Jesús María López-Davalillo y López de Torre - Yo sí pude del valle de lágrimas a la cima de los listillos

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En este libro conoceremos parte de la historia de un hombre normal, con una vida monótona, como es la de la mayoría, pero al que la recesión condujo al desempleo a una edad en la que no resulta fácil integrarse de nuevo en el mercado laboral. Si bien, la suerte, el azar o la providencia le presentan la oportunidad de conseguir lo que siempre había soñado y que estaba seguro de que no alcanzaría nunca, hasta que llegó el momento que supo y pudo aprovechar.

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Lo malo no es que no haya disminuido el número de papeles sobre la mesa y, en consecuencia, el enorme trabajo que eso supone, sino que, como me ocurre un día sí y otro también, ha estado a mediodía la señora de la limpieza.

Por cierto, y hablando de horarios raros, uno de ellos es el de las señoras de la limpieza (la verdad, mucho peor que el mío), el de los conductores de autobuses, los del metro, los hospitales… Ahora que lo pienso, ¡qué cantidad de gente tiene extraños horarios de trabajo!

En cualquier caso, dada mi prolongada jornada laboral, cuando salgo no puedo ir ni a bancos ni a grandes superficies. Esto no viene al caso, pero estoy seguro de que es un castigo que nos han puesto, solicitado por los sindicatos, para que nos demos cuenta de que lo que hay que hacer es aportar riqueza desde nuestros puestos de trabajo y no consumir para de esta forma generar ahorro.

Pues bien, como venía exponiendo, la señora de la limpieza, concienzuda y esforzada, a fin de dejar mi mesa más o menos limpia, quitarle señales de café, marcas de los vasos sobre la madera… y esas señales que aparecen (a pesar de lo cuidadoso que soy) como consecuencia del trabajo, como nunca me ha dado tiempo de explicarle exactamente mi trabajo, para qué sirven los múltiples papeles que acumulo y de qué forma deben colocarse (tal vez por miedo a que me quite el trabajo y, lo que es peor, el sueldo), los coloca ella como le parece, amontonándolos como Dios le da a entender (que, sinceramente, se lo da a entender muy mal y justo de la peor manera) en una esquina de la mesa, absolutamente desordenados. Eso sí, ahora se ve gran parte de la mesa, y además limpia.

Por las tardes, tal vez porque son menos horas o porque mis compañeros en general están más cansados, las interrupciones en el trabajo son menos y se suelen limitar a un breve cuarto de hora para tomar un refresquillo y comentar cómo nos va.

Existen algunos especímenes que, alegando lo que han subido las tarifas telefónicas en los últimos tiempos, deciden realizar ciertas acciones de ahorro personal llamando por teléfono a diestro y siniestro (familiares de toda índole que siguen viviendo en el pueblo o en otras ciudades, amigos, algún rollo que otro, etc.) desde la oficina, lo que en muchas ocasiones provoca que cuando deciden volver a trabajar lo hagan con desgana y mal humor por las noticias recibidas o que se queden ensimismados pensando en algo paradisiaco si las noticias han sido buenas.

En este hábito del uso indiscriminado del teléfono para sus propios asuntos creo que se lleva la palma una chica rubia que trabaja en nuestra oficina, que sistemáticamente debe llamar a su marido para decirle siempre lo mismo, casi sin variación alguna:

—No me he olvidado de ti, mi amor… No trabajes mucho…Voy a llamar a mi madre para que cuando pase a recoger a la niña por la noche te tenga preparado el pastel de frambuesa que a ti tanto te gusta.

A continuación llama a su madre para, de nuevo con una amplia imaginación que tampoco cambia de un día a otro, preguntarle:

—¿Se ha quedado tranquila la niña en la guardería? ¿Qué te han parecido las mamás u otras abuelas que llevaban a sus amiguitas? ¿No te parece que esas niñas siempre van igual vestidas? Muchas madres no se preocupan de las hijas. No me explico cómo muchas de ellas tienen hijos…

Tras una breve interrupción porque la llama el jefe para que le entregue unos expedientes archivados (no sé cómo puede hablar con ella, ya que por teléfono es casi imposible localizarla), se pone en contacto con dos o tres amigas para poder enterarse de lo que sucede en la vida, ya que, como no para de hablar por teléfono, no le da tiempo de leer el periódico.

