibles alternativas que ahora quiere que yo le ratifique.

—Los chicos son tontos, además de brutos y animales, y no se puede jugar con ellos, pero Manolo es distinto porque es simpático, no pega a las niñas, me ayuda alguna vez llevándome la cartera y tiene otras muchas más virtudes.

—Qué suerte tienes teniendo un amigo así.

—¡Pero le gusta mucho jugar al fútbol y no lo cambia ni por estar conmigo! Y además, tranquilamente, después de acabar el partido ni se acuerda de que existo y se marcha con sus amigotes, pegando patadas a piedras, botes y cuantas cosas encuentra en su camino. ¿Será tonto?

—No, es que algunas veces los chicos hacen esas cosas, igual que las chicas jugáis a cosas diferentes, que a los chicos les parecen una tontería.

—¿Si le pegara una pedrada crees que se enteraría de que quiero estar con él? ¿O robándole el bocadillo o…? ¿Qué harías tú, papá?

—Bueno, la verdad es que es un poco complicado, pero de violencia nada. En todo caso…

Por fin llega la liberadora sopa que inicia el frugal alimento nocturno, porque es del dominio público que de grandes cenas están las sepulturas llenas, al igual que las barrigas de muchas personas que no cuidan su alimentación y hasta resultan molestas no solo para los que tienen que soportarlas, sino incluso para quien las ve (eso me reitera mi mujer).

La conversación durante la cena es de lo más simple, intrascendente y acerca de lo que yo creo que a nadie importa, pero es obligatorio contarlo a fin de hablar y hablar permanentemente durante toda la cena por aquello de que la familia que habla unida permanece unida.

Escuchando atentamente todos los argumentos conocidos, manidos y tópicos de todos, vamos deglutiendo el pescado y el arroz con leche sin que, aunque se intuya una noticia interesante en la televisión, que como música de fondo se escucha ligeramente, nadie se calle, y mucho menos si yo tengo interés en ella.

Terminada la cena y cuando ya quedan pocos minutos para que los niños al fin se vayan a la cama, nos sentamos a ver la televisión, creo que por pura rutina, ya que siempre se produce el mismo hecho: todos quieren ver un programa diferente al que realmente vale la pena, así que para hacer tiempo despliego el periódico, que me he comprado por solo un doblón y veinte céntimos (es el más barato y eso me hace olvidar su ideario), y de esa manera aguardo el momento en que disminuyen los gritos hasta que llega el silencio derivado de que los niños ya se han ido a la cama.

En general, todas las noches se producen dos o tres brotes de rebelión y se levantan de la cama, gritan o piden cualquier cosa, pero al fin, cuando ya entro en las páginas de economía, el silencio reina en la casa.

Un minuto más tarde, la pobre madre de esos dulces niños entra a la sala diciendo, sin darme tiempo a hablar siquiera, que no puede seguir así, que ni siquiera hablo y que cuando llego a casa solo veo la televisión o leo el periódico, sin importarme nada ni del trabajo que ella hace fuera de casa ni mucho menos del pluriempleo que hace en casa sin ningún reconocimiento por parte de nadie y menos por la mía.

No sé si por falta de argumento ante tan clara expresión del diario sufrimiento, que no solo a mí me afecta, o ante la imposibilidad de decir nada que pueda ganar su atención, ya que habla pero no oye (escuchar, como es lógico, mucho menos), decidimos cambiar de ambiente y salir a tomar una copa en una cafetería próxima, lo cual nos supone un incremento del coste, pero a cambio tenemos la posibilidad de charlar sobre cosas trascendentes e intrascendentes como dos seres normales, actitud que creo que nos resulta verdaderamente fácil cuando salimos del virtual campo de batalla en que hemos llegado a convertir el «hogar».

«Hogar», por cierto, que tenemos a medias con el banco, no porque nos llevemos bien con el banquero, que ha logrado situar el suyo entre los primeros del mundo, sino porque cuando uno no tiene dinero debe acudir a estos prestamistas para poder, poco a poco, a lo largo de veinte o treinta cortos años, ir pagando una pequeña propiedad que por arte de birlibirloque ha duplicado e incluso triplicado su costo por ese dichoso invento de los intereses, pero es claro que el que no tiene dinero es el que más dinero da a ganar a los prestamistas. ¡Curiosidades de la vida!

Algunas veces, a la llegada al hogar y dado que hemos podido comunicarnos como personas y… algo más, decidimos hacer uso del matrimonio, lo cual parece obligatorio para continuar en esa necesaria pero conflictiva relación que hay que mantener en pie cada día. Como es lógico, para evitar gastos mayores hay que utilizar cualquiera de los sistemas anticonceptivos que hay en el mercado, que no están incluidos en la Seguridad Social, por lo que debemos pagarlos de nuestro dinerito. Claro que esto no debemos tenerlo en cuenta en lo que respecta al ahorro, ya que en cualquier caso hay que seguir haciéndolo e incluso parece que es bueno para la salud tanto física como psíquica.

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