Con este ajetreo se le pasa la tarde sin darle tiempo para pensar y ya debe llamar de nuevo a su madre para que no se le olvide ir a recoger a la niña a la guardería, que le lleve algo para que beba y unas toallitas para limpiarle las manos y la cara, porque como vaya así de sucia a casa… ¡¿qué dirán las vecinas?!

—Y por cierto, mamá, ¿has puesto la comida que te dije? Porque ya sabes lo mal que come. Precisamente, hoy mi amiga Pilar me ha contado que ayer le sentó fatal la comida a su hija y fue porque…

Normalmente, esta media jornada finaliza una vez que se ha asegurado de que su niña ya está en casa y come más o menos bien, ayudada por sus telefónicos mimos, y llamando a su encantador marido:

—¿Cómo has pasado la primera parte de tu jornada laboral? No comas mucho, porque te puede pasar lo que te ocurrió el invierno pasado, que tuviste que hacer un severo régimen para mantener una línea que tengan que envidiar los maridos de mis amigas.

Al llegar la tarde, esta buena chica sigue su proceso de intercambio de información telefónica, que abarca desde cómo ha dormido la siesta la niña, advertir a su marido de que no llegue tarde a casa, decirle a su amiga Carlota que esta tarde antes de ir a casa, cuando tomen una copa en la terraza de ese bar tan mono que hay en la esquina del parque, le va a contar algo que se va a caer de espaldas… Así hasta que suena la campana y a toda prisa debe ir al servicio a «restaurarse» para salir del trabajo sin las huellas de la dureza del mismo.

No quiero que se me malinterprete, ya que lo de esta chica rubia de mi oficina es exactamente igual que lo del chico morenito de otra oficina cualquiera e incluso de un soldado en la centralita. Es decir, es una especie que con seguridad no puede ser considerada en extinción.

El resto de nosotros, que quien más y quien menos ha trabajado lo que ha podido, esperamos con ansia a que llegue el cuarto de hora anterior a la hora de salida para ir recogiendo nuestras cosas, comentar qué vamos a hacer después y estar dispuestos para que en cuanto suene la hora no perdamos ni un minuto en salir por la puerta, perseguidos, eso sí, por la aviesa mirada de nuestro jefecillo, que como buen pelota se queda un tiempo más para que todos sepan lo que se desvive por la empresa, de forma que le promocionarán más rápido y ganará algo más de dinero y será bastante más infeliz con su agobio de trabajo.

Todo es relativo en esta vida. A las 19:30 h de un día cualquiera es muy tarde para seguir trabajando, pero muy pronto para volver a casa.

Por ello nos aprestamos los compañeretes a acudir al bar más próximo a fin de rematar los temas de actualidad o de cotilleo que nos han quedado pendientes durante el día, naturalmente frente a una cervecita, que el camarero nos obliga a pagar con la monserga de que si no el dueño se la cobra a él.

Durante un par de horas y dos cervezas arreglamos cuantos aspectos es incapaz de abordar, y mucho menos resolver, ningún político de los muchos que se extienden por la faz de la tierra: religión, cultura, sexismo, estado del bienestar, situación de la justicia y, por supuesto, los tan debatidos, aunque siempre interesantes y nuevos, temas de fútbol y mujeres.

Cumplida esa rutinaria agenda, cada uno se dirige a su coche para hacer de nuevo la excursión de regreso a casa.

Lo del descanso del guerrero que cuentan en la televisión es una clara falacia. No haces más que llegar a casa y el comentario diario es:

—Llegas tarde. Has dejado, como siempre, la chaqueta tirada en el sofá del salón, con lo poco que cuesta dejarla en su sitio.

Sin decir nada, porque no hay excusa que nadie pueda entender, salvo los que nos vemos inmersos en estas situaciones, nos vamos al comedor por si ha habido suerte y podemos cenar. Pero resulta que todos han estado esperando ese momento de feliz descanso para saltar con fuerza sobre el pobre trabajador. Primero el niño, a quien, como ya suponíamos desde hace años, los profesores le tienen tirria porque reconocen al genio que tienen enfrente, que les humillará en cuanto tenga algo más de uso de razón, y por eso le castigan con unos problemas imposibles de resolver; no ya por lógica, que era como se resolvían antes los problemas, sino que tampoco se pueden hacer sumando con los dedos, con reglas de tres, con aproximaciones, derivadas, etc. Es simplemente por fastidiar al niño y, por sabida extensión, al padre, que de esta forma queda desprestigiado frente a su hijo, posiblemente ya para siempre.

